Judith Castañeda Suarí*
Con la minificción de la cual toma su título la antología compilada por Gloria Ramírez y Fernando Sánchez Clelo, Liliana Espinoza, su autora, nos ofrece dos planos que se interconectan a través de las expectativas humanas, de nuestros deseos, de las esperanzas puestas en un futuro que mejorará la situación actual. Así, en Resonancias, la narradora mexicana coloca ante su lector frases como “nos rozamos las manos al extender las alas, soñamos cosas similares con nostalgia profunda, vislumbramos cosas mágicas y desbordamos la ilusión…” para después cortar dicho hato de ensoñaciones con tres timbrazos que señalan no sólo el término de una jornada laboral, sino la irrupción de una realidad imposible de hacer a un lado con la punta del pie: hay máquinas de coser que deben dejarse limpias y lugares donde el orden tiene que mantenerse; hay un salario que adivinamos insuficiente, cuentas, en fin, una vida cotidiana donde apenas existe un pequeño margen para soñar.
Estos dos planos también forman parte del entorno de un escritor: ahí se contrapone su posible empleo a las horas que debe dedicarle a una obra; en el caso de las mujeres, la realidad que se abre paso a timbrazos posee un elemento más: las labores que la sociedad ha puesto sobre sus hombros. Entonces tenemos a una autora que, si le resta tiempo después de trabajar fuera y dentro de casa, se sienta frente al monitor y escribe. Por supuesto no todos los escenarios obedecen a esta descripción, sin embargo tal es la rutina a la que se ciñen muchas autoras.
Si a lo anterior se suma lo vertiginosa que se ha tornado la vida, tenemos un caldo de cultivo ideal tanto para la lectura como para la escritura de minificciones, textos que en su diversidad van desde unas cuantas palabras hasta una o dos cuartillas y ponen frente a la mirada de su presuroso lector cuentos brevísimos, nudos-desenlace, párrafos que poseen la estructura de una carta, de un anuncio publicitario o de ocasión, de un instructivo.
En el caso de Resonancias, los compiladores reúnen trabajos cuyo común denominador es la presencia femenina tanto en su autoría como en el personaje en torno al cual gira la breve historia. Obedeciendo a la diversidad característica del género, en la antología encontramos retazos tanto de tristeza como de humor, fotografías que captan una escena, volviéndola un minuto de no terminar, o cuentos que a través de la intertextualidad nos hacer recorrer rutas hacia otras obras.
En este último apartado podríamos mencionar la participación de Fabiola Morales y Tania Balderas. Mientras el trabajo de esta última, que lleva por título No se admiten cigüeñas y abre el volumen, es reflejo de una firme decisión de no ejercer la maternidad, Hadas, de Fabiola, constituye no lo que podría llamarse la debilidad causada por el amor, sino el engaño, y una metamorfosis al revés: el príncipe soñado al final se convierte en sapo. En ambos textos, la lectura nos recuerda trabajos distintos: No se admiten cigüeñas lleva al lector hasta la novela corta Cuento de Navidad, de Charles Dickens; Hadas, por su parte, es un guiño a ese territorio habitado por princesas, príncipes y alguna zapatilla de cristal, que son los cuentos infantiles. Sin embargo, la atmósfera de ambos textos dista mucho de parecerse: mientras en No se admiten cigüeñas el humor impregna una situación hasta entonces afortunada, Fabiola Morales dispone sus elementos dentro de un universo donde no existen esos finales felices y llenos de felicidad que los libros infantiles dan a sus pequeños lectores en tonos pastel.
La última batalla, de la autora chilena Mireya Keller, concentra en sí los ambientes recreados por Tania Balderas, Liliana Espinoza y Fabiola Morales: el deseo de romper con una vida que parece delimitada con anterioridad se mezcla con un ambiente brutal que, a diferencia del que posee Hadas, nos muestra su desenlace en toda su crudeza, esto es, una mujer condenada a trazar por enésima ocasión el círculo vicioso que caminaran sus antepasados, en este caso su madre, sólo puede abrir dicho círculo a punta de balas y de gritos, de furia.
Otro tema que abordan varias de las autoras compiladas en Resonancias es la desaparición forzada. México, Argentina; en realidad no hay tanta diferencia, quizá las formas, el lugar o los perpetradores; sin embargo queda la ausencia de una persona cercana, la incertidumbre de cuando se ignora si la vida, si la muerte, si un cuerpo en estado de putrefacción esperando por nosotros, por un monumento de piedra blanca donde acudir a llorarle, a extrañarlo. Tal es el tema de Catarsis, de la mexicana Xóchitl Segura, y de Ausencias, de Patricia Nasello. En el caso de este último la autora argentina, a través de breves susurros, describe el terror de un arresto hecho, muy probablemente, por un régimen autoritario. “Tu mamá […] Se la llevaron […] ¿Supiste algo de tu hermana?”, escribe Patricia, y en esas pocas palabras vemos lo común de esos arrestos, además de la dificultad de localizar a las víctimas, reflejado en las frases de la directora, que recomienda ser fuerte, así como no cansarse de tocar puertas, de preguntar.
