Eusebio Ruvalcaba | Adelanto editorial | Cortesía: diariocultural.mx
Nitro-Press nos comparte un adelanto editorial de la novela Desde la Tersa noche
Eusebio Ruvalcaba (1951-2017) fue uno de los escritores más prolíficos de México. Entre sus libros destacan Un hilito de sangre, Desde la tersa noche, Todos tenemos pensamientos asesinos, Una cerveza de nombre derrota, entre otros. Este sitio le rinde una Edición Especial con motivo de reunir las palabras de varios de los escritores que más frecuentaron su obra y su persona.
Conforme se publiquen los textos podrán consultarse los enlaces en Edición Espcecial Eusebio Ruvalcaba (clic).
Agradecemos la generosidad y el interés de los autores convocados.
Eusebio Ruvalcaba escribió al rededor de 40 libros en su vida. Todas con una calidad literaria incuestionable, sin embargo, le gustaba publicar lo mismo en editoriales prestigiosas que en pequeñas o universitarias, muchas ya desaparecidas. Es por eso que al día de hoy varios de sus libros son inconseguibles. Dos de sus libros más reconocidos y fácilmente encontrables son Un hilito de sangre, novela con la que ganó el premio Agustín Yañez 1991 y Desde la tersa noche, actualmente publicada por Nitro Press en su colección Punto de Quiebre, que alberga obras que fueron un parteaguas en la literatura.
Agradecemos la generosidad de la editorial por concedernos el segundo capítulo para publicarlo. En especial a su Director Editorial Mauricio Bares.
El libro puede conseguirse dando clic en la siguiente imagen:

CAPÍTULO II
Eusebio Ruvalcaba*
El box. Ése era el deporte que le fascinaba a Bárbara. Me exigía que la llevara a la arena, nada importaba quién fuera contra quién. Las peleas la ponían cachonda. Subía una pierna arriba de la mía y la columpiaba. Siempre llevaba faldas lo suficientemente cortas y medias que se ajustaban en el muslo. De pronto se ponía de pie para gritarle al boxeador apaleado que no se dejara, que no fuera cobarde, que se levantara. También a gritos llamaba al vendedor de cerveza. Cuando empezábamos a notar la mirada insistente de alguno que estuviera cerca, me besaba y metía su lengua en mi boca, y de ahí en adelante ya no le paraba la calentura. Yo entonces fingía tener la vejiga llena y me paraba al baño. Cuando regresaba, ya el individuo estaba junto a Bárbara; algunos se retiraban al momento de avistarme, otros, los menos, esgrimían cualquier excusa para justificar su presencia y quedarse allí. Con ellos, con ésos, terminábamos haciendo el amor.
—Tú deberías ser rico —me dijo Elena. Muy pronto había pasado el alivio de los churros y el café con leche y ahora mi estómago había iniciado sus movimientos convulsos. Una birria no caería mal, comentó Elena, y nos dirigimos al mercado. Estábamos a unas cuadras de López y Arcos de Belén, todo quedaba tan cerca en el centro. El Táimex no quiso venir con nosotros. Luego de vernos hacer el amor se había apoderado de él una pesadez insoportable—. Ustedes cogen y a mí me da sueño —dijo.
—Y yo sé cómo podrías ser rico…
Ya no lo era, pero lo había sido; de lo contrario jamás habría podido tener un automóvil arreglado para correr. Claro está que no se trataba de uncoche de carreras propiamente dicho sino de un turismo, pero aun así llevaba encima suficiente equipo como para levantar un pequeño negocio, porque así ven los organizadores a los automóviles —más que a los pilotos— que promueven: como una inversión, y no a tan largo plazo, pues siempre había el riesgo de que chofer y vehículo terminaran hechos caca. Por suerte, nadie me promovía a mí.
