José Emilio Pacheco (1939-2014) fue uno de los narradores mexicanos más prolíficos de la segunda mitad del siglo XX. Es autor de novelas emblemáticas como Las batallas en el desierto y Morirás lejos así como tres libros de cuento y varios de poesía. Este sitio le rinde un homenaje a 5 años de su muerte. Las entradas ya disponibles pueden consultarse aquí: Edición especial José Emilio Pacheco. Agradecemos a Pascual Borzelli Iglesias y a Regelio Cuéllar por el material gráfico.
El libro se puede conseguir dando clic en la imagen:

José Emilio Pacheco*
BORGES EN 1973

Hace seis años, cuando ya Borges disfrutaba o padecía del mayor prestigio y más universal reconocimiento que ha tenido nunca un artista de nuestro idioma posterior a Cervantes, cuando ya su carrera se daba por terminada y nadie esperaba que nuevos libros se añadieran al canon, Borges tuvo el valor de arriesgarse y emprender una última etapa a la que debemos Elogio de la sombra, El informe de Brodie, El oro de los tigres y El libro de arena (marzo de 1975) que Juan Tovar reseñó en el pasado Diorama.
Al mismo tiempo Borges se ha convertido en un escritor de la lengua inglesa mediante la reescritura –más que la simple traducción– de sus libros clásicos, publicados entre 1941 y 1952. El Borges de los últimos tiempos ha abandonado, en los dos idiomas que le son íntimos, “las sorpresas inherentes al estilo barroco”. La publicación del libro de sus Prólogos (Torres Agüero Editor) y de Borges y el cine, estudio y compilación de Edgardo Cozarinsky (Editorial Sur) coinciden con El libro de arena y permiten ver las diferencias y similitudes entre el Borges de los cuarentas y el Borges de 1975. Entre uno y otro hay un hecho crucial: la pérdida de la capacidad de leer y escribir con sus propios ojos, si se permite el pleonasmo, la casi absoluta ceguera en que el progreso de su miopía desembocó en 1955, hace justamente veinte años.
Para que tuviéramos plena conciencia de lo que ello ha significado en la vida y la obra de Borges, quizá era preciso esperar la entrevista que hace algunas semanas Jean-Paul Sartre concedió a Michel Contat para Le Nouvel Observateur. Sartre considera su profesión de escritor completamente arruinada al verse privado de sus capacidades de leer y escribir, despojo que le quita toda razón a su existencia. Sartre considera que el estilo es en primer término la manera de decir tres o cuatro cosas en una, lo que no excluye la sencillez, al contrario. Ese estilo, que muchos jóvenes de hoy desprecian, le está prohibido desde ahora a Sartre. Al volverse imposible la escritura, se suprime para él la auténtica actividad del pensamiento. La manera literaria de exponer una idea o una realidad exige correcciones: Sartre ya no puede corregir porque es incapaz de releerse. Hay una diferencia enorme entre redactar y dictar. Sartre está convencido de que si dictara no conseguiría nada semejante a lo que fueron los trabajos escritos y reescritos por su pluma.
El caso de Borges se vuelve aún más asombroso si se toma en cuenta que Sartre es un expositor oral brillante y fluido, mientras que aquél –a pesar de su resplandor incomparable en la página o por este mismo– se expresa tímidamente y con indecible dificultad, excepto cuando se encuentra entre amigos.
Borges decidió seguir adelante, componer en silencio, preparar borradores mentales, memorizarlos y no proceder a dictarlos hasta que no estén acabados y pulidos. Como recurso mnemotécnico volvió al poema rimado y a la prosa breve. Tras quince años de entrenamiento pudo hacer de nuevo cuentos en español e inglés y la mejor versión de Walt Whitman con que cuenta el orbe castellano.
Borges no se hace ilusiones. Sabe que a los setenta y cinco años y en su estado no puede competir con el Borges de El Aleph: “No puedo prometer ni prometerme sino esas pocas variaciones parciales que son, según se sabe, el recurso clásico de la irreparable monotonía […]. Escribo para mí, para los amigos y para atenuar el paso del tiempo”, dice abiertamente en El libro de arena. No obstante, si este libro careciera de otro valor quedaría en pie su justificación como auténtico “discurso del estilo”. Hay, como es natural, cuentos mejores que otros. No existe en cambio ninguna página fallida. Todas son un modelo de precisión, de sencillez y de equilibrio como muy pocas veces se ha alcanzado en la prosa española y en la prosa de cualquier idioma.