Por su parte, Catarsis se narra también desde el punto de vista de un testigo; pero a diferencia del texto de Patricia Nasello, la empatía con la vecina se hace presente hasta que la desaparición toca a la propia familia. Aquí leemos ciertas frases por medio de las cuales se culpabiliza a una víctima por lo que le ocurrió: se fugó con el novio, así no se visten las niñas de bien, son sentencias que pasan del mundo real a la pluma de la autora mexicana y, desafortunadamente, siguen repitiéndose con regularidad.
Algo que también es frecuente en la vida de muchas mujeres es el hecho de asumir el rol de madre cuando ésta llega a faltar, cuando sus facultades no le permiten continuar una rutina. Las hijas, sin importar si son las mayores, se mantienen atentas a sus hermanos, incluso a una madre ya anciana o enferma, y cuidan de ellos. En esta temática se sumergen los textos de la española Elisa de Armas, de la colombiana Nana Rodríguez Romero y de las autoras mexicanas Andrea Lárraga y Arlette Luévano. Aquí la madre toma el sitio de una niña de pocos años, a quien se le obsequian muñecas y por la noche, se viste con un camisón y se le coloca el pañal adulto. Puede mencionarse la causa, como la hemiplejia que se lleva a la mitad de la madre de la narradora en Mitad y mitad, de Andrea Lárraga; puede existir la tristeza que hace imposible pronunciar la palabra “mamá” en Cuidados maternales, de Elisa de Armas, cuando dichos cuidados parecen dedicarse a una hija pequeña; incluso podemos encontrar algo diferente a aquello que impide completar una frase, un impulso a través del cual se preserva una memoria, como ocurre en Juegos de mamá, de Nana Rodríguez, cuyo final intuimos, aunque huérfano del giro que su autora le da al escribir que no tiene necesidad de leer, pues ella, su madre, la ilustra y da fuerza a sus poemas. “Soy la heredera de su memoria en sombras”, concluye, agregando a la condición en la que vive su madre una gota de no-muerte, de no-enfermedad.
Frente a este rol, considerado idóneo para una mujer por la sociedad, se encuentran los territorios vedados: cargos imposibles para el sexo femenino, por ejemplo, u ocupaciones donde a fin de ejercerse, es imperativo el uso de un seudónimo masculino. En estas zonas se adentran las plumas de Violeta Rojo y Andrea Tovar. Maximiliana y Plagio, casi al final del breve volumen, nos recuerdan esas ocasiones en que una escritora debió permitir que su esposo firmara su obra a fin de hacerse visible, o aquellas donde ropas de hombre significan llegar a sitios impensables para cualquier pie femenino. En este caso, pienso en George Sand, seudónimo de Amantine Aurore Lucile Dupin, cuya vestimenta de hombre le dio acceso a lugares prohibidos para una mujer de su alta condición social, o en la leyenda que tiene como protagonista a una mujer que se hace pasar por hombre y sube al trono de San Pedro antes del año mil, conocida como el papa Juan VIII. Tanto si son ciertos como si pertenecen al territorio de la ficción, estos hechos reflejan lo difícil que puede resultar para una mujer ejercer un oficio o un arte, aun si cuenta con los conocimientos o habilidades adecuadas.
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Muchas son las manifestaciones que se han hecho a fin de erradicar lo anterior, pues son las capacidades, y no la condición de hombre o mujer, lo fundamental en el momento de seleccionar a un aspirante o de considerar la calidad de una obra, por mencionar dos campos donde existen desventajas para la labor femenina. Marchas, consignas alojadas en un cartel, en un grito colectivo; esto también se refleja en una de las minificciones que integran Resonancias, la última, cuyo título incluye un término acuñado para denostar la lucha contra la misoginia o las protestas frente a los feminicidios. No soy una feminazi, de la mexicana Leticia Vázgonz, retrata una radicalización hija del hartazgo, de una cotidianidad machista que puede ir desde ordenar a una hija que atienda a su hermano, hasta negar una plaza laboral a una aspirante capaz sólo por el hecho de ser mujer, o incluso llegar al asesinato porque la víctima se negó a sostener relaciones sexuales, o porque desea continuar o interrumpir el embarazo producto de un vínculo concluido. “Tu comentario es machista y caíste en provocación”, reclaman a la narradora del texto final antes de expulsarla de la marcha, otro ejemplo de esta radicalización. Pero ¿qué hacer ante un panorama de violencia que en muchos casos y zonas se ha vuelto normal? Endurecerse, quizás; aunque tal vez una alternativa sea la empatía desde el principio, como en el argentino Ausencias, una pluma y un texto que ponga en el papel, delante de nosotros, aquellos panoramas y situaciones que nos son ajenos, haciéndonos pensar e imaginar más allá de nuestro entorno.
Resonancias. Gloria Ramírez / Fernando Sánchez Clelo (comps.). Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2018. 69 pp.

*Judith Castañeda Suarí. Autora de La distancia hasta el espejo, Dios de arena y Aire negro. Ha participado en las antologías Ráfaga imaginaria y Vamos al circo entre otras.
En 2005, recibió el Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos. En 2007, ganó el Premio Nacional de Cuento Joven Alejandro Meneses y el Premio Nacional de Narradores Jóvenes María Luisa Puga.
Ha sido becaria del Fondo Estatal para la Cultural y las Artes en dos ocasiones.
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