Un camino

Judith Castañeda escribe un texto muy personal en donde rememora su experiencia con la ópera: un poco fortuita pero también azarosa.

Judith Castañeda Suarí*

Hay personas que llegan a la ópera a través del gusto musical de sus padres o de sus abuelos. En su entorno hay espacios llenos del sol que escurre por una ventana próxima al sofá donde se sienta un familiar, llenos también del reposo que rodea una lámpara y una casa al final de sus actividades, al final de su semana. En estos entornos flota la música del tocadiscos, la voz de tenores y sopranos se acomoda en los espacios que deja libres la cotidianidad, y se hace una costumbre escuchar ópera o música clásica cerca de un mayor, algo que después, cuando la muerte o la distancia, traerá hasta nosotros a esa persona ahora ausente.

Existen también aquellos cuyo andar tropezó con intérpretes del género llamado classical crossover: cantantes cuya voz les permite afrontar temas de gran exigencia que, sin embargo, son ajenos a la ópera. En esta conjunto podríamos contar a Sarah Brightman, por ejemplo, soprano que protagonizó El fantasma de la ópera, de Andrew Lloyd Weber, o a agrupaciones como Il Volo; ambos cuentan con una interpretación de Nessun dorma que podría dirigir el interés de sus oyentes hasta Puccini, o hasta una representación completa de Turandot.

Mi descubrimiento se dio a través de otros medios: redes sociales y televisión. Uno de mis contactos en Facebook hacía comentarios o publicaba enlaces referentes a la mezzosoprano italiana Cecilia Bartoli. La curiosidad me llevó hasta un aria semejante al Lascia ch’io pianga que, años antes, había escuchado en la película Farinelli, de 1994. Se trataba de Lascia la spina, perteneciente al oratorio Il trionfo del tempo e del disinganno, del mismo compositor, Georg Friedrich Händel, quien reutilizaría después este fragmento musical en su ópera Rinaldo, de 1711.

Antes de Facebook y del internet, antes de Farinelli, estuvo la película Amadeus, del director Milos Forman. Habiéndose estrenado en México en 1985, la vi hacia el final de la década de los ochenta. Fue en el canal Cinco de televisión abierta (curioso si pensamos que, por lo regular, muchos de los contenidos televisivos no cuentan con una calidad elevada). Por otro lado, recuerdo la ausencia de censura: entonces la adolescente de trece años que era yo se asombró ante escenas duras, por ejemplo, cuando Antonio Salieri intenta desquitarse de Mozart a través de su esposa, Constanza. Pero también escuchó un fragmento del Réquiem, la obra inconclusa del genio austriaco, y la creyó en verdad no terminada, sin remedio, y recordó hasta mucho después ese Lacrimosa que llovía desde el techo de una tarde nublada, cuando una fosa común recibía un cuerpo envuelto en un lienzo blanco y una paletada de cal.

Portada de la película Amadeus. Cortesía: ABC

Creo que estaba ya predispuesta, pues además de Mozart y de Farinelli, conocía el Nessun dorma que tan popular hizo en sus conciertos Luciano Pavarotti, amaba Un bel di vedremo, que como muchas veces pasa, la había escuchado en nosédónde, y moría de emoción cuando la voz de la cantante llegaba al “e un po’ per non morire”, tan intenso que no resta otra salida sino el llanto.

A este escenario llegó el programa Ve la ópera con Sergio. El apagón analógico había quedado atrás y la oferta televisiva se amplió a canales como el 22, TV UNAM y Una voz con todos (en la actualidad Canal Catorce). Son medios culturales, por lo común no cuentan con un rating elevado, pero era lo que yo envidiaba de las pantallas planas: a diferencia de los aparatos de televisión analógicos, podían transmitirlos.

Era el 2014 o 2015. Al ir de canal en canal, tropecé con programa, en apariencia, sencillo: Una mesa al estilo de los restiradores usados en arquitectura, unas paredes vacías, tres personas hablando. Una de ellas era Sergio Vela, presidente del CONACULTA entre el 2006 y el 2009. Los tres intercambiaban opiniones, anécdotas y datos sobre Turandot y Giacomo Puccini, su compositor. Después de una hora de pláticas salpicadas de amenidad y erudición, se anunció que el fin de semana, domingo, el canal transmitiría la gala, es decir, la ópera completa.

Pese a seguir el programa, al planear ver esa gala olvidé el horario en el cual estaría en pantalla la ópera inacabada de Puccini. Las siete, las siete y media, quizá, pensé al encender la televisión el domingo. Eran alrededor de las seis y media; esperaría. Después de presionar varios botones en el control remoto, apareció un escenario dorado, intérpretes en azul y en rojo, un coro (el pueblo), que observaba y temía el rostro de piedra de una mujer, una princesa que se complacía en ejecutar a cuanto pretendiente extranjero osara someterse a una prueba ideada por ella misma, la cual consistía en la resolución de tres enigmas.

Quedé absorta desde el primer instante; las voces, las tomas televisivas, el vestuario de un Oriente de cuento de hadas, la ansiedad cuando el príncipe ignoto se apresta a resolver las preguntas que Turandot le lanza, me dejaron clavada en mi lugar, con la mirada fija en la pantalla, y los comentarios entre acto y acto del maestro Sergio Vela me ayudaron a una mejor comprensión.

El hecho de haber encendido tarde el televisor me hizo estar atenta por partida doble, pues no sabía en qué momento se interpretaría Nessun dorma, o si había pasado antes y no tendría ya oportunidad de escucharla. Para suerte de mi mala memoria, Puccini colocó una de sus arias más famosas al inicio del tercer acto de su ópera, y después de emocionarme con los enigmas resueltos, con el orgullo de la princesa destruido y con unos acordes del aria que su compositor suelta al final del segundo acto para dejar a su público a la expectativa, con las ganas, pude gritar, llorar y aplaudir a Marcello Giordano, recientemente fallecido y a quien no conocía, por un Nessun dorma que me taladró hasta los huesos. Sobra decir que desde mucho antes del aria de lucimiento del príncipe Calaf, esta humilde espectadora había caído redondita y a los pies de tan inmenso arte.


Foto obtenida de Facebook

*Judith Castañeda Suarí. Autora de La distancia hasta el espejoDios de arena y Aire negro. Ha participado en las antologías Ráfaga imaginaria y Vamos al circo entre otras.
En 2005, recibió el Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos. En 2007, ganó el Premio Nacional de Cuento Joven Alejandro Meneses y el Premio Nacional de Narradores Jóvenes María Luisa Puga.
Ha sido becaria del Fondo Estatal para la Cultural y las Artes en dos ocasiones.

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