CC Imagen de Max Aguilar
¡Último día de nuestro Dossier Lecturas para la cuarentena! Agradecemos a las autoras y autores que nos compartieron un texto y sus recomendaciones. Hoy es el turno de Edilberto Aldán, quien nos acerca a diversas e interesantes lecturas sin recomendarlas directamente.
Edilberto Aldán*
Para Tania Magallanes
Jorge Luis Borges estaba muy tranquilo, muy sereno. Había empezado a aprender japonés[1], se dice que comentó su viuda dos o tres días después del fallecimiento del escritor. La anécdota suelen contarla como para que quien la escucha entienda el enorme valor de las ganas de aprender. Un anciano sabio, un viejo genio no esperaba la muerte, la desafiaba, es evidente que la invención de Tlön[2] no bastaba, no era suficiente, el tiempo que le quedara al otro Borges era uno que debía ser aprovechado para escribir un guion sobre Venecia, entusiasmarse por conocer el célebre barco Assa de los vikingos y, además, descifrar una gramática completamente distinta a la de la lengua que dominaba.
Esa imagen de Borges es recurrente, aparece cuando siento que estoy desaprovechando el tiempo, como cuando miro el sendero desesperado de las hormigas que ascienden tres pisos hasta llegar a mi ventana, cruzar la malla de protección, rodear las llaves del fregadero y buscar en la barra de la cocina algo de comida para llevar a su nido, en el momento en que pienso que mi departamento no está en Bánfield y no habría modo de que el tío Carlos pudiera colocar una máquina para matar hormigas[3], ese segundo exacto en que caigo en la cuenta de que no estoy usando el tiempo para algo de provecho sino que divago, recuerdo a Borges y cómo sólo la muerte pudo interrumpir su aprendizaje del japonés, a diferencia mía, que no empleo mi tiempo de forma mejor, aprender francés, por ejemplo.
Aprender francés no para retar a la muerte a que me interrumpa, sino con el propósito de leer a Proust. Antes de bajar la app que me muestre el camino para acceder, en su idioma original, al efecto proustiano y deleitarme junto con Marcel en la inmersión de una magdalena en una taza de té, recuerdo que el propósito original para el que deseaba aprender francés ya lo cumplí, a medias, pues aproveché un largo periodo de enfermedad para leer los siete extensos tomos del tratado sobre los celos que escribió Marcel Proust[4] cuando me mudé a otra ciudad.
No es que considere una mudanza una enfermedad, aunque se le parezca mucho, es sólo que hay obras que por su extensión vienen acompañadas del deseo de poder estar en cama mucho tiempo como para poder dedicarse a ellas, cuando te enfrentas a las miles de páginas que alguna vez rechazó André Gide, entre las primeras cosas que te vienen a la mente es el cálculo del tiempo que tienes que dedicar a la potencia con que Proust empleó el “tiempo puro” de la narración ficcional, como describe Maurice Blanchot; igual sucede cuando sopesas Guerra y Paz de León Tolstoi, si el inventor de Anna Karenina tuvo que caerse de un caballo y romperse el brazo para durante la convalecencia escribir ese fresco histórico, lo menos que uno necesita es el mismo lapso de tiempo para dedicárselo al destino de cuatro familias durante las Guerras Napoleónicas; otra posibilidad es pedir una beca para leer, como sugería Carlos Monsiváis para acercarse al mamotreto[5] con que Carlos Fuentes se ganó el premio Rómulo Gallegos en 1977.