Pensándolo bien, si no hubiera habido dinero en casa tampoco habría podido hacer la carrera de violinista; cuando menos en mi caso. Sé de muchos que ni siquiera han ido al Conservatorio, o algunos otros que han trabajado y estudiado simultáneamente. Yo no, o me dedicaba a una cosa o me dedicaba a la otra. ¿Por qué no dejas una de las dos carreras?, me preguntaba mi padre. Y mi madre agregaba: que deje los coches, que deje los coches por amor de Dios. Pero es que yo sentía que para pilotear un auto de 350 caballos de fuerza y para tocar como un maestro se necesitaba idéntica precisión, reflejos, oído, resolución de dificultades antes de que se presentaran. Digo, entonces, que para mí correr no significaba trabajar, sino un complemento del estudio violinístico; o al revés, tocar nosignificaba trabajar, sino un complemento del virtuosismo automovilístico.
—No solamente rico, podrías ser multimillonario…
Hubo una época en que incluso sobró dinero para malgastarlo. Restaurantes de lujo todos los fines de semana —mi padre decía: es el único lujo que nos podemos dar, lo único que está a nuestro alcance—, vestidos finos y alhajas para mi madre, remodelaciones a la casa, viajes imprevistos. Aunque no viviéramos en las Lomas ni en el penthousede un edificio en Polanco, nunca de los nuncas padecimos ninguna estrechez. Nuestra casa era pequeña y muy acogedora, en la avenida Mazatlán 85. El camellón de la avenida lo consideraba algo así como mi parque privado. De niño jugaba fútbol todas las tardes, y de adolescente utilizaba los árboles como los sitios perfectos para hurgar tras las faldas femeninas.
Hasta mis veinte años —un poco más, un poco menos— viví esta situación. Hasta que el castillo de arena se desmoronó. Pobre de mi padre: había venido perdiéndolo todo, sosteniéndolo con alfileres, de tal manera que si hubiera vivido un poco más, nos habríamos dado cuenta de que estábamos pisando sobre espuma. A una semana escasa de muerto mi padre no hubo más: ni aun vendiendo joyas, automóvil y vajillas, pudimos salvar la casa, que mi padre había hipotecado para pagar deudas de juego. Cuando fuimos a la refaccionaria para ver en qué estado se encontraba, la respuesta nos dejó paralizados: hacía mucho que mi padre no era más el dueño sino un simple empleado. El actual propietario ni siquiera quiso recibirnos y los antiguos trabajadores —algunos que mi propio padre había contratado— nos aconsejaron que mejor nos marcháramos, que no había nada más que hacer ahí. Desde luego que mi madre lo tomó como algo personal, jamás pudo perdonar a mi padre. Verse en la calle de la noche a la mañana terminó por trastornarla.
—¿Qué me vas a sugerir? ¿Acaso tienes el número secreto de Melate o algo así?
—No, pero conozco a un hombre que tiene guardados doscientos mil pesos bajo su cama. Un hombre que vive solo y que se pudrirá can esa fortuna, con ese dinero que podríamos ahorrar o dilapidar en un solo día.
—¿Quién es ese hombre?
—Mi tío. Se llama Raúl Villaseñor González.
Algo me recordó que estábamos en un 25 de diciembre, si mal no recuerdo, un día dedicado al Señor. No tuve más remedio que reírme: un buen día para planear un robo. Aunque yo no necesitaba los doscientos mil.
Elena se veía hermosa bajo el sol de invierno. Eran las doce del día y había una claridad inusitada, como si todo brillara más. Justo ésos eran mis días predilectos: ni demasiado fríos ni cálidos, menos aún polvosos. Apenas unos cuantos automóviles cruzaban por las calles a esa hora. Era un día de asueto, y si acaso se abandonaba el hogar la única justificación posible era visitar otro hogar.
Así me correspondió comer con Bárbara aquel 25 de diciembre. No era yo precisamente del agrado de su padre, un burócrata cuya especialidad era revisar los videocasetes que se ponían a la venta, un individuo plano, sin misterio ni matices, cuyo único mérito era haber traído al mundo a una mujer como Bárbara. Su modo de ser me aturdía: obligaba a todos sus invitados a orar antes de comer. Aquella comida del 25 hizo un recuento de las diez últimas películas a las cuales les había cambiado el título por considerar el original insulso o atrevido, o bien había prohibido que circularan por parecerle pornográficas. A mí se me atragantaba la comida, y pensaba: el mejor modo de replicarle sus pendejadas a este imbécil es cogiéndome a su hija, cosa que hago por demás gustoso.
