De varón a varón | Fragmento de Lados B 2018

Incluido en la antología Lados B 2018 - Hombres, publicada por Nitro/Press, México, 2018, con el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Programa de Apoyo a Proyectos y Coinversiones Culturales 2017 

Agradecemos la generosidad de la editorial por concederle a esta sitio uno de los cuentos. El libro se puede conseguir dando clic a la siguiente imagen:

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Imagen tomada del sitio web de la editorial

De varón a varón*

Juan José Luna**

Capítulo 1

 1

 Desde que hago uso de razón, siempre he sido pobre y joto. En un país como este, nunca ha sido fácil ser pobre y joto al mismo tiempo, ni por separado. Vivo solo desde los quince años, cuando abandoné la casa de mi tía Martina, quien me crió. Mi tía era un año mayor que mi madre, vivían juntas y solas desde que abandonaron el rancho para venirse a Tijuana. Un día, cuando mi madre tenía veintidós años, salió embarazada. Después de nueve meses, me expulsó sobre la cama de su habitación y me instaló en la cuna. Todas las mañanas se levantaba a las 4:00 para irse a trabajar al centro de la ciudad donde se ocupaba del aseo de un edificio. Una mañana, cuando apenas tenía treinta días de haber nacido, me dejó en la cuna y se fue a trabajar. Nunca regresó. Mi tía, aunque de mala gana, me cuidó y me mandó a la escuela. Desde pequeño siempre me dejó en claro que no era mi madre sino mi tía.

—No soy tu madre, no me digas mamá. Soy tu tía.

—¿Y mi mamá?

—Ahorita viene.

Siempre me decía que ahorita venía. Debido a esto, por mucho tiempo pensé que mi madre siempre estaba a punto de llegar, pero nunca llegó. Cuando tuve edad para exigir una respuesta clara, me confesó que un día mi progenitora se fue al trabajo y que jamás regresó, que ignoraba si la habían atropellado, si la habían levantado o quién sabe qué. Si mis preguntas perseveraban con el fin de cavar más hondo, solía darle carpetazo a la charla con un gesto firme que no dejaba lugar para insistir en el asunto. Cuando hacía esto, era como una almeja que se enclaustraba en su concha de donde no había forma de sacarla. Al paso del tiempo, por medio de sus ataques de histeria, me enteré que a mi madre no la habían levantado ni atropellado, sino que había corrido a los brazos de un hombre asumiendo que su hermana contaba con el corazón noble y generoso que ella no tenía para ocuparse de su hijo mientras ella se tiraba a los placeres de la vida en pareja y sin hijos. Cuando esto me quedó claro, dejé de esperarla. Fue entonces que se me ocurrió preguntar por mi padre.

—¿Y mi papá?

—No sé, no lo conozco.

Una sola respuesta bastó para jamás volver a preguntar por él.

Fue en la primaria donde se manifestó la jotería por primera vez; la verdad, a mí nunca me dio por esconderla. Al contrario, la jotería me hacía sentir estoica. En parte, fue gracias a ella y a mi cinismo que me hice tan brava para las trompadas. Debido a que mis compañeros se burlaban de mí y los mayores me enseñaban la pirinola para que a fuerza les hiciera una puñeta, tuve que aprender a defenderme. Fue así que me volví tan diestra para los golpes. Cuando reñía, la jotería se evaporaba y aparecía la bestia rabiosa y salvaje que habitaba dentro de mí para repartir golpes sólidos y certeros como si mis puños fueran de hierro y siempre supieran donde impactar, donde hacer más daño. ¡Cómo rompí hocicos por esas fechas! Desde niño, siempre quise tener un hermano, pero nunca lo deseé tanto como en la época escolar, para que estuviera a mi lado y me ayudara a defenderme de los depredadores que me atosigaban constantemente. Si bien no les tenía miedo, emocionalmente era exhaustivo pelear a cada rato; la ira y la adrenalina que desprende el cuerpo en esos momentos desgasta muchísimo. Por otra parte, qué lata.

