Eusebio Ruvalcaba (1951-2017) fue uno de los escritores más prolíficos de México. Entre sus libros destacan Un hilito de sangre, Desde la tersa noche, Todos tenemos pensamientos asesinos, Una cerveza de nombre derrota, entre otros. Este sitio le rinde una Edición Especial con motivo de reunir las palabras de varios de los escritores que más frecuentaron su obra y su persona.
Conforme se publiquen los textos podrán consultarse los enlaces en Edición Espcecial Eusebio Ruvalcaba (clic).
Agradecemos la generosidad y el interés de los autores convocados.
Carlos Sánchez**
Un chingo de meses después frente a mis ojos estaban ellos.
En la provincia que es Hermosillo muchas veces recorrí calles y calles para llegar a la revistería, levantar el periódico del stand, salir con él bajo el sobaco, caminar desesperado, sentarme en cualesquier banca de cualesquier parque, avanzar en las páginas hasta encontrar la sección cultura, corroborar la publicación de la columna preferida y cagarme de la risa, llorar de la nostalgia, o encabronarme por la chica que no volvió más al lado del autor: en su columna lo describe poca madre, me lleva de la mano al lugar del ligue o el desencuentro; me abre los oídos con la magistral construcción de su música prosística. Leerlo es adictivo.
Un chingo de meses después la revolución mesurada, prolongada hacia muchos días de acampar sobre Reforma y el zócalo, me llevaría a la capital del país. Y encontrarme con el editor de esa sección y con el autor de Con los oídos abiertos, columna que aparece los lunes de manera religiosa en cultura de El Financiero.
Eusebio Ruvalcaba, que es el columnista, me abrió las puertas de su casa, mostró a sus dos intransigentes ángeles que son León y Érika. Estrechamos la mano, incluso a León lo abracé.
Los chavitos se me escurrieron por entre la pupila hasta instalarse en la curiosidad a manera de celebración por la felicidad con la que van por la vida.
Eusebio que es cabrón nihilista en su literatura, resulta un corderito (como debe ser) ante la inmensidad de sus hijos a los que llama Baudelaires.
Les cocina puntual, les conversa y en la voz el corazón le sale por la boca. Los hijos cachan la entrega, y no hay de otra más que continuar en el camino fraternal del padre que guía. Enseñanza cuyo argumento es alimentar la emoción.

Pocas horas después de recorrer la magia de Tlalpan, de cabecear con mis oídos en Eusebio y Lupita Cortés, amiga de Ruvalcaba, ocurre el arribo más esperado, el timbre de la casa suena: es Víctor, hasta para esto es puntual, dice Eusebio mirando de reojo las manecillas de su reloj.
Se abre la puerta y la caja de Pandora entra a la sala. Saludarnos: Víctor Roura, su novia y una amiga. Mucho gusto y es de neta.
No supe cuándo pero el nervio de tener ante mí a los dos carnales que más leo en las más chingonas páginas culturales del país, se fue dosificando. De pronto me convertí en barman, ay cabrón, si en mi chingada vida había yo preparado una bebida. Y los invitados complacidos. Quedaba exacta la mezcla de Smirnof con jugo de naranja, y tres cubos de hielo.
Hubo carne sobre el aceite a la Ruvalcaba Cheff, un arroz a vapor, emergente, que tiempo después me enteraría que el anfitrión compró preparado para salir al paso en su atención para con los invitados.
Exquisito también el postre, éste ofrecido por Roura y compañía. Un trago más del vodka, y las historias lúdicas en la construcción de la memoria, a la limón, entre Víctor e Eusebio.
Supe de aquella tarde en la que Ruvalcaba depositó un libro por cada cesto de basura, que mientras caminaba, encontraba a su paso, Roura se los había obsequiado, pero los autores que firmaban los ejemplares convocaban a deshacerse de ellos de facto.
Formales también son, y de buenos modales: brindan a cada trago, solicitan permiso para ingresar al baño, incluso las sugerencias para la programación musical lleva un por favor implícito.

Son literatos y nunca abandonan el oficio, crean hasta con la mirada y en el maratón de vodkas extravié las conversaciones, no supe en qué momento la formalidad cayó al suelo para no levantarse más.
El sopor de las palabras doblegó a Gabriela, compañera de Roura, y las historias fueron un incentivo para que sus sentidos treparan sobre la liana del sueño.
Hablas poco, maestro, coincidieron los escritores ante mi mutis. Tampoco hubo respuesta, mejor ver y callar que tropezar, concluí.
Y dispuestos los oídos a la tarde de beber música, ya un Chopin, y una dama de cuyo nombre no me puedo acordar, también llegó para repetir varias ocasiones su repertorio. Infaltable en la conversación aquél efímero cantautor que piensa que no son tan inútiles los besos que le dio.
Eso fue lo único bueno que compuso, la chava no le hizo caso y se suicidó, la canción fue un éxito, es muy buena, la música también.
Roura y Ruvalcaba ilustrando al sonorense que soy.
Llegaron luego las tragedias editoriales, aquellas donde los editores tranzan con los autores.
Me regalaron la nobleza honesta de aquellos que no dirimen ni enfrentan, que observan y callan, de los que no se atreven a increpar por cuestiones financieras. No estoy solo, me dije. Y fui feliz ante la grandeza y un toque de humildad natural.
Y ni un ápice de política partidista, ni quién ganó ni quién perdió. Paseo de la Reforma o el zócalo no llegaron a la conversación con sus campamentos y pugnas por el poder.
Ahora cada que abro las páginas de El Financiero, y continúo en el deleite de la información cultural, viene a mí la tarde aquella de encontrar a los dos carnales escritores, y convertirme en barman, de ponerme el mandil emergente para suceder a Ruvalcaba en la cocina.
Y a la par de la lectura es un recurrir mágico a las mordidas sobre el dulce de algodón que Gabriela, la novia de Roura, me regaló antes de cerrar la puerta de su auto, en aquel aventón hacia la colonia Roma.
Al bajarme caminé hacia el piso número cinco donde la posada me esperaba. En el trayecto el gozo de la grandeza ante mis ojos se instaló para siempre.
Ahora bajo el sobaco no sólo llevo las páginas culturales, llevo también Madrugada, un libro cuya primera página tiene la firma impresa de Roura, y el ejemplar es de su autoría. Llevo también la convocatoria inherente al deseo de no cerrar esa lectura. Me encuentro en ella al leer primer texto, tal como lo sugiere Víctor en la dedicatoria.
*Texto publicado originalmente en el libro de crónicas De efe.

**Carlos Sánchez. Escritor y periodista. Ha sido ganador del Concurso del Libro Sonorense en la categoría de crónica por Matar, publicado por Nitro Press en 2013.
Entre sus libros se encuentran La ciudad del Soul, Matar, Hazlo por mi corazón, Entrevista con el poeta, En el mar de tu nombre entre otros. Ha impartido talleres de escritura en diferentes centros penitenciarios.
Pingback: Edición Especial Eusebio Ruvalcaba – Vertedero Cultural