El filo de los caballos

Franco Félix*

La rodilla está abierta y sangra invisiblemente. Su herida permite al hueso desgastarse contra el suelo hecho de hormigón. Alrededor de la llaga, una costra se satura con tierra y pelusilla, el polvo que entra por las ranuras de la habitación oculta la carne viva. Hay una espada clavada al suelo que funciona como soporte al cuerpo que la empuña. Es una chica vestida con kimono azul marino. En la negrura del cuarto, el filo oscilante amenaza con partirla en dos si llega a quedarse dormida. Resiste la pesadez de sus párpados. No perderá la cabeza. Nadie la rebanará, ni ella misma.

Se abre la puerta. Alguien entra en cuatro patas. Se cierra la puerta. Es el hombre que vigila. Un centauro que lleva el torso desnudo y se acerca a la mujer hincada. Frente a ella hay un montículo de polvo blanco.

—Hola, autómata. ¿Quién eres?

—Me llamo S. Mi padre es Tanaka Hisashige, el Thomas Edison de Japón, él me construyó en el crepúsculo del Edo, junto a mis hermanas, las muñecas karakuri del Shogun. Deposita una moneda. ¿Eres un caballo?

—Sí. Más o menos. ¿Cuántos llevas aquí?

—No lo sé. Muchos años. Me trajeron desde Tokio, como un presente para el nuevo presidente de Toshiba en América. Deposita una moneda.

El vigilante anota en su libreta. Confirma el borde de la katana. Su filo es mortífero. Escribe: Arista derecha e izquierda, acero al carbón AISI 1045, 1.5 milímetros. Luego, dibuja un diagrama del filo de la espada de S.

CC Franco Félix

El vigilante cierra su cuaderno. Lo coloca en el suelo. Levanta la pata derecha del par que tiene al frente y de la pezuña extrae una monda. La lleva a su boca y lame uno de sus lados, luego se agacha y mete el dinero en una ranura junto a S que, imperturbable y con los ojos abiertos, sigue cada uno de los movimientos del centauro. El vigilante flexiona sus cuatro piernas y reposa en el piso. Su parte equina está echada y duerme. Mientras, la otra fracción de su anatomía, la humana, cruza los brazos y cada mano toma los hombros contrarios. Cierra los ojos.

La moneda, al ser detectada por el sensor, activa el dispositivo. Arranca, pausada y lentamente, un sistema de engranajes que emiten sonidos metálicos desde el fondo de S que, ahora, al percibir el movimiento y las articulaciones del fierro en su anatomía evoluciona su gesto en distintas etapas: primero parece feliz, luego sorprendido y al final malicioso. La tensa comisura izquierda de sus labios ofrece una idea malintencionada. Su mirada es confusa, profunda y tenebrosa. Se pone de pie, despacio, apoyada en la katana. El mecanismo hace ruidos ambiguos, ruinosos, como si en el interior, las tuercas se escaparan de su posición original y los resortes salieran disparados por el esfuerzo maquinal de la autómata.

Al levantarse, la rodilla abandona pedazos de carne en el suelo. El hoyo que deja la lesión deja ver la rótula de color dorado. La sangre se escurre por toda la pierna y alcanza el piso. Caen también coágulos sobre el charco rojo. Levanta su espada en el aire y habla:

—Abre la boca. O el hocico. Eres un animal. Te pareces a uno. Un mamífero atado que se resiste a morir de hambre. Llevas un collar fabricado con dientes. Seguro son tus propios dientes. No te das cuenta de lo repulsivo que eres.

—Lo sé —responde el centauro sin abrir los ojos.

—¿Cuál es tu nombre? ¿Tienen nombre los de tu especie?

—Soy Agk’ Ramen Nut y amo tu espada.

—Así que puedes articular. Tac tac tac tac. Ahora te reconozco. Tengo un mensaje para ti: El filo de los caballos se puede medir. Es la parte más remota de la velocidad. La línea invisible que recorta el movimiento y lo aparta del mundo paralizado. El filo de los caballos, dicen los filósofos del hueso, es el delgado perímetro que organiza el pútrido mundo de los vivos y lo independiza de la maravillosa violencia de los muertos.

—Tac tac tac tac.

