Los recuerdos de aquel gran árbol aún son nítidos. Esperaba el pequeño pichón a bajar usando sus propias alas.
Este enorme y magnífico árbol sería conocido por todas las aves del mundo, tarde o temprano. Pero sólo podían vivir en él los pájaros más especiales, aquellos que no pertenecían a la tierra y no podían volar por sus cielos.
Y entre la frondosa copa, en la esquina izquierda del gran árbol, vivían las palomas mensajeras. Ellas eran las únicas que podían convivir con los hombres, y su relación con ellos había durado tanto como el tiempo mismo.
Era aquí donde los pichones se entrenaban para llevar los mensajes que sólo llegaban cuando eran lanzados al aire. Y es así como las palomas tenían todo el conocimiento humano, pues se aprendían de memoria las palabras que los hombres creían murmurarse unos a otros, sin notar que ellas eran un importante intermediario.
Fascinado por el mundo humano, el pequeño pichón extendió sus alas y se arrojó al vacío.
Por primera vez, se sintió desligado del pesado árbol, lo vio como algo ajeno y lejano. Por fin pudo ver el sol pasar entre las hojas.
Y a pesar de que la copa se encontraba por encima de cualquier sueño, el pichón llegó a salvo hasta la base del grueso tronco.
¿A dónde iría? No importaba, mientras siguiera adelante. Tampoco podía volar aún.
Caminó por lugares que parecían conocidos, aquellos que admiró tanto desde lo más alto.
Se propuso acordarse de todo lo que le pareciera digno de ser recordado. Dio su primer bocado de comida en libertad. Las manzanas nunca habían sido tan dulces.

Llegó a un paraje donde todos los árboles eran enanos. No había nubes rondando sus copas, y vio que no era tan pequeño como pensaba.
Se sentó sobre la hierba verde y suave, y pensó en las magníficas historias que las hojas les habían enseñado a sus padres. Una en específico.
“Era un hombre hermoso, cuya vanidad era nula por no tener idea de lo bello fue. Hasta que vio un reflejo suyo, que fue para él como una luz que alumbró su realidad. Cualquier reflejo pudo ser de ayuda. Un espejo, el río cristalino, o una hermosa pintura”.
Pensó que esto era, para él, su propia luz de verdad. Una verdad de la que no querría escapar nunca.
Pasó tanto tiempo en este rincón del mundo, que decidió ir aún más lejos. A un sitio conocido, pero aún inexplorado por él.
En su camino, halló a dos niños. No podrían estar ni en sus doce primaveras, y ya iban tomados de la mano, pensando en el amor. El corazón del pichón se enterneció un poco, evocando inevitablemente a su propia causa de adoración.
Una carta extraviada cayó en sus alas cuando su padre no pudo entregarla. Era una carta de amor.
Quedó enamorado del joven que pretendía conquistar a una mujer, y que lo habría logrado de no ser porque el destino quiso negarle ese cariño. Se enteró que vivía en la villa más rica, donde verdaderas cruces de oro se alzaban por todos los caminos. Algún día iría allí, en cuanto supiera volar.
Caminos perfectos para recordar al ser amado. Y ahora todo lo que veía le recordaba a él.

En todo el trayecto, hubo dos gatitos muy juguetones. Trataron de tomar al pichón, que iba más que distraído. Seguro eso le sirvió para cuidarse cuando pudiera hacer de esos viajes algo cotidiano.
A pesar de estos infortunios, llegó por fin a su destino. Era el volcán más pequeño que jamás verá. Al lado, humanos haciendo tratos, vendiendo alimentos y adquiriendo esperanza. Una escena realmente pintoresca, fue como la describió. Su segundo bocado en libertad le supo a una tarde de domingo, aunque el jueves apenas pasaba por su momento de juventud.
Grabó en su memoria todo cuanto pudo, teniendo la certeza de que no olvidaría nada.
Pasó tanto tiempo allí, que cuando notó las raíces queriendo retenerlo, decidió que era hora de volver a casa. El hogar al que, no importa cuánto tiempo pasara fuera, siempre podría regresar.
El viaje de vuelta no pudo ser más nostálgico.
Ya en la base del gran árbol, se preguntó cómo subiría. La más rosa de las nubes se ofreció a llevarlo, cuando bajó su hermosa madre, la paloma blanca más pura, y lo tomó ella.
Lo había buscado tanto, entre sus pensamientos, en sus memorias. Incluso temía lo peor, encontrarlo entre sus pesadillas. Pero no fue así.
Sintió un alivio cuando lo vio al pie del árbol, y pensar que no había estado tan lejos de ella.
Ambos subieron para probar la comida más familiar que un pichón pudiera tener.

Nota:
Esa misma noche, cuando las estrellas eran la única luz visible, una paloma entregó al pichón la primera carta con dirección del gran árbol.
Ésta decía:
“Niña, lo que has hecho es una irresponsabilidad. ¿Y si te hubiese pasado algo?
No tengo forma de enterarme, y nadie hubiera sabido más de ti.
¡Oh, por favor! No lo tomes como un regaño. Tómalo como una forma de preocuparme por la persona que más quiero.
La próxima vez, iremos juntos. Cuidaré tus pasos, pero siempre iré a tu lado.
Con cariño, la causa de tu querer”.
*Las fotos de esta entrada fueron tomadas por mí, desde la perspectiva de un pichón.
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