Omar Delgado*
Un paseo por “Batallas en el Desierto” de José Emilio Pacheco
¿Cuándo un niño empieza a convertirse en hombre? Podría afirmarse que el momento justo no es cuando comienza a salir el vello corporal, ni cuando se escapa el primer “gallo” a la hora de hablar, ni mucho menos cuando se descubre que el orgasmo autoinducido es uno de los placeres que los dioses regalaron al género humano. El momento preciso es cuando ese niño, que unos momentos antes jugaba con carritos y pateaba balones en la calle, se da cuenta del territorio húmedo y cálido que se anida en el cuerpo de otro ser humano.

Para Carlitos, protagonista de Las batallas en el Desierto, obra capital de José Emilio Pacheco, ese otro lo representó Mariana, la madre de Jim, su amigo de la escuela. Mariana, a quien el novelista apenas si describe, se transforma de repente en el todo, en los labios que emborracharán la conciencia, en la piel que con su calor desprenderá finalmente la costra de la infancia, en las palabras quedas que intoxicaran el alma. En su obra, Pacheco explora ese instante en que todo cambia, cuando se deja el territorio seguro de los juegos y se aspira a la totalidad de fundirse en el otro. Es este un cambio que, sencillo, casi imperceptible, es el inicio de las más grandes epopeyas y los más profundos sinsabores de la vida.
¿Qué tenía de especial Mariana? Quizá para otros, poco más que una cara bonita y unas caderas redondas, pero para Carlitos, quien cuenta su historia desde una edad adulta melancólica y gris, representa la suma de la madre y la amada, aquella que se encuentra en la frontera de lo venerable y lo erótico. Mariana es ese cosquilleo primero que sentimos muchos al contemplar una cintura tenue, unos senos retadores o un cabello que parece unido en matrimonio con el viento; ese perfume, mezclado con el aroma sutil del sudor, ese rozar de la seda de un vestido, ese taconear en la loza del pasillo, esa suma de maravillas y miserias que representa el primer amor… O quizá, la suma de todos los amores.

Las Batallas en el Desierto, en su aparente sencillez, devela uno de los grandes misterios del mundo, uno que se vive lo mismo en las estepas Siberianas que en las ciudades de Europa. Mariana no es una muchacha, pues su fineza, su seguridad, sus manos que lo mismo consuelan un corazón roto que preparan flying sources, son algo incomprensible para Carlitos, algo que él no encuentra en sus hermanas mayores. Tampoco es una madre tal y como la concibe, pues conserva el frescor de la primavera, a diferencia de la madre de Carlitos, matrona del bajío, orgullosa de sus raíces cristeras y de rosario en el cuello, y tampoco es la madre de Rosales, mujer que a pesar de su juventud –es casi de la misma edad que Mariana–, parece una pila de escombros gracias a la pobreza y las preocupaciones. Mariana es, para Carlitos, casi tan exótica como las vedettes que el chico admira furtivamente en las revistas de la peluquería, aunque con una salvedad: es un sueño que le habla y le sonríe.
Mariana es también mucho más que esa imagen espectral del primer amor que cualquier persona carga en el transcurso de su vida, también es un elemento que contrapuntea el entorno del niño, que cuestiona su realidad entera. Madre soltera, amante de un político del alemanismo, emigrante de ese Shangri La que representan los Estados Unidos para la clase media mexicana, es todo un desafío en su propia existencia. Libre, pero al mismo tiempo, trofeo del poderoso macho; voluptuosa y a la vez comprensiva, es la única, entre todos los que rodean a Carlitos, del sufrimiento del amor no correspondido. Por eso, al declararle su amor, ella responde con la calidez que se le tiene al que se hiere sin querer. Un beso, un rastro de perfume, una mirada, es lo único que se lleva el niño luego de vaciar su corazón.
El amor natural, irremediable, que Mariana provoca en Carlitos resulta anómalo, enfermizo, pecaminoso para el entorno del niño. Para su hermano, porro de las derechas y vago de profesión, es la sublimación de sus propias ansias; para la madre es el mordisco del fruto del pecado, el primer escalón de la escalera al infierno; para los psicólogos que tratan al niño, no es sino un elemento patológico que pueden analizar con la delicadeza de quien destripa una rana. Quizá el confesor de Carlitos, en un desliz no exento de ironía, es el único que comprende en realidad el efecto de Mariana en el niño; tal vez por ello, quizá en un acceso de piedad, le devela los secretos de la masturbación… Quizá.

¿Por qué Mariana tenía que morir? Quizá debido a que era un ave demasiado sutil, un ser de plena belleza que se rebeló con su sacrificio a la suciedad del mundo, dejando un hijo devastado y un amor perdido. Años después, Carlitos, ya un adulto, nos habla de su desesperación al buscarla, de su dolor al constatar que, de aquel divino rostro, sólo queda la imagen en su memoria; únicamente ecos en el edificio de departamento, puertas que se cierran de golpe, amnesias inducidas, vacío. Porque, como magistralmente nos lo narra Jose Emilio, el amor no es sino un desfile de fantasmas que tratamos, inútilmente, de alcanzar.
Y finalmente nos devela que, nos pese o no, todos padecemos gozosamente a nuestra Mariana propia.

*Omar Delgado(Ciudad de México. 1975). Escritor. Ha publicado los libros De mujeres… ¿mujeres y traiciones? (2014), Hasburgo (2017), Donde no hay Dios (2017). Tiene un diplomado en Literatura Fantástica por la Universidad del Claustro de Sor Juana.
Fue ganador del VIII Premio Internacional de Narrativa Siglo XXI-UNAM-Colsin 2010.
1 comentario en “Elogio para Mariana”
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