CC0 Ilustración obtenida del sitio web de la marca
Mitzi Ramos presenta un texto derivado de una serie de reflexiones acerca de la salsa valentina y sus usos, desde el agradable sabor hasta las implicaciones en el sistema educativo.
Mitzi Ramos*
El olor de la salsa Valentina me inquieta al ser vertida sobre cualquier alimento. Me encanta, me recuerda muchas cosas: las bolsas de salsa con cueritos a la salida de la primaria, las reuniones con amigos de la prepa, los paseos por el parque cuando nos íbamos de pinta o una tarde lluviosa con películas y palomitas con mucha salsa. Recuerdo perfectamente la voz de mi mamá mientras yo vaciaba lo que quedaba de la botella en las palomitas con chile en polvo: “¿Para qué les echas más chile si ya tienen?”. Pero es que la salsa Valentina no es cualquier chile: es salsa Valentina, y es deliciosa. Salsa nunca es suficiente, ni cuando es mencionada en algunos textos.
Se supone que no debo comerla: se me ha dicho que me dará gastritis. No obstante, la ingiero desde que tengo uso de memoria y aún no me ha dado, o eso creo: a veces tengo náuseas en exceso. Alguien me dijo una vez que la salsa Valentina no solo sirve para detonar enfermedades gastrointestinales, también para quitar el sarro. Cuando recién me casé, tuve que intentarlo; aunque me dolió desperdiciarla, tenía que comprobarlo. No funcionó: el sarro del viejo baño de la casa de mi suegra ahí seguía. Después me corrigieron, “lo que quita el sarro es la Coca” (esa deliciosa bebida negra que no puede faltar en nuestras comidas); “la Valentina limpia metales”.
¿Por qué usar alimentos como productos de limpieza? Y lo digo por esa vecina que destapa su lavabo con vinagre, bicarbonato y agua caliente, también por la mamá de mi mejor amigo de la infancia que descubrió, gracias a una travesura nuestra, que la cátsup eliminaba las manchas difíciles del suelo. “A veces se la acaba cuando talla el suelo”, escuché decir a mi compañero tiempo después. Típico de nuestro país: encontrarle más de un uso a cada objeto que pasa por nuestras manos, algo así como el toque del rey Midas, pero sin oro. En manos del mexicano, todos los objetos son proteicos y tenemos el deber de reutilizarlos.
Ecológicamente: reutilizar es una labor noble; ojalá lo hiciéramos con la consciencia de reducir la cantidad de basura. Aunque somos seres de extremos: así como podemos darle mil usos a un objeto, también podemos tener cosas que usamos una sola vez: los vestidos de XV años, de la graduación o de la boda; ese soporte para el celular“ultra magnífico” que compramos en el metro pero que sólo sirve para los tubos del mismo. Las velitas de las posadas que se quedaron por siempre en el cajón de la alacena.
Económicamente: reutilizar es funcional y quizá sea nuestra mayor motivación para darle más usos a ciertos objetos. Últimamente, ha aumentado el second hand: personas venden o trocan su ropa para tener más variedad y evitar comprar artículos a precios regulares. Claro, no deja de existir el que lo quiere vender como nuevo (ese sí se cree Midas) o el que quiere vender lo ya muy viejo. “Debes revisar muy bien lo que compras en el momento”, me dijeron cuando descubrí que la hermosa falda de segunda mano que había comprado esa tarde tenía un agujero que, por el tipo de tela, sería difícil reparar.
Al trocar, siempre esperamos recibir algo “mejorcito”. “Te lo cambio con diferencia de precio”, “¿por qué tan caro?, ¿cuánto es lo menos?, ¿en cuánto me lo dejas?, ¿cuánto por los dos?”; frases características de la compra-venta, y si te niegas terminan molestos y ya no te contestan los mensajes. Esa idea (de vender usado y trocar) existe desde los mercados prehispánicos, pero con las nuevas tecnologías, es preferible quedarse de ver por internet y esperar en los andenes del metro que ir al tianguis.
El metro, y demás medios de transporte, también son multiutilizados: desde los que viajamos un largo trayecto y lo usamos de recámara (en todas sus variantes), hasta los que lo utilizan como comedor. Los que lo transforman en ring o en mall para hacer el shopping. Los que lo convertimos en salón de belleza o en salón de clases, ya sea calificando exámenes o alumnos haciendo tarea.
Me acuso de participar en dichas actividades, desde tareas de la universidad hasta terminar planeaciones de clase en esos espaciosos vagones de la limosina anaranjada. Cuando intentaba enseñar a mis alumnos la geografía de nuestro país (clase planeada en un trayecto en metro) aquel líquido rojo, picante y condimentado volvió a ser de utilidad. “A ver, niños, ¿conocen la salsa Valentina?”. Mientras buscaba una imagen para proyectarla en el pizarrón, respondieron que sí, entonces les dije que recordaran la forma de esa mancha roja en la etiqueta, “Es Jalisco”. No solo es deliciosa, limpia metales y te hace recordar buenos momentos: la salsa Valentina enseña geografía.