Por Juan Carlos Báez*

Las nubes
El colosal monumento de la naturaleza,
al alcance de todos,
al deseo de todos.
Diáfano y dócil,
su mayor habilidad:
tomar formas hermosas,
sublimes, esculpirse en sí misma,
reinventarse.
Por las mañanas, alegre,
amarillenta y radiante,
nos protege de una estela
aún mayor para nosotros.
Por la tarde, embrutece,
nos muestra lo frágil que somos.
Se tiñe del color de la sangre,
imponente y temible.
Indefectiblemente,
su luz entristece,
es más débil que el resto,
y se torna azulada,
pronta a romperse.
Así, las nubes,
condición natural inalcanzable.
Se escapa de mis manos
al elevarme con ellas.
Las veo. Las veo
y lloro.

El recuerdo
El recuerdo es una vorágine sin fin
entallado y embarnecido con sangre,
cubierto por un cristal y sin acceso.
Cobra vida, adopta formas:
un puño gigante, que te golpea
contra tierra;
es pan y vino: un vino con sabor
a vinagre,
un pan duro y rancio, que deja
un sabor amargo.
Lo halamos como fardo infectado.
Hace ponzoña en la piel
cuando lo palpamos.
Activa sus espinas
si intentamos abrirlo;
hiere nuestras manos.
Suelta un líquido ácido
si volteamos a verlo;
enceguece nuestros ojos.
Acudimos a él y somos vituperados.
Su consuelo vano nos embriaga,
y caminamos trastabillando,
torpes y errantes.
I

Cómo quisiera sentir la brisa
en mis mejillas de la primavera impía,
pero consigo tan sólo
el amargo polvo del otoño.
*Juan Carlos Baez.
Estudiante de la facultad de filosofía y letras (ffyl) de la BUAP.
Sitio: https://spacepricks.wordpress.com
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