El sol se levantó por encima del mar, un viento húmedo soplaba por toda la costa. No dejaba de iluminar la claridad del cielo ámbar mientras se escuchaba el choque del oleaje contra la costa, una y otra vez.
Andaba en pasos cortos y sin rumbo; giraba la cabeza a todas partes, pero sus brazos caídos buscaban incesantemente dónde apoyarse. Se dejó caer, bruscamente, en la fría y áspera arena que envolvía sus pies; cerró los ojos, y respiró profundamente.
La brisa del mar llegaba para acariciar su rostro, y los cálidos rayos del sol envolvían su cuerpo en un gesto de compasión. Su mente estaba cegada por una melancolía desgarradora, y su origen se encontraba en la duda de un oscuro e inmenso vacío atormentador, ahí, donde surgen los pensamientos más íntimos del ser, y se aprisionan para siempre.
Se levantó repentinamente entre la angustia y la desesperación. Deseaba recordar algo, un motivo por el cual sentir esa cruel nostalgia que lo envenenaba lentamente por dentro, algún pasado por el cual llorar o que anhelar; pero no había nada, sólo esa densa oscuridad de la soledad, del sin propósito que parecía rodearlo. El aire se volvía frío y profundo, las aves anunciaban su partida con rumbo hacia un mejor hogar, un lugar inexistente en este mundo del pensamiento.
El día parecía no acabar, y se dibujaba una sonrisa con el tiempo. Cautivo en este lugar tan desolado, sin un antes y con el después incierto. Fue arrojado a las fauces de una bestia insaciable, dueña de los paisajes más divinos y los más temibles. Condenado a vivir su tormento infinitas veces: día tras día, noche tras noche; persistiendo en la memoria.
Se detuvo un momento, cuando el sol yacía dentro del mar. Pensaba en ese inexistente pasado que lo atormentaba, el maldito olvido que parecía sofocar su alma e interponerse con su final; tanto tiempo atrapado en aquella isla desolada, imaginando y creando la historia que le diera explicación a una existencia. Miró sus manos, y dejó la pluma sobre la marea alta que devoraba la costa.