L. Carlos Sánchez*
¿Quién dice que te moriste? Ayer te vi en la caricia de un cigarro. Lo tenías encendido. Como siempre. Ayer que fueron veintiún años de echarte tierra cuando ya estabas dentro de un cajón. Mentiría si te digo que he vuelto al cementerio, para hablar contigo. Vuelvo a ti, en la memoria, casi todos los días, para verte y escucharte. Las frases más inauditas. La mirada más implacable, de soberbia, de humildad. El añejo sabor de un trago que es para siempre.
Nunca supe el porqué de tu apodo: El Pando. Ni los motivos que te hacían ser el más elogiado de la raza, en tu casa llena de compañía. En derredor de la tele en blanco y negro, chaparrita, la que encendía lentamente y contaba las emociones de un juego de béisbol y el último round donde Pipino Cuevas defendía su título de campeón.
Estaban siempre las voces de tus amigos. El Chulo papá que te eligió de padrino y te compartía la añoranza de su padre ido, tu amigo El Nán que cantaba super recio. En el corazón del barrio que es la matanza. O el Lico quien más de una vez te dejó plantado con el bracero puesto. Y nunca la carne asada o las tripitas de leche. Nomás te lamentabas del desaire y apagarlo con otro sorbo. Total, la risa siempre te fue la solución.
Debe ser cierto eso que dicen. Que te moriste en primavera, dos días después que el poeta famoso de apellido Paz. Entonces el barrio, dicen, que se quedó tuerto. Que el halo de luz que encendía desde tu casa, se quebrantó y desde entonces ya nada es igual. ¿Quién dice que te moriste?
Antier miré al Fernando mi primo, tu sobrino, el hijo de la tía Fina. Con el mismo humor de tu nombre. La más parecidas ocurrencias, el atino del deseo de vivir. Desamparado de las buenas costumbres, en la lejanía de la pulcritud que es el buen vestir. Igualitos. Cortados con las tijeras del mismo sastre. Debe ser la implacable fortaleza del apellido.
Estuvo en esa tarde de reunión, en la nobleza del pescado frito y ceviche de camarón, el clan Sánchez. Los carroceros beisbolistas, los de la trama constante para la sonrisa presta. Mi tío Sapero que es tu hermano, el Toño menor de la dinastía, el Héctor, la Lorena. Bebimos tierra en el olfato, debajo de un palo verde, prestadísimos para la foto antes de ponerse el sol.
¿Quién dice que te moriste? En cada uno de nosotros tu recuerdo habita, el pasaje lúdico y feroz que con tu experiencia anclaste definitivo. En cada uno de ellos y yo permanece tu existencia.
Hizo falta, claro, la tos recurrente que te aceleraba el pecho. La desolación de tus ojos mirando al horizonte, la ceniza sobre el suelo donde pisaste tus últimos días. Pero allí estuvimos todos siendo tú desde el silencio de tu nombre. Yo solo dije una vez que era día vecino de tus veintiuno dentro del cajón. Todos hicieron como que no escucharon. Porque el sonido de una lata de cerveza llenó de estruendo la sombra del palo verde. Bebimos. Yo en silencio dije que era por ti. Hubo pastel a un lado de un gallinero y entorno a los perros que también comieron. Rolas de Camilo Blanes y un Javier Solís que estuvo ausente como ese día en el panteón. Nunca me dijiste porqué te gustaba tanto. Solo las lágrimas me contaron tus historias de desolación mientras escuchabas su canto: Sombras nada más. Luego se escuchó Vicente Fernández y mi tío Sapero, tarareó.
Pasaron las horas y al día siguiente se me vino encima el domingo. Veintiuno de abril. ¿Quién dice que te moriste? La ciudad se puso grande. Luego recordé el año ochentaiséis. Nos tocó ver juntos el mundial. Y se te escurrían los ojos al escuchar el apellido del enorme, ese jugador chaparrito del cual tú también te preguntabas por qué no nació en México. Maradona, gritabas empuñando tu sempiterna botella de Sauza, del blanco, el conmemorativo.
Por la tarde caminé al estadio. Lo hice en tu honor. Pensando en la alegría de tu ausencia porque si existe significa que un día también fue presencia. Allá en la entrada del Héroe me encontré al Calín, tu nieto. Tampoco prestó atención cuando le dije la fecha y tu nombre. Entonces solo gritamos la decepción de un penalti que no fue y que nos sacó de la competencia.
Pero él estaba allí, para generarme sentimientos encontrados. Una sonrisa del tamaño del estadio se me dibujó cuando entendí que ese momento te lo contaré el mismo día que te encuentre. Que espero sea pronto. Porque la vida siempre es pronta. Como la muerte. Te diré entonces que lo vi de cerca, con mis ojos que son tus ojos. Que lo contemplé sabiendo que eras tú quien lo contemplabas, y en silencio, igual como te lo digo ahora, también se lo dije: Maradona: ¿por qué no naciste en México?
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Tengo ganas de llorar. Y quiero encontrarte ya, como esa vez que te encontré dentro del circo, en el vado del río, cuando llevaste a mi hermano el Noé y yo me había colado al interior por debajo de la carpa. Reímos los tres y Don Ramón, el de la vecindad del Chavo nos regaló una pelota con su rúbrica.
¿Quién dice que te moriste? Ese veintiuno de abril parece que fue ayer. Que es hoy.

*Carlos Sánchez. Escritor y periodista. Ha sido ganador del Concurso del Libro Sonorense en la categoría de crónica por Matar, publicado por Nitro Press en 2013 y en 2020 por Ediciones Proceso.
Entre sus libros se encuentran La ciudad del Soul, Matar, Hazlo por mi corazón, Entrevista con el poeta, En el mar de tu nombre entre otros. Ha impartido talleres de escritura en diferentes centros penitenciarios.