Llegamos al puesto de la señora Consuelo, una mujer que me habría gustado tener por mamá. Siempre me regañaba por lo mal que comía y el desorden que privaba en mi vida, pero me fiaba cuando no llevaba dinero. Los días que acostumbraba pasar preparaba un guisado de mi preferencia y ya iba por el segundo suéter que me tejía.
—Doña Consuelo —le dije—, le presento a Elena, mi prometida.
No se lo hubiera dicho dos veces. Salió del puesto y besó a Elena como si efectivamente fuera mi madre, o mejor dicho, como si efectivamente ella fuera su nuera. Llamó a varias cocineras vecinas y les comunicó la nueva: que yo estaba en vías de casarme y por fin sentar cabeza. Y cosa curiosa, la idea no me sonó descabellada. Me vi viviendo al lado de Elena y descubrí en ella la esposa que todo hombre desearía. No tenía más que unas cuantas horas de conocerla, pero ese argumento sonó a mis oídos como una música maravillosa.
Comimos como reyes. Doña Consuelo nos preguntó cuándo sería la boda y Elena sacó un calendario y se adelantó: el sábado once de enero, si conseguimos quién nos case. Yo me encargo, repuso doña Consuelo. Y dijo algo que yo desconocía: tengo un hermano sacerdote que oficia en San Juan del Río, y me dejo de llamar Consuelo si no los casa, señorita.
—Háblame de tu tío —le dije a Elena, cuando doña Consuelo se dedicó a atender a otros clientes. Me enteré que Raúl Villaseñor González era su tío por el lado materno, y ni siquiera en primer grado. Que había acumulado su fortuna a través del agiotismo y de ser propietario de una vecindad gigante, en la cual tenía más de cincuenta inquilinos. Que esos doscientos mil pesos no eran más que parte de su dinero, pues el resto efectivamente lo tenía depositado en el banco.
—¿Y cómo guarda tanto en su casa, no sabe a lo que se expone?
—Por supuesto que lo sabe —aclaró Elena—, por eso no tiene todo su dinero consigo. Mira, va y viene al banco todos los días. La gente lo ve y supone que no carga arriba de unos cuantos pesos. Su fama de tacaño y avaro le ha dado como una aureola de seguridad, para qué lo vamos a asaltar si no lleva dinero encima, se dice la gente. No me consta, pero como si me constara, que en la base de su cama oculta doscientos mil pesos. Doscientos, para cubrir cualquier emergencia, se lo dijo a mi madre y mi madre me lo dijo a mí.
—Entonces es peligroso —la detuve—, porque si lo robamos tu madre va a saber que fuiste tú. Es lo primero que se le va a ocurrir.
—Mi madre está muerta, así que por ahí no hay ningún riesgo.
La muerte. Qué lejano era para mí ese concepto. Hasta que mi padre murió, no tenía yo la menor idea de lo que significaba. Simple y llanamente una palabra como cualquier otra, sin ningún trasfondo ni contenido, nada. Como decir nada. Pero ver a mi padre ahí tendido, en su féretro, con mujeres arrodilladas a su alrededor, rezando jaculatorias incomprensibles, verlo ahí, ya tan lejos de mí, pensar que de ahí en adelante no habría nadie más que se rompiera la madre por mí, que aunque fuera su cadáver ésas eran las últimas horas que lo podría contemplar, me hizo comprender el significado de la muerte, no la palabra, sino el hecho. Un par de años después, cuando sobrevino la muerte de mi madre, aún me faltaba bastante por aprender… y yo que pensaba que nadie podría darme lecciones de vida.
Bárbara entendía la muerte muy a su manera, pero ahora, a la distancia, me doy cuenta que la suya era una inteligencia excepcional. Estaba yo en un rincón cuando se me acercó, durante el velorio de mi padre. Todos charlaban como si se tratara del entreacto de una obra de teatro. Hacia donde volteara veía a la gente conversando; algunos tenían la desfachatez de reír. Odié a todos. Especialmente a mi madre. Deseé matarla por no guardar silencio, por no respetar la memoria de mi padre. Me iba hacia un lado y me iba hacia otro. Pero había palabras clave, que yo identificaba, que mis oídos capturaban al azar, como una telaraña a los insectos. Palabras como juego, apuesta, tahúr, deudas, fortuna. Cada vez estaba más intranquilo, y me comía mis lágrimas porque no quería que esa estúpida gente me viera llorar. Entonces se me acercó Bárbara y me llevó al elevador. Supuse que querría cenar o algo parecido. Pero oprimió el botón de stop y el elevador selló sus puertas. Se levantó la falda y contemplé su maravilloso sexo, que se ofrecía como el oro para el gambusino. Hicimos el amor en lo que duran dos padrenuestros y un avemaría.