—No estoy de rodillas aquí, en esta habitación, pensaba hace unos minutos, sino en el lomo dorada de un potro que arde como una fogata contra el viento, indecisa y atormentada por la relatividad del tiempo. No es, tampoco, gangrena esto que escala sobre el fémur, sino un chimpancé. Un primate alienado, desnaturalizado, convertido a los homínidos. Ah, el significado de la fantasía. Ahora estoy de pie.

—Una vez y otra: Tac tac tac tac tac.

—Eso así. El sueño se repetía. Las patas de mi corcel se iban desintegrando contra la carretera. Tac tac tac tac ta. Imito su travesía con mi dentadura virtual. Ya no soy una princesa. La silla de montar robó mi virginidad.

—Tac tac tac tac tac. Está bien que te concentres, señora mía, en el camino, en tu misión. Honestamente, simpatizo con los humanos por ese comportamiento heroico. Soy como un [ 23rq35252 ] y en tu pierna viviré por siempre si tú me lo pides. Me llamas chimpancé y estoy dispuesto a venerar tu fémur. Quiero abandonarme. No me soltaré nunca. Moriré aquí, formaré parte de tu miembro. En el futuro, cuando los hombres del otro milenio te encuentren bajo esta pirámide notarán el bulto de tu pierna derecha. Primero pensarán que habré sido un tumor y luego, cuando amputen el quiste, se encontrarán con mi esqueleto asido a tus huesos. Y sabrán mi historia.

—Tengo un sentimiento para ti también. Un afecto al que llamaré Agk’ Ramen Nut. Vamos, aférrate, no te sueltes. La parte del caballo puede soportarnos a los dos. Mi mano se desliza suavemente sobre la cicatriz que tengo en la frente. Una cicatriz como una boca que se ríe. Una cicatriz que saca la lengua como una ostra. Una vagina.

—Tac tac tac tac.

—¿Has visto esa fotografía de un bebé diminuto que se aferra a la punta de un dedo? No es un bebé y tampoco es un dedo. Es una máquina que obliga a un ornitorrinco a beber leche sobre un platito del cereal. Es triste y amargo y absurdo y sádico y mercadológico. Es la vida, Agk. Sin más.

—Estoy listo, autómata. Tac tac tac tac.

—Me llamo S. Mi padre es Tanaka Hisashige. Viniste a mí para esto. Y te entrego el sonido del vacío. No eres el primer esqueleto. Te obsequio la gloria de su invención.

S se inclina y recoge la libreta. Observa el diagrama, lo estudia. Vuelve a dejarlo en su lugar. Verifica el cuerpo de Agk’ Ramen Nut y calcula. Echa atrás las espada y rota el tronco. Dentro, un alambre delgado emite un pequeño sonido que se agudiza conforme la autómata estira sus brazos. Es la tensión del resorte central. Extiende y todo su cuerpo mecánico se dilata. Suelta. La katana revienta la carne y los huesos del centauro. Lo parte en dos. Separa el animal del hombre con un corte muy fino y preciso. La parte de arriba cae lentamente hacia uno de sus lados y luego se produce una cascada de sangre. Las patas del caballo intentan reaccionar, alzarse, pero no hay comando motriz y tiemblan sólo unos segundos más. Los nervios del torso también hacen lo suyo, Agk’ Ramen Nut vibra un momento y luego se apaga.


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La autómata se incorpora. Clava la espada en el suelo y vuelve a colocar la rodilla en la marca hecha de sangre seca que coincide con su herida. Sujeta con fuerzas la empuñadura y se resigna al futuro, su programa: contemplar la lenta putrefacción del cuerpo delante de ella. Ser testigo de los gusanos que devorarán toda la piel, la carne, los músculos, la grasa. Y cuando las larvas estén satisfechas y mueran y se incorporen las distintas masas en un montículo de polvo blancuzco: habrá de asirse con más firmeza para no quedarse dormida. Alguien debe estar despierto para siempre.


CC (by) | Foto tomada de su facebook

*Franco Félix. (Sonora. 1981). Narrador. Ganador del Concurso de libro Sonorense en 2014, Premio Binacional de Novela Joven Border of words 2015 entre otros. Es autor de Los gatos de Schrodinger, Kafka en traje de baño, Mil monos muertos y recientemente Maten a Darwin, publicada en Random House.

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