Pero, ¡ay!, qué risa. Recuerdo la primera vez que mandé a un compañero al hospital. Estaba en segundo de secundaria. Yo estaba en el patio, en cuclillas, viendo jugar a otros chicos, cuando llegó un fulano por detrás; metió sus manos entrelazadas en medio de mis piernas y me levantó del culo con tal fuerza que me hizo volar por el aire. Caí de boca y todos se rieron a carcajadas. No me importó la risa de los demás, no me afectó en absoluto, lo que me emputó es que se metieran con mi culo de esa manera tan violenta y sin mi consentimiento. Me puse de pie, él se doblaba de risa. Empuñé la mano y le di un golpe, sólo uno, pero fue tan sólido y preciso que lo dejé inconsciente en el piso estirando las patas como si le hubiera dado un ataque. Jamás pensé que pudiera tener tal fuerza, ignoro de dónde la saqué. Lejos de asustarme al verlo tirado estirando las patas y con la cara medio torcida, me dio gusto: para que aprenda. No es que fuera mala, pero hay que tener dignidad. Desde entonces me gané el respeto y el odio de los más abusivos; respeto porque vieron que podía ser más fuerte que ellos, y odio porque no podían soportar que el jotito de la escuela los intimidara de esa manera. Pero siempre aparecía un machito de otra escuela que no soportaba pensar que otro, y más si se trataba de un marica, pudiera vencerlo a los golpes. Por lo que, en su afán de medirse conmigo, las peleas nunca terminaron durante mi adolescencia.

En la secundaria todo me parecía aburrido: las clases, los maestros, mis compañeros, todo. Por eso la abandoné en tercer grado. Entonces mi tía Martina me advirtió que si no estudiaba tampoco iba a tener techo donde vivir. Yo, envalentonada —por haber tenido los pantalones para abandonar la escuela— y orgullosa —por la estupidez propia de mi edad— abandoné su casa por voluntad propia antes de que ella me echara. Me dio pena dejarla sola, pero yo tenía una vida que sacar adelante y no pretendía hacerlo bajo las reglas de nadie. Sólo me apegaría a mis propias reglas y la primera y única de ellas era que no había reglas.  Así de perra y estúpida era a esa edad.

2

Para entonces ya conocía a otras maricas mayores que yo, y me fui a vivir con ellas por un tiempo, fue allí donde aprendí a ser más mujer y cuando empecé a sustituir el masculino por el femenino. Pero mi caso era atípico, ellas eran vestidas totales. Yo usaba prendas de mujer para sugerir mi femineidad, pero mi look era de hombre; mejor dicho, de algo a medio camino entre una cosa y otra. Fui feliz con ellas por un tiempo, aprendí muchas cosas. Como yo era la menor, me trataban con cariño y paciencia. Se llamaban Felicia, Liz y Macaria. Las tres tenían como veinticinco años, y las tres eran igual de feas. Como no entendía por qué Macaria había adoptado ese nombre de rancho tan feo —habiendo tantos nombres de mujer tan bellos—, un día, ya con unas copas encima, al llegar a casa por la noche, después de una fiesta, le pregunté por qué lo había elegido.

—¿Por qué, mensa? ¿No te gusta? —me cuestionó con rudeza.

—No es eso, es que está raro.