Para quienes encuentren “sentimentales” estas razones –como si la literatura no estuviera hecha por personas concretas para gente concreta– y prefieran quedarse con el Borges de hace treinta años, existe la ya inesperada maravilla de un libro nuevo compuesto en su mayor parte por aquel Borges: la reunión de sus Prólogos.
Hace cuatro años Borges declinó el ofrecimiento de dos autores mexicanos dispuestos a recopilar los textos que ha puesto al frente de los libros ajenos, textos que nada tienen en común con esa tediosa y prescindible excrecencia del compromiso amistoso, la necesidad económica o la competencia académica a la que llamamos prólogo. Es de agradecerse que Borges haya cambiado de opinión y decidido compilar a solas este volumen.
Una de las características más revolucionarias para las letras en este escritor que se ostenta reaccionario con la misma impetuosidad e insolencia del joven ultraísta que él mismo fue hace cincuenta años es haber dinamitado las fronteras escolares entre los géneros. Hay cuentos que son ensayos, críticas narrativas, versos ensayísticos, poemas que son relatos, cuentos que de lleno pertenecen a la poesía. Nada tan lejos de Borges como aspirar a una crítica que no sea otra de las formas del arte. Los Prólogos, igual que Otras inquisiciones, presentan al artista como crítico y al crítico como artista.
Aquí también el lugar común está desterrado de sus páginas. En estos prólogos que no son ni quieren ser ciencia literaria sino ensayos, planteamientos de un “yo” que se enfrenta al mundo, que contempla lo histórico, las manifestaciones del espíritu objetivo, la cultura, como si fueran naturaleza (tal es la definición lukacsiana que dio T. W. Adorno del ensayo como forma), Borges siempre tiene algo nuevo, inquietante, lúcido y revelador que decirnos, aunque el objeto de su reflexión sea tan transitado como Shakespeare, Cervantes o el Martín Fierro. La mayor parte de sus prólogos tratan en efecto de la literatura argentina (Sarmiento, Almafuerte, Ascasubi, Carriego, Del Campo, Macedonio Fernández, Gerchunoff). Abundan ingleses y estadounidenses (de Gibbon a Bradbury, de Henry James a Olaf Stapledon). Y sólo hay dos españoles (Quevedo y Cervantes) y dos franceses (Marcel Schwob y Paul Valéry). Algunos de estos prólogos, como el de la La invención de Morel y Prosa y verso de Quevedo, figuraban desde hace mucho en la reserva del Borges clásico. Otros, no menos excelentes, pertenecen al Ur-Borges (como se habla de un Ur-Faustus) y al Borges post-“Borges”, si las comillas pueden ser elocuentes.
Inmensas extensiones de bosques han sido arrasadas para nutrir la industria académica del comentario borgesiano, género floreciente en Estados Unidos. Los libros se cuentan ya por docenas; los ensayos, artículos, monografías, tesis y exposiciones, por millares. Con todo, el de Edgardo Cozarinsky es el primer libro acerca de Borges y el cine. Será probablemente el último porque todo queda dicho e investigado, con ejemplar concisión, gracias a este cineasta, escritor y traductor argentino. Para comenzar Cozarinsky desempolva las reseñas cinematográficas que Borges publicó en Sur entre 1931 y 1945. Algunas llenas de aciertos precursores, otras absolutamente despistadas como la que dedica a demoler Citizen Kane, la obra maestra de Orson Welles (y del olvidado Herman J. Mankiewicz pues, como demostró Pauline Kael en Raising Kane, el guion es íntegramente de Mankiewicz, lo que en nada disminuye –como es obvio– el mérito del director e intérprete de Kane). Por otra parte, la falibilidad de Borges lo humaniza, y su sagacidad lo hizo excluir esta nota de las reseñas que agregó a Discusión en 1957.
Cozarinsky no se limita al rescate: analiza los recursos que Borges ha tomado del cine para la puesta en escena verbal de sus cuentos; recorre las aventuras cinematográficas de Borges: como guionista (acompañado por Bioy), como cita obligada en los textos de la crítica francesa y británica, como presencia en las películas de Godard, Benayoun, Resnais, Allio; como “doble” de Mick Jagger en Performance; como autor adaptado por Torre Nilsson, René Mugica, Hugo Santiago, Alain Magrou y Bernardo Bertolucci (La strategia del ragno). Modesto hasta la insignificancia en su aspecto físico y –como El libro de arena– brutalmente encarecido por la inflación y por las maniobras de nuestro gobierno que pretende dejarnos sin otros libros que los mexicanos, la obra de Cozarinsky es ya un texto de consulta indispensable.
GARCÍA MÁRQUEZ EN 1958

