Eusebio Ruvalcaba (1951-2017) fue uno de los escritores más prolíficos de México. Entre sus libros destacan Un hilito de sangre, Desde la tersa noche, Todos tenemos pensamientos asesinos, Una cerveza de nombre derrota, entre otros. Este sitio le rinde una Edición Especial con motivo de reunir las palabras de varios de los escritores que más frecuentaron su obra y su persona.
Conforme se publiquen los textos podrán consultarse los enlaces en Edición Espcecial Eusebio Ruvalcaba (clic).
Agradecemos la generosidad y el interés de los autores convocados.
Gabriel Rodríguez Liceaga*
Como cada sábado a las tres de la tarde andábamos ebrios y con el corazón exaltado. Habíamos bebido sendos Chartreuse Verdes de la cava de Jaime Aljure en La Casa del Bistec. El puro aroma de tal infusión te hacía sentir que tus ojos eran tentáculos. El principio del deseo: tocar con los ojos. No todos los convidados tenían trago especial. Eusebio establecía una suerte de organigrama entre sus alumnos basado en el tipo de alcohol que te pichaba. Pero cada semana cambiaba la fórmula, lo que volvía imposible darle seguimiento a quién era su alumno favorito. Ese día era yo. No quedaba duda. Vino, chelas, salchichas nadando en chile, queso, whisky con soda, lo que se me viniera en gana. Eusebio Ruvalcaba se ponía de rodillas cada vez que mencionaba a Brahms. Aconsejado por Cioran, prefería al músico que al sol. Tenía poco menos de cincuenta años. Viviría quince años más. Yo tenía veitiuno. Las crudas me las quitaba milagrosamente con agua helada bajo la regadera. Aun vivía con mis padres. Aun vivía mi padre. Aun no me traicionaban ni traicionaba emocionalmente a nadie. Quería ser escritor. Era, pues, un chamaco pedorro.
Salimos del restorán y, ante la mirada de los demás interlocutores, dimos un par de vueltas de carro en el pasto de la segunda glorieta que Doctor Vértiz ofrece. Uno recostado al lado del otro sonreíamos con piernas y brazos alzados, llenos de bichitos y jacarandas. No existían las cámaras digitales. ¿Alguien aparte de mí recordará ese día? Éramos una mesa enorme llena de interlocutores sin mucho que decir. Ya arriba del auto decidimos seguirla únicamente Eusebio, dos chicas y yo. Una de ellas me dijo al menos cuatro veces que siempre había querido tener un hijo idéntico a mí. Esto naturalmente me excitó. Ella ya no era joven, aun así yo no podría ser su hijo. Pero teníamos las cejas muy parecidas. Cejas de azotador. Era poblana.
En una esquina había un cilindrero dándole vueltas entre bostezos a su palanca chirriosa, respirando lo que sale de los escapes de la manada de autos esperando semáforo verde. Eusebio detuvo el auto justo enfrente de él y le pasó un billete de Sor Juana hecho bolita con una indicación: que el próximo sábado justo esa hora –cuando él hipotéticamente pasaría de nuevo por ahí- tocara otra vez Chapultepec. “Es la canción que más ha sonado en los burdeles de este país”, me dijo. O nos dijo. No lo sé. Eusebio borracho le hablaba más bien a cosas impalpables y majestuosas, demoniacas o benditas.
El fox trot Castillo de Chapultepec -lo sabría yo un par de meses después- había sido compuesto por su padre Higinio Ruvalcaba.
Hicimos una escala técnica en casa de Rafael Ríos en el corazón de Ciudad Jardín, a escasas cuatro cuadras de donde yo vivía con mis jefes. En mi imaginación el auto de Eusebio era rojo. Era blanco. Un niño al que yo había visto antes dominando un balón nuevecito nos abrió. Había al centro del domicilio una hamaca donde las dos mujeres se columpiaron y fumaron un cigarro en lo que Eusebio y yo abríamos un pomo hurtado de la cocina. Paternina, el favorito económico del maestro. No estaba en casa Rafael Ríos, el tío Pelucas. Tampoco aparecía el sacacorchos. Yo estaba inmensamente alegre, me asumía señalado directamente por los dioses. Eusebio estaba jovencísimo. Cuando pienso en él en ese momento mi memoria luce demasiado influida por la foto en la portada de “El portador de la fé” en La Centena Narrativa. Es probable que en cambio ya tuviera sus primeras canas en la barba, los ojos cansados, la postura del hombre que a diario maltrata a su riñón. Después del característico sonido de la botella que se abre, con una indicación Eusebio me dijo: “ven pero no hagas ruido”. Salimos de la casa, nos subimos al vehículo y nos largamos. En el espejo retrovisor vi a las dos mujeres corriendo detrás de nosotros. Hasta que se volvieron lejanos puntitos. Imaginé la piel de sus brazos con las marcas romboides de la hamaca, abandonadas en una casa del mundo y semi ebrias, quizá incluso semi cachondas. Más noche se armó un pequeño dilema doméstico porque el bolso de una de ellas se quedó en el asiento trasero del auto. Bah.
Tomamos Avenida Pacífico. Eusebio detuvo el auto en el segundo carril. Me dijo ven. Fuimos a la zona de la cajuela. “Mira”, me dijo. Y se sacó la verga botado de la risa. “Pon atención, Gabriel querido”. En resumen: vi cómo meaba. Lo que tarda un hombre en orinar encima de un neumático. Te toca, me dijo. Desde niño he sido penoso a ese respecto, se me espanta la chis. Por suerte había ingerido una buena dosis de líquido así que meé sin inconvenientes. Mi chorro era boyante, espumoso y salpicador. El suyo no lo fue tanto. “Atínale a la llanta”, me indicaba Eusebio. El gris de la rueda se vivificaba con la suma de nuestros orines. Me sacudí pertinentemente y subí el cierre. No hay nada espectacular en este pequeño y cotidiano acto de gozo poderoso.
― En esa llanta se orinó Juan Rulfo. Es la llanta de los escritores de a de veras –me dijo.
Aunque quizá dijo “de los escritores jefes”. No lo recuerdo con tanta nitidez. Los recuerdos son el pésimo matrimonio entre mentira y memoria. Recién vaciado, sentí que flotaba, que me iba hacia arriba. Esta necedad de traducir el mundo en palabras cobró súbito sentido, supe de madrazo que dedicaría irremediablemente mi vida a la palabra escrita. Eusebio Ruvalcaba, con su chis, acababa de escribir la primera línea de mis muy ulteriores obras.

*Gabriel Rodríguez Liceaga (Ciudad de México, 1980). Escritor. Ha escrito las novelas El siglo de las mujeres, Balas en los ojos y la novela para jóvenes Hipsterboy; los libros de cuento Niños tristes, Perros sin nombre, ¡Canta, herida! y Falsos Odiseos.
Recientemente salieron las segundas ediciones de ¡Canta, herida! y Perros sin nombre. En 2018 coordinó el volumen I de la antología de cuento mexicano El hambre heroica. Es columnista en Chilango (clic).
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