—Te voy a explicar la razón. De niño vivía en la colonia más pobre del pueblo más pobre de Jalisco. Como podrás imaginar, las calles, todas, eran de tierra. Pues bien, cuando estaba chiquito, tenía una hermanita, te aclaro de una vez que al final de la historia se muere. A pesar de que era sólo un año mayor que yo, cuidaba de su hermanito —o sea, yo— como si fuera la madre más responsable de todas. Literalmente se quitaba la comida para dármela. Tú sabes que los niños pueden ser la cosa más mezquina y egoísta del mundo, pues mi hermana se quedaba con hambre con tal de que yo comiera un poco más. Un día estábamos jugando en la calle, yo tenía como siete años. En realidad, yo estaba sentada en la banqueta, tomándome una Coca. Fíjate lo que digo: me estaba tomando una Coca. Y mi hermana y otras niñas jugaban en la calle. La noche anterior había llovido y había charcos por todos lados. Los charcos no tienen nada que ver con lo que pasó, pero me acuerdo bien de ellos porque el agua se empezó a poner roja con la sangre de mi hermana cuando un camión de la Coca, fíjate, la ironía de las cosas, ¿te das cuenta?, cuando un camión de la Coca pasó y la atropelló. Hasta la fecha, sigo sin entender nada. Era una calle de tierra, llena charcos, era un camión, ¿qué tan rápido puede ir un camión por ese lugar? El caso es que la atropelló y la mató ahí mismo. Al ver a mi hermana tirada en el charco, desangrándose, me puse a gritar y a llorar como loca, no tienes idea. Duré semanas sin hablar. No abría la boca más que para comer, y eso a duras penas. Pues bueno, ahora te pregunto: ¿cómo crees que se llamaba mi hermanita? Acertaste. Cuando me volví mujer, no dudé ni poquito en ponerme su nombre. Y desde entonces no puedo tomar Coca. De nuevo una pregunta, querida: ¿te sigue pareciendo feo mi nombre?

La jota me había hecho llorar con su historia y todavía me preguntaba si me parecía feo su nombre. Moví la cabeza de un lado a otro, con mis manos me quité las lágrimas de la cara y con un pedacito de voz dije que no, que me parecía hermoso. Macaria es un nombre hermoso, le volví a decir, y lo dije de todo corazón.

Aprendí mucho con ellas. Por las noches se ponían sus mejores prendas, se transformaban, y se iban a trabajar. Siempre regresaban ebrias y a veces golpeadas. Por la mañana, ¡Dios mío!, eran los seres más horrendos que haya visto en mi vida. Después de la desvelada, después de tanto alcohol, después de haberse acostado con no sé qué cantidad de hombres, se levantaban con el maquillaje corrido, sin peluca, con la cara hinchada. ¡Dios mío, qué cosa tan fea! Bien podrían haber trabajado en un circo como si se tratara del último trío neandertal. Hubieran sido todo un éxito, la verdad.

Mi trabajo en esa casa era mantenerla limpia. Por las mañanas, les preparaba café y algo para desayunar. Rara vez tenían buen humor para hablar durante el desayuno. Estoy convencida de que nunca odiaban tanto su vida como por las mañanas. Conforme pasaba el día, se recuperaban. Cuando llegaba la noche se volvían a vestir y salían con cierto entusiasmo y con la esperanza de ganarse unos pesos para sobrellevar lo que tenían por vida. Pero lo que más deseaban, lo decían a cada rato, era encontrarse a un hombre que las amara y que las sacara de la miseria en que vivían. ¡Quién las iba a querer!, pobrecitas. Gente así no puede vivir muchos años, pensaba yo; tanto alcohol, tantas desveladas, tantas cogidas, tantos golpes deben terminar por matarte pronto. Nunca me atreví a comentar lo que pensaba de ellas. Tan feas las pobres.

Todo iba bien con ellas hasta que, a pesar de que me hacía cargo de los asuntos domésticos, se cansaron de mí porque no aportaba dinero a la comuna y me echaron a la calle. Con ellas no me pude dar el lujo de abandonar la casa por decisión propia, ni tiempo me dieron. Me echaron a punta de gritos en medio de una resaca. Como no tenía dinero para nada mejor, tuve que vivir sola en un cuarto espantosamente pequeño y espantosamente horrible. Si bien tenía la opción de irme al bar donde trabajaban las chicas, me resistía a la idea de prostituirme. Yo, si viviera como ellas, me hubiera colgado de un árbol a las tres semanas, tenía mi sensibilidad.

3

Las vestidas sólo tenemos tres áreas de trabajo, sólo en tres ámbitos laborales se nos admite: el mundo artístico (que siempre ha sido abierto e incluyente), el mundo de las cantinas (donde el alcohol desinhibe a cualquiera) y el mundo de la estética (donde somos las mejores). Fuera de esto, no hay otro lugar que nos acoja. Jamás he visto a una vestida de diputado o de piloto o de médico, nada. De ninguna manera iba a trabajar en el mundo nocturno, y como de artista no tenía ni un pelo, sólo me quedaba una opción: la estética, fue allí donde descubrí mis talentos.