—Pero entonces, ¿tu mamá murió hace poco?
Elena me miró sin parpadear. Sus labios se movieron pausadamente, como si decir cada sílaba, cada letra, les costara un gran dolor. Y percibí en su aliento el olor de la muerte.
—Murió hace una semana —dijo.
* * *
Decirle que lo sentía eran palabras vacías. La tomé de la mano y me la llevé de ahí. Caminamos en silencio hasta la Alameda. Quedaban las huellas de la fiesta de la víspera, confeti y serpentinas, algunos globos por ahí. El sol lastimaba más que nunca. Nos sentamos en una banca, frente a la avenida Juárez. Y le pregunté:
—¿Por qué odias a tu tío?
—Porque si me hubiera dado dinero, y nodigo regalado sino prestado, mi mamá ahorita estaría viva. ¿Te das cuenta a lo que puede conducir la avaricia? ¿Te das cuenta?
Con las yemas de los dedos limpié sus ojos.
—¿Se lo pediste? —le pregunté, mientras la jalaba hacia mí.
—Por supuesto que se lo pedí. Le rogué, después de todo era su media hermana, pero me dijo que no tenía, que no tenía tres mil pesos para curar a mi mamá. Que además estaba enterado de mi trabajo y que así menos me iba a prestar el dinero. Cuando se lo conté a mi mamá, fue cuando me confesó lo de los doscientos mil. Pero ya era demasiado tarde. Mi mamá murió esa misma noche.
Intuí que había más razones para ese odio, pero no quise forzar a Elena. Insistir siempre era un riesgo, podría alejarla y eso sí no iba a permitirlo. Preferí que las cosas se fueran dando naturalmente. Después de todo, la paciencia era mi principal virtud. Algo que aprendí al volante.
Parecería a la inversa. Cualquiera diría que no hay tipo más impaciente que un piloto de carreras. Pero es todo lo contrario. El automovilista necesita controlarse y no dejarse dominar por sus nervios, por la desesperación, porque en ese momento es hombre muerto. Lo mismo ocurre con el violín, cuando la impaciencia hace presa del virtuoso, justo en ese instante tiembla el arco o se desafina. Y de eso no se salvan ni los grandes. Quizá la paciencia la había aprendido al violín y no al volante. Qué más daba, de cualquier modo.
* * *
Bárbara se veía espléndida de luto. Cuando descubrimos que mi padre había muerto durmiendo, plácidamente y quizá soñando con su juventud, a la primera persona que llamé fue a Bárbara. Inclusive antes que al doctor —seguramente porque yo estaba convencido de que mi padre había muerto. Llegó en una hora. Cuando hizo su aparición perdí el habla. Juro por Dios que nunca la había visto tan bella, tan deseable. Ella me dio el pésame, se lo dio a mi madre, y tomó cartas en el asunto. Quiero decir, que empezó a hacerse cargo de todo: desde llamar a las funerarias hasta localizar los papeles del panteón. La vi hablar por teléfono, hurgar en el archivo familiar, preparar café y, junto con una tía que se presentó descompuesta en llanto, vestir a mi padre.
De vez en cuando Elena suspiraba como los niños cuando se recuperan de un regaño. Parecía que por fin el aire llenaba sus pulmones. Llevábamos cuadras sin soltarnos de las manos.
—¿En dónde vive tu tío? ¿Cuántos años tiene? ¿Está enfermo? Háblame más de él.