Con muy pocas ganas de dejarme caer de un caballo durante la primer rutina de equitación, sin ánimo para adquirir una enfermedad que me postre en cama, cancelado el acceso a las becas de lectura, y leídos los siete tomos de la novela de Marcel Proust, digamos que he perdido el incentivo para aprender francés, aunque siempre está la tentación de leer en su idioma original la que considero la obra maestra de Flaubert, pero no puedo decirlo en voz alta porque a diferencia de Mario Vargas Llosa, no leo en francés y soy incapaz de escribir un prólogo como “La orgía perpetua”[6] en el que sustente la emoción del momento en que al final de la novela, la señora de Arnoux se quita el sombrero y deja caer, ante la vista enamorada y atónita de Federico, una cascada de cabellos blancos[7], para que después de tanto amor, ella sólo sea capaz de besarle en la frente, como una madre, y con violencia cortar un largo mechón de canas para dejárselo de recuerdo. ¿Con qué autoridad podría recomendar cualquier cosa que leer porque se tiene tiempo si fui capaz de semejar una mudanza con una enfermedad?
En esas cosas pienso, como un sendero de hormigas, cuando se me pide una recomendación, porque hay que aprovechar el tiempo que nos regala la contingencia sanitaria. Con bastante vergüenza confieso que, como el Bartleby de Melville (a quien leí en la traducción de Borges), “preferiría no hacerlo”, después de todo, quién soy yo para decirle a nadie qué debería de leer. Ya cometí una vez ese error y llevo años esforzándome en no repetirlo.
Una tarde cualquiera de finales de los 90, mi padre solía pasar por mi departamento tras salir de su trabajo, además de saludar y recoger noticias de su primogénito para llevarlas a mi madre, solía pedirme algo que leer en el largo trayecto hasta el municipio conurbado en el que vivía. Uno de esos días, su curiosidad posó los ojos en los dos tomos de la maravilla de James Joyce[8], ¿y este, me lo llevo o qué? Soberbio (ahora lo sé), le dije que no, que se iba a aburrir, que ese libro no era para él, que era muy “difícil”, que ni lo intentara, se lo cambié por algo que en ese entonces me parecía digerible, a su altura; sin dudarlo, desde otro estante le extendí El largo adiós, de Raymond Chandler, y se fue feliz; su entusiasmo se acrecentó tras la lectura, ya no posaba las manos en estantes distintos a los dedicados al autor de Adiós, muñeca, con regularidad llegaba a mi casa a entregar un ajado volumen para pedir que se lo cambiara: dame más de este cabrón, tiene garra, así me decía, y le di La ventana siniestra, La dama del lago, Playback y cada uno de los tomos de mi colección de editorial Bruguera, hasta llegar a El simple arte de matar. Agotado Chandler, le proporcioné a Dashiell Hammett, Patricia Highsmith, Chester Himes, Ross McDonald, James M. Cain, Jim Thompson, hasta Leonardo Sciascia, Manuel Vázquez Montalbán y la grandiosa Cuatro manos de Paco Ignacio Taibo II.
La muerte alcanzó a mi padre en el 2000, no recuerdo ahora qué estaba leyendo por mi recomendación, si hago un poco de memoria, quizá después del ciclo policiaco, hubiera intentado emocionarlo con la serie de Fundación de Isaac Asimov, sólo los siete del “Ciclo de Trántor”, de Preludio a la Fundación a Fundación a Tierra, porque extender el “Ciclo de la Fundación” a más de 10 títulos que inician con Yo, robot, me parece una exageración, buscarle chichis a las víboras pues… aunque, es posible que esté equivocado, porque mientras que sí goce de las observaciones y comentarios de mi padre acerca de las aventuras de Philip Marlowe, Sam Spade y Tom Ripley, todavía hoy sé que me negué a saber qué podía compartirme él acerca del periplo de Stephen Dedalus y Leopold Bloom.