En la colonia pobre en que vivía, había un salón de belleza, pequeño pero con suficiente flujo de mujeres que venían de colonias aledañas, todas igual de pobres. Fue allí donde conocí a Roldán, un joto gordo que no paraba de fumar y que tenía buen ojo y unas manos privilegiadas para saber qué corte le favorecía a cada cliente. Ahora es impensable que dentro de una estética alguien fume, pero en ese tiempo y por esos rumbos a nadie le importaba. Roldán siempre tenía un cigarro a su lado mientras le arreglaba el cabello a un cliente. Se alejaba de éste, tomaba el cigarro y, sin dejar de ver los avances del corte en proceso, le daba una larga calada y expulsaba el humo hacía arriba moviendo la cabeza de un lado a otro, daba la impresión de que estuviera fumigando el ambiente. Luego le daba otra calada, dejaba el cigarro a un lado y se disponía a concluir el corte. Él era el dueño del lugar. Tenía a una chica que se ocupaba de la manicura y de la pedicura, y a otro jotito que también cortaba el cabello.

El día que me presenté a pedir trabajo me hizo una entrevista delante de los presentes, sin dejar de cortar el cabello, sin dejar de fumar y sin verme a los ojos. 

—¿Cómo te llamas?

—Gabriel.

Desde que vivía con las chicas, me hacía llamar Gaby y, como dije antes, fue con ellas cuando empecé a vestir prendas de mujer y referirme a mí misma en femenino. Pero para pedir trabajo pensé que lo mejor sería vestirme de hombre, decir mi nombre de varón y volver al masculino. Hasta la fecha soy muy ágil para saltar del femenino al masculino según convenga.

—Gabriel ¿qué?

—Gabriel Montaño.

—¿Cuántos años tienes, Gabriel?

—Dieciocho.

—¿A qué te dedicas?

—Bueno, tengo días buscando trabajo.

—¿Vives por aquí?

—A unas cuadras.

—¿Con quién vives?

—Solo.

—¿Y tu familia? Tus padres.

—No tengo.

—¿Por qué?

Cuando me hizo esta pregunta, lo primero que vino a mi mente fue responderle que porque la vida ha sido una hija de puta conmigo y que aparte de hacerme pobre y joto me había hecho huérfano, pero lo reconsideré debido a que me pareció un tanto extremo y dramático. Por lo tanto, me limité a decir que me había criado una tía. 

—Entiendo —respondió—. ¿Y por qué quieres ser estilista?

Si hubiera respondido con la verdad, hubiera dicho que porque soy una vestida y que si no me convertía en estilista tendría que convertirme en artista o en puta, y que no tenía madera para ninguna de las dos cosas; por lo tanto, después de echarle una rápida mirada a la cliente que estaba peinando, dije lo primero que se me ocurrió.

—Porque quiero embellecer a la gente.

—¿Quieres embellecerla? ¿No te gusta cómo se ven o qué?

—No es eso. Pero creo que puedo aportar algo bueno a su vida.

—Ésa es la actitud, Gabriel, me gusta. ¿Ya has cortado el cabello, peinado o algo?

Mi única experiencia con el cabello, mi único contacto hasta entonces, había sido cuando vivía con las chicas y me ponían a peinar sus pelucas.

—Sí, claro, he peinado a algunas amigas.

—¿Peinado o cepillado? —tomó el cigarro, le dio un par de caladas mientras me veía a los ojos y expulsó el humo hacia el techo—. Porque sabrás que no es lo mismo peinar que cepillar, ¿verdad?

—Sí, lo sé.

La perra méndiga me había salido brava pa’ la palabra. Con ella empecé a distinguir la diferencia que había entre una palabra y otra que, en apariencia, querían decir lo mismo.

—Por lo pronto, toma la escoba y barre el piso. Más tarde hablamos. Que no quede ni un cabello en el suelo.