A fines de 1957, Plinio Apuleyo Mendoza fue nombrado director de la revista Momento y escribió a su amigo Gabriel García Márquez para contratarlo y pagarle el viaje de Londres a Caracas. A la semana de su llegada García Márquez presenció la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez. Tuvo la idea de escribir una novela sobre las dictaduras hispanoamericanas, proyecto que iba a darnos en este 1975 El otoño del patriarca.
1958 fue un año importante para el escritor. Se casó, publicó en Mito de Bogotá El coronel no tiene quien le escriba e hizo la mayor parte de los cuentos reunidos en Los funerales de la Mamá Grande que Sergio Galindo editó en Xalapa en 1962.
Su etapa como redactor de Momento, que se volvió la publicación más leída de Venezuela, terminó cuando García Márquez y Mendoza se negaron a escribir una excusa dirigida por el dueño de la revista a Richard Nixon vicepresidente, quien acababa de ser escupido y apedreado por los estudiantes venezolanos.
Nadie se imaginaba entonces que Momento pasaría a la historia literaria como aquel otro periódico de Caracas, La opinión nacional, en que José Martí publicó su Sección constante en 1881 y 1882. Al parecer, Momento fue un news magazine en el estilo de Time, manera que, como tantas otras cosas, Salvador Novo asimiló a nuestra lengua ya en 1937.
Entre los agobios de la celebridad, García Márquez hoy recuerda con aguda nostalgia aquellos tiempos. Antes que resolviera no volver al periodismo mientras no caiga Pinochet, permitió la publicación de un reportaje anterior, Relato de un náufrago (1970), y ahora de algunas crónicas de Momento, aparecidas con el título de Cuando era feliz e indocumentado (Rotativa, Plaza y Janés). Esto es una suposición basada en la unidad estilística, temática y temporal de las piezas que componen el libro: no hay en él prólogo ni indicación alguna acerca de su procedencia hemerográfica. Los reportajes tampoco aparecen en la bibliografía con que Mario Vargas Llosa cerró García Márquez: Historia de un deicidio (1971), obra a la que debemos la información anterior.

Cuando era feliz e indocumentado es el by-line de García Márquez, semejante a aquel que en 1967 antologó los trabajos periodísticos de Ernest Hemingway; Momento representa para el nuestro lo que fue para el otro The Toronto Star en el comienzo de una carrera. Tal vez en este caso no hubo by-line (la línea del “por”, esto es, aquella en que aparece la firma). Acaso los reportajes se publicaron anónimamente. No son new journalism porque la personalidad del autor no interfiere jamás en el desarrollo del relato.
Periodismo y novela son los hijos pródigos de la invención de la imprenta y de la revolución burguesa en el mundo feudal. Nacieron juntos y sus caminos sólo se han separado para volver a unirse. En García Márquez ni uno ni otro quieren ser teoría, comentario, opinión ni lirismo sino narrativa, relato, metamorfosis de hechos en palabras. La única diferencia consiste en que a veces los hechos son inventados, y entonces hace cuentos y novelas, y a veces son reales, y entonces hace reportajes.

En Cuando era feliz e indocumentado hay un vivo resumen de lo que fue 1957 (el año en que el segundo Spútnik dio la primera vuelta alrededor de la Tierra), una relación de las prisiones y escapatorias del político argentino Patricio Kelly, un informe sobre la actividad precursora del clero venezolano que contribuyó decisivamente al derrocamiento de Pérez Jiménez; un recuento de la vuelta al país de los exiliados Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Gustavo Machado y Jóvito Villalba, “la generación de los perseguidos”. Otros textos refieren las actividades represivas de la dictadura, los problemas de los inmigrantes italianos en Venezuela, la aparición de la mafia en ese país, las elecciones del 58 en Colombia (se había derrumbado el también “patriarca” Gustavo Rojas Pinilla), la salvación casi cinematográfica de un niño inficionado por un perro rabioso. Hay una evocación de Fidel Castro visto por su hermana Emma y, sobre todo, un relato magistral (y una advertencia aterradora para el DF) del día en que Caracas se quedó sin agua, narración que puede figurar dignamente entre los cuentos de Los funerales o de Eréndira.
Acaso García Márquez fue feliz, pero no estuvo nunca indocumentado.
3 de agosto de 1975
Cortesía de Ediciones ERA. Derechos Reservados.
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