La primera vez que leí un cuento de Borges no le entendí a nada. O quizá sí y sea una sobre exageración mía decir eso. Sabía que eran palabras hiladas, que formaban una oración, y que esa oración, a su vez, construía un significado. Pero nada más. De ahí no pasaba. La intención, o la probable intención, que en otras palabras es interpretación, con la que Borges escribía estaba vedada para mi entendimiento. Y lo peor de todo era que no comprendía muy bien el porqué de mi incomprensión.
Pero esa sensación hizo que me obsesionara con él. Releía sus cuentos una y otra vez. Me acercaba a preguntarles a otras personas su opinión al respecto. Buscaba la interpretación de otros. Y sin embargo nada me ayudó. La empresa, dicha con otras palabras, resultó infructuosa.
Por un buen tiempo cargué con el sentimiento de no poder entrar a eso que Borges escribía. Me sentía torpe, un mal lector. Y no fue sino hasta muchísimo después que más o menos bosquejé una interpretación de lo que había leído. Un pequeño esbozo que podía saciar mis inquietudes. Fue entonces que pensé que quizá las historias que retrata Borges en sus cuentos no responden a la realidad. O no al menos a la aceptada por la mayoría. Son relatos insertados en la otra cara de la moneda, en esa realidad que pasamos por alto, que escapa al ojo público. Historias con personajes oscuros y olvidados por la sociedad. Hechos inverosímiles y aparentemente sacados de otra dimensión, de otro lugar lejano al nuestro. Y que, no obstante, forman parte de este mundo.
Los cuentos de Borges tienen como eje temático poner en duda la realidad a través de esos objetos tan cotidianos y que nos rodean. En su esencia, creo que trata de decir, está una verdad, que no por personal es menos verdad, sino todo lo contrario: esa verdad única en una experiencia meramente personal que podría hacernos ver el mundo de manera distinta. Borges juega con objetos como un espejo, como una lectura olvidada en alguna biblioteca a mitad del desierto, como un sótano que esconde el ojo que todo lo ve. Todas las referencias con las que construye Borges su relato hacen que creamos que, efectivamente, gracias a un espejo podemos hallar el idealismo del hombre así como su imaginación, que en medio del desierto se encuentra la fuente de la vida, que en una casa en un barrio latinoamericano podemos observar a todo el mundo en una simultaneidad caótica. Pero que tan pronto conocemos la magia de estos objetos también sabemos su fecha de caducidad, situación que no vuelve menos enriquecedora la experiencia sino que acentúa el fortunio que habérnoslo topado.
Y sin embargo no sólo son las historias las que le dan fuerza a la literatura borgiana. En esa selección de palabras que realiza el autor se esconde un doble significado. En esa hilación de las palabras y la creación de oraciones hay algo más. Borges juega con las palabras del mismo modo que hace con los objetos. Cada término conlleva una resignificación que, a su vez, abre paso a algo todavía más rico (y que, de un modo u otro, hizo tortuosa mi primera lectura): al resignificar los términos también resignifica el camino al que estas conducen. Ese camino, dicho con otras palabras, es la forma en que Borges cuenta la historia.
Alguna vez leí no sé en qué lugar o escuché de no sé qué persona que los cuentos de Borges debían leerse como ensayos y sus ensayos como cuentos. Y quizá tenga razón o quizá no. Pero lo cierto es que es un modo de aproximación a su lectura. Una manera, también, de poner en tela de juicio nuestro leer, el leer que traduce la realidad. Saber que entre ellos comparten rasgos, que uno utiliza los recursos del otro. Y que esos recursos no son exclusivos de la literatura o del discurso, sino de nuestro accionar cotidiano. Sus personajes tienen largas disertaciones sobre un tema en concreto, disertaciones sobre los asombros que encuentran en su cotidianidad y cómo afecta este descubrimiento a su percepción sobre el mundo. Tenemos, por ejemplo, ese monólogo que realiza Averroes junto a otro grupo de escritores e intelectuales en “La busca de Averroes”. O la ideología de un soldado alemán en “Deutsches Requiem”. O la posibilidad de que alguien más haya escrito El Quijote, como en “Pierre Menard”. Todos esos elementos se conjuntan para crear la ilusión de estar en un universo distinto, el universo borgiano, pero que bien puede ser el nuestro.
Y tal vez en ello radique cierta magia de Borges. Algo de nosotros hay en esos personajes como para imaginar que pueden ser nuestros amigos o conocidos. O que incluso a nosotros mismos podemos atravesar por esas situaciones.