—Pues tiene setenta y ocho, no creo que llegue a los ochenta. Y vive en Tlalpan, aunque su vecindad y la gente a la que le presta están en la Doctores. Nada más imagínate, diario echa el viaje de Tlalpan a la Doctores. Toma pesera y metro, es tan avaro que ni siquiera ha querido gastar en un coche. Se cree un hombre de negocios, aunque de negocios del siglo pasado. Se mueve con su portafolios ya todo desgastado, de ésos que traen los cobradores de puerta en puerta. Nunca viaja con el dinero, tampoco es tonto. A las tres de la tarde en punto lo puedes ver entrando al banco, a depositar todo lo que cobró ese día. Y no me lo vas a creer, pero los doscientos mil los trasladó de una sola vez, los doscientos completos, en una mochila con el escudo del América. Mi mamá estaba con él cuando llegó con el montón de billetes. Se la jugó en el metro…
—Y salió victorioso.
—Salió victorioso. Cómo no lo asaltaron.
—Pues mejor que no, porque ese dinero va a ser para nosotros.
Nos metimos al primer cine. Siempre habían sido impresionantes las colas para entrar al Metropolitan, aun los 25 de diciembre. Había varias parejitas como nosotros, formadas, casi todas hechas una sola persona, con la pierna de él metida entre las de ella, y ella inmovilizándolo de la cintura, sin permitirle moverse un milímetro. Enfrente se encontraba el Miramar, un bar de mala muerte visitado por marineros. Arriba tiene un gran salón, en donde toqué durante la boda de un oficial. El papá del oficial, otro oficial, se empeñó en que hubiera música de violín y piano a la hora del banquete. Así que tocamos piezas ligeras, valses, en tanto los meseros iban de mesa en mesa repartiendo ron y brandy en cantidades que harían flotar el casco de un trasatlántico. Habíamos sido contratados por tres horas, pero al cabo de la primera hora, ya nadie nos escuchaba. Entonces vino hasta nosotros el padre del novio, nos extendió un cheque por una hora más y nos mandó al diablo, no sin antes invitarnos a comer y beber lo que quisiéramos, siempre y cuando fuera en la cocina. Mi compañero dijo que no, gracias, que cómo iba a ser eso, que se sentía humillado, que a Mozart se lo habían hecho y que eso había sido una lección para todos los músicos. Yo dije que encantado, que el hambre y los buenos tragos estaban por encima del honor y la dignidad. Y diciendo y haciendo, me acomodé en el mejor lugar de la cocina, desde donde veía la fiesta; tenía a la mano comida y trago y no estorbaba a nadie. Como era de esperarse, cuando la borrachera estaba languideciendo, alguien se acordó de mí. Fueron hasta mi lugar y casi me llevaron a rastras hasta la mesa principal. Allí toqué, para los papás de los novios, ya literalmente ahogados, las Golondrinas.
La misma pieza toqué para mi padre, apenas hubimos regresado del panteón. Fue una ceremonia improvisada. Mi madre se fue a dormir y Bárbara y yo nos quedamos en la sala. Tenía conmigo la medalla de mi padre, la tenía en las manos y jugaba con ella, la llevaba de un extremo al otro de la cadena. Le ofrecí una copa a Bárbara, y aceptó siempre y cuando fuera de la botella preferida de mi padre: un Courvoisier, que él conservaba hasta en su caja y que no admitía que nadie más abriera. Bueno, ya estaba muerto, así que fui hasta el mueble y extraje el coñac. Lo saqué de la caja y una carta cayó al suelo: estaba dirigida a mí. Reconocí inmediatamente la letra de mi padre y no supe qué hacer. Bárbara se dio cuenta de la situación y se acercó. Me preguntó si quería que se marchara y le supliqué que no, que no se moviera de ahí, que después de todo había descubierto la carta por ella. La abrí y leí:
“Hijo: si todo va como hasta ahora, si las cosas no cambian y no logro recuperar todo lo que he perdido, a lo estúpido, lo reconozco, porque ha sido a través del vicio del juego, pero en forma por demás apasionada y, hasta cierto punto, consciente, si no logro rehacerme de mi negocio y deshipotecar la casa, no tengo más opción que el suicidio. Jamás se lo digas a tu madre, te odiaría si por boca tuya me considerara un cobarde. Nunca lo he sido, no lo soy y no lo seré jamás, pero la verdad de las cosas no tengo cara con qué mirarlos a ustedes. No sé exactamente qué es lo que me empuja a beberme esas gotas que me subirán la presión y que terminarán por reventarme el aneurisma que, gracias a Dios, y como tú sabes, es casi del tamaño de una pelota de golf. Es un autocrimen perfecto, ¿no te parece? ¿Qué me empuja a hacer esto? Creo que la vergüenza. No quiero estar ahí cuando embarguen la casa con todo lo que hay dentro. Te juro que no resistiría la mirada de tu madre. Porque le causaría un dolor tremendo. Tú me preocupas menos (por eso mismo te estoy escribiendo esta carta). Casi tienes veinte años y aún no sabes para dónde ir. Me has explicado mil veces que entre el violinismo y pilotear coches no hay mucha diferencia. Yo creo que sí, y si algún día te entregaras a una de las dos carreras, triunfarías. Pero toda la vida hiciste lo que te ha dado la gana, desde chiquillo. Quizás pase mucho tiempo para que leas esta carta, quizás lo haga primero tu madre, o tal vez jamás llegue a tus manos. No me juzgues como padre, porque no pasaré la prueba; aunque yo me pregunto: ¿qué padre la pasaría? No creo que alcancen los dedos de una mano para contarlos. Y quizás la vida sea más indulgente con nosotros que con las madres, ellas, que dan todo por los hijos. He sido, pues, un vicioso, un jugador recalcitrante, razón por la que tarde o temprano terminarán, tú y tu madre, renegando de mí. Cuando menos tú ten un poco de clemencia hacia mí. Te estoy hablando de un sentimiento que no entra en los parámetros de una mujer, y que se llama comprensión: comprensión hacia el vicioso, comprensión hacia el adicto, comprensión hacia el reincidente. Esto poca gente lo sabe, pero un hombre tiene más tolerancia que una mujer, se burla menos y es menos, mucho menos cruel. Como ves, hijo, ésta no es la carta de un hombre que tiene en la mano el revólver para darse un balazo en la cabeza. Pero sí es la carta de un hombre que terminará suicidándose. ¿Cuándo? No lo sabe, ni él mismo lo sabe, quizás hoy en la noche, quizás mañana o el próximo fin de semana. En fin, cuando sea inevitable que oculte más su derrota y todas sus mañas salgan a la luz. Justo en ese momento vaciará en su estómago el contenido de las gotas y se irá a dormir, para no despertar nunca más. Te apuesto que todo mundo dirá que habré muerto de muerte natural, el corazón, la presión, el aneurisma, lo que sea. Que Dios me conceda ganar la última apuesta de mi vida. Hazme un favor, un único y gran favor: tócame las Golondrinas. Hazte el valiente y tócalas bien tocadas hasta el final, ya sabes que siempre me han gustado, hasta el tuétano. Y concédeme una gracia: nunca te preguntes si en efecto habré muerto por mi propia mano o porque Dios detuvo mi corazón. Por último, destruye esta carta cuando la hayas leído. No corras el riesgo de que tu madre la encuentre. Ya sabes que peca de chismosa y nunca ha resistido el impulso de leer lo ajeno. Terrible defecto que espero no hayas heredado. No se te olvide: las Golondrinas.”
Abrí el estuche, tensé el arco, afiné el violín y las toqué. Bárbara, ahora con la medalla de mi padre, escuchaba cabizbaja. Por cierto, mi madre jamás vio la carta. Y los doctores coincidieron: mi padre había muerto de muerte natural: su aneurisma había reventado cual burbuja de jabón.
Desde la tersa noche, Eusebio Ruvalcaba. Edición conmemorativa, Nitro/Press, 2013, col. Punto de Quiebre; coed. UANL.
CC. Derechos Reservados Editorial Nitro Press.
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*Eusebio Ruvalcaba (1951-2017). Guadalajara. Escritor. A lo largo de su carrera cultivó varios generosos, lo mismo la novela y el cuento como la poesía, el ensayo y la crónica. Publicó más de 40 títulos entre los que destacan Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Gusanos, Todos tenemos pensamientos asesinos, etc.
En 2004 ganó el premio internacional de cuento Charles Bukowski.
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