Y regresó a casa para ver el amanecer…
Amor tenía los ojos más hermosos que recuerdo. A tan tierna edad, era el niño que había visto lo más bello del mundo. Tan seguro estaba de eso, que nunca los cerraba.
Comía sin saborear nada, ningún sabor se compararía con las figuras que formaban los platos, los colores, las formas.
Abría de par en par las ventanas de la pequeña y verde casa en la que vivía. Encima de una montaña lo podía ver todo. Los pájaros se acercaban, no importaba lo bello que cantaran, Amor cerraba los oídos para apreciar a las graciosas avecillas.
Y posaban en las enormes ramas de su árbol, aquel que daba las manzanas más perfectas que se podían ver, pero no tocar.
Tenía un amigo fiel, un perro muy peludo que a la vista era suave. Lo peinaba a diario para que estuviera siempre con ese aspecto. Pero no lo acariciaba, por temor a arruinar la vista que tenía de él.
La casa era agradable para los ojos, perfectamente acomodada. Todo estaba en su lugar, pero Amor no tocaba nada, no jugaba con nada. Lo importante era que se viera bien, porque qué importaba lo demás si podía disfrutar siempre de la vista tan hermosa que le proporcionaban sus ojos.
Gustaba mucho de los primeros rayos solares, veía como el rey sol asomaba sus rojos cabellos por las montañas. Pero se ocultaba para verlo, en una esquina de su hogar podía disfrutar el panorama sin que los rayos lo tocaran, pues la luz podría lastimar su vista.
Amor sabía de la existencia de un castillo, algo más lejano de lo que su perfecta visión podía alcanzar. Pero esto lo hacía a propósito, pues el castillo era tan lúgubre y macabro que arruinaba su pequeño mundo creado.
Sin saberlo, un mago observaba de lejos a Amor. Sabía que sus ojos, tan hermosos como nada de lo que había visto, eran la fuente de su felicidad. Él también quería felicidad.
Cuando Amor descansaba, sin cerrar los ojos para contemplar las estrellas en el cielo nocturno, el mago robó su única conexión con la alegría.
El mago guardó sus nuevos ojos en una bolsita de terciopelo rojo. Y se fue a ser feliz.
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Amor no podía llorar. Nunca lo había hecho, y ahora sin ojos era más difícil. Sabía que aquel ladrón era del castillo, ¿De dónde más podía venir tanta tristeza y maldad?
Caminó a casa, pero tropezaba con cada cosa que hallaba. Aun así se negaba a sentir su entorno, jamás había necesitado hacerlo. Cayendo una y otra vez, llegó a la puerta de su casa, donde se recostó en su cama, que en realidad era el sillón, y durmió por primera vez. Y por primera vez soñó. Soñó con todos los paisajes que había visto.
Despertó deseando repetir esa experiencia, pero regresó a su realidad para descubrir que no habría cosas nuevas por ver. Y entristeció.
Pero después, Amor experimentó el enojo. Estaba tan enojado que decidió ir por aquel ladrón.
Tomó una mochila, una que antes había decidido tirar, por lo fea que era. Pero no lo notó, y sintió lo suave que era. Agradable al tacto. No recordaba un bolso como ese.
Tomó toda la comida que pudo y salió, guiado por una pequeña vara que encontró y con la cual iba tanteando el piso. A su lado, caminaba su perro, sin que él lo notara.
Caminando entre los árboles, supo que era hora de despertar para las aves. El sentimiento de tristeza apareció de nuevo. Pero los oyó cantar. Por primera vez. Un ruiseñor reconoció al niño y se posó en su hombro. El ruiseñor vio lo que sucedía con Amor y se dejó tocar. Amor reconoció que era ese pájaro pequeño, café y sin gracia, tantas veces lo había visto que recordaba su forma, y ahora lo animaba con su bello canto. Porque el ruiseñor lo compadecía, lo quería. Amor lloró por dentro.
Caminó, era aún más tarde, y se topó con una gran placa, y en ella una inscripción. Gracias a tantos libros leídos, pudo reconocer con facilidad “La dama de oro”.
Una sensación de familiaridad llegó a él. Era aquella estatua dorada que tanto admiraba. Sintió que por fin encontró compasión, y abrazó a la estatua, para separarse bruscamente de ella. Era fría, y Amor no soportaba el frío, tanto que un día se propuso no sentirlo más. Ya era de noche, e inevitablemente sentía congelarse la nariz y las manos. Acurrucándose en el pasto húmedo, pensó que despertaría por la mañana congelado. Y lloró por dentro.
Volvió a soñar. La mañana era tibia. Nunca había prestado atención al calor que le proporcionaba su manta. Pero recordó que anoche se estaba enfriando. Tocó la manta, y sintió una pequeña nariz mojada. Su perro lo había mantenido caliente durante la noche. Otro sentimiento nuevo apareció, la gratitud. Abrazó algo verdaderamente suave, lo besó. Su corazón se llenó de alegría.
Aún no sentía el sol, no había pájaros cantando, era de madrugada. Gracias a esto pudo escuchar el grillar, creyendo que era el sonido que emitían las estrellas. Tantas cosas nuevas por descubrir que no sabía cuál era cuál.
Tomó agua sin reflejo, aunque creía que no tenía sabor, ahora sabía fresca.
Probó el sabor de todo lo que llevaba, no reconocía formas, solo chispas que saltaban por su paladar.
Había llorado tanto que se sentía limpio después de mucho tiempo.
El castillo estaba en frente, lo sentía. Con una gran sonrisa, llegó a él la sensación de felicidad que emanaba del ya nunca más lúgubre castillo.
Se alejó gritando gracias.
Y regresó a casa para ver el amanecer. No, mejor para sentirlo.
*El dibujo del encabezado fue hecho por la talentosa ilustradora Alejandra Juárez Ruiz , quien comienza a darse a conocer con divertidas caricaturas, fanarts y hermosos trabajos dignos de compartirse.
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