¿Qué me llevo o qué?, estoy seguro que preguntaría mi padre, de estar vivo, frente al obligatorio asilamiento social. Hoy no dudaría, en vez de recorrer los estantes en busca de lo que creyera que lo va a hacer feliz, le permitiría el acceso a mis descubrimientos, los mismos que tú lector tienes, esas pilas de libros que vas formando con propósitos distintos, de las que no sabes a ciencia cierta el propósito, pero igual vas formando, ahora, cerca de mí, siempre está el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa, tengo la distancia de un brazo el Inventario, en tres tomos, de José Emilio Pacheco, junto a El sueño del alquimista, El flautista el pozo, El monstruo ama su laberinto y Alquimia de tendajón del enormísimo Charles Simic, esos tomos comparten espacio en la mesa de trabajo con las Versiones y diversiones de Octavio Paz, los Cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont, los Cuentos completos de Jorge Luis Borges, Blonde de Joyce Carol Oates la obra de Oscar Wilde, los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot, una antología[9] de Rafael Pérez Gay y otra decena de libros físicos a los que quiero volver siempre, sin contar la centena que he cargado en la Kindle para gozar de Steven Pinker[10], el de Aaron Copland[11] o, siempre vuelvo al mismo río, las Cartas y escritos inéditos, de Raymond Chandler.
Si hoy, ante la necesidad de aislamiento voluntario, mi padre me preguntara qué se puede llevar, para mí, sólo para mi satisfacción, le daría el Ulises de James Joyce, no porque me importe lo que yo pudiera decirle de ese libro, sino para preguntarle qué piensa él del capítulo final en el que Molly Bloom revela qué sucede con su fluir de conciencia… sólo eso: antes que recomendar, estar atento a lo que despierta su deseo.
Aunque, pensado dos veces, si mi padre fuera capaz de pedirme una recomendación en estos tiempos de cuarentena, le diría exactamente lo mismo que a cualquier otro, lo que me digo a mí mismo: nadie va a ser Borges, que la muerte encuentre a otros aprendiendo japonés, lo que tú y yo podemos hacer es hablar del placer que nos provocan las lecturas que nos alcanzan, las que sean, desde los Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, hasta las Historias cortas de Rubem Fonseca… ¿y sabes qué?, no hablemos del placer, simplemente compartámoslos, y mientras tanto, durante el aislamiento, trago en mano, cada quien en el sillón alejado a la debida distancia, gocemos de las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould, o mejor aún, escucha conmigo el mejor disco del siglo XX, el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles, para al final, detenernos en la última canción grabada por ellos, y juntos, como hago ahora con tu nieto al que no conociste, decir “”Y al final, el amor que te llevas es equivalente al amor que das”, que es lo único que podría recomendar.
Al final eso sería lo que podría recomendar: reencontrarse con alguien, más allá del idioma, más allá de la responsabilidad, ser capaz de reconocer que, si tenemos algo, es la capacidad de correspondencia.

*Edilberto Aldán (1970). Director editorial de La Jornada Aguascalientes. Autor de Rápidas variaciones de naturaloeza desconocida, Viejos fantasmas con nombre, entre otros. Ha recibido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos de narrativa 2002, Certamen Internacional de Literatura Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz, Premio Nacional de Cuento Corto. Bienal de Literatura de Yucatán, 2011, primer lugar del IX Concurso Internacional de Poesía del Ateneo Español de México y primer lugar del VII Concurso de Cuento Juana Santa Cruz.
[1] Fuente: La Segunda (Diario : Santiago, Chile)– jun. 17, 1986, p. 12.
[2] “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Ficciones. Jorge Luis Borges. Alianza Editorial.
[3] “Los venenos”. Final de juego. Julio Cortázar. Editorial Nueva Imagen.
[4] En busca del tiempo perdido. Marcel Proust. Alianza Editorial.
[5] Terra Nostra. Carlos Fuentes- Seix Barral.
[6] Madame Bovary. Gustave Flaubert. Alianza editorial.
[7] La educación sentimental. Gustave Flaubert. Editorial Losada.
[8] Ulises. James Joyce. Editorial Bruguera.
[9] Arde memoria. Rafael Pérez Gay. Editorial Tusquets.
[10] El instinto del lenguaje. Steven Pinker. Alianza Editorial.
[11] Cómo escuchar la música. Aaron Copland. Fondo de Cultura Económica.
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