Así fue como me inicié en el mundo de la estética, haciendo el aseo y todo tipo de diligencias. Fue allí donde descubrí que mis manos, aparte de ser buenas para golpear gente abusiva y para hacer pajas a todo tipo de hombres (me encantaba hacer pajas), eran buenas para embellecer a la gente. Poco a poco, empecé a peinar, a cortar cabello, a maquillar. Me consagré en cuerpo y alma a la práctica y teoría de esta noble profesión que es la estética: el arte de embellecer gente. A pesar de que apenas tenía para comer, compré libros, tomaba cursos (sin que Roldán lo supiera), hacía preguntas. Para practicar, primero convencí a mis mayates de que se dejaran cortar el cabello. Si querían una mamada o una puñetita, primero se tenían que sentar para que les hiciera un corte y luego lo otro. Lo que más trabajo me costó fue conseguir mujeres, pero las conseguí. Y, la verdad, lo mío era arreglar mujeres. Mis manos se lucen ante una cabellera larga y abultada. A los veintidós años, cuatro años después de la entrevista que me hiciera Roldán frente a su clientela y de que me pusiera a barrer, ya era el estilista con mayor demanda del salón. Había ocasiones en que Roldán y mis compañeros sólo estaban sentados esperando a que les cayera algún cliente cuando yo tenía a varias haciendo fila. Por un lado, Roldán, el empresario, estaba feliz porque gracias a mí siempre había gente en el salón. Por otro lado, Roldán, el estilista, me odiaba porque lo había superado en todos los sentidos. En un principio trataba de ignorar su envidia o la de mis compañeros. Me convencí de que se trataba de celo profesional y que eso era muy válido, y hasta traté de justificar la actitud de todos. Pero cuando ya nadie me dirigía la palabra decidí renunciar. Pensé que lo mejor sería hacerlo un lunes para irme el sábado, de este modo Roldán tendría tiempo para encontrar un sustituto. Llegué por la mañana, arreglé mi estación y, antes de que mi jefe abriera la puerta para que entrara la gente, le dije que necesitaba hablar con él. Estaba detrás del mostrador, acomodando cosméticos que estaban de venta al público.

—Dime —me respondió, sin despegar la vista de lo que hacía. O sea, lo dijo sin voltear a verme.

Yo pensaba renunciarle con agradecimiento, casi con cariño. Quería darle las gracias de todo corazón y decirle que sin él yo no sería nada, que él había sido como mi padre. Pero como me dio rabia que me respondiera de ese modo y sin verme a los ojos, le solté todo a bocajarro y sin ningún miramiento.

—Quiero presentarte mi renuncia, me voy el sábado. Te lo digo ahora para que tengas tiempo de buscar quien me sustituya.

—Tú siempre tan considerada —me contestó—. Pero no te apures, ya tengo quien te sustituya. ¿Crees que no estoy enterado de que ya hablaste con tus clientas para decirles que te vas y que hasta les diste la dirección de tu local? Te vas y te me vas ahorita.

La jota me había agarrado por sorpresa. Bajo la promesa de que no me delataran, les había confiado a mis clientas de confianza que iba a renunciar. Pero las viejas méndigas abrieron el hocico y ya todo el mundo sabía que estaba por irme. Me sentí tan estúpida. Roldán me dijo que agarrara mis cosas y que me fuera en el acto. Le había puesto el pastel en charola de plata para humillarme, la muy zorra. Agarré mis cosas y me fui.

4

Abrí mi salón y fue todo un éxito. Lo llamé Salón de Belleza La Esmeralda. Pensaba que pronto me iba a hacer rica, que iba a alcanzar fama por toda la ciudad, pero no fue así. Si bien el salón estaba lleno casi todo el tiempo, no dejaba de atender a pura mujer pobre y mi popularidad se limitaba a sólo unas cuadras a la redonda, colonias pobres que no me llevarían a ningún lado. Yo quería estar en Zona Río, ése era mi sueño, estar donde están los ricos. En esas áreas hay grandes maricas que se dedican a este noble oficio, pero, no sé cómo, ellas no se ven tan corrientitas. Han aprendido a hablar, a vestirse, a moverse entre la gente. Son apreciadas y apapachadas por gente de alcurnia, pero sólo en su ámbito laboral, fuera de él, apenas si las saludan. Y es que las peluqueras siempre vienen desde abajo, como los buenos boxeadores. Pero a mí no me importaba, yo quería estar en ese medio. En la alta peluquería.

A los 28 años sentía que me estaba volviendo vieja. Si bien el salón me daba para mantenerme y para pagar a cinco empleados, no dejaba de ser un salón de pobres. A esa edad, aunque era bien conocida por mis habilidades estéticas, me sentía una basura. Nada me hacía feliz y había perdido el interés en todo, hasta en el sexo. Había hombres que solían llegar a mi casa por la noche con el fin de embestirme o para que los embistiera, pero ya no quería nada de ellos. Era tal mi desinterés que incluso a los efebos insaciables les cerré la puerta. De pronto, mi vida cambió de golpe.

5

Un día llegó una chica del vecindario al salón para decirme que mi tía Martina, quien tenía al menos diez años muriéndose, quería verme, que tenía algo importante que decirme. Ese día, al cerrar el salón, fui a su casa: la encontré tirada en la cama. Se veía más muerta, pero seguía viva. Me dijo que me preparara algo de tomar, pero lo único que deseaba era irme de ahí. No sentía rencor alguno por ella, al contrario, sentía amor y agradecimiento, pero no podía evitar sentirme acongojada e inútil a verla en ese estado, su miseria me angustiaba. Me senté en la cama y fue directo al grano.

—Tu madre acaba de morir —me dijo.

Ah, ¡cabrón!, pensé con el ceño fruncido.

—¿Cuál madre? —pregunté.

—La que te parió, cuál otra va ser.

Me llevé la mano al pecho e hice un gesto de animadversión (siempre me ha gustado esa palabra) para dejarle en claro que me resultaba incómodo hablar de ese tema y que con ello aturdía mi corazón.

—Y eso ¿a qué viene al cuento? Nunca pienso en ella. No veo de qué modo me puede importar que esté viva o muerta —le aclaré con lágrimas en los ojos.

—Te dejó una herencia.

—Cómo una herencia.

—Como lo oyes.

Sentí que estaba soñando.

—¿Qué me dejó?

—No sé. Tienes que ir a esta dirección para reclamarla. No olvides tu IFE.

Me entregó una tarjeta donde estaba escrito nombre y apellido de un hombre y una dirección.

—Ay, tía —le dije—, esto parece broma. Me da miedo que sea una mala jugada.

—Nada pierdes con ir a ver qué te dejó.

—No sé, tía, tú ya te estás muriendo y temo que eso esté perturbando tu buen juicio. ¿Por qué me pides que vaya?

—Como quieras, yo sí iría. ¿qué puedes perder?

—La paz, tía. Eso podría perder: la paz.

—La paz no existe, y bien lo sabes. Sólo existen caminos para ser menos miserable, pero no la paz. Tal vez en esa herencia encuentres sosiego para tu vida.

—Vivo sosegada, tía.

—Sosegada ¡madres!

—Ay, tía. Usted qué sabe.

—Sé que sería una estupidez que no vayas a ver de qué se trata

—No sé, a veces siento que la odio. No sé si podría aceptarle algo.

—No seas payaso. Mañana mismo ve a primera hora, y vienes a decirme de qué se trata antes de que me muera.


* Inicio de la novela inédita del mismo nombre.


Antología. Lados B 2018 – Hombres. Ciudad de México, México: Editorial Nitro Press.

Página web: http://nitro-press.com/

CC Derechos Reservados Editorial Nitro Press


Foto del autor

**Juan José Luna

Es licenciado en Lengua y Literatura de Hispanoamérica. Autor del libro de relatos 303 y de How to find Dylan, Apuntes sobre lenguaje, literatura y teatro, ambos en Editorial Artificios. En el 2014, su primera novela, Parecía que la empujaba el viento, ganó el Premio Estatal de Literatura de Baja California. Se desempeña como editor de ALTAmira Revista Académica, de la Universidad de Tijuana (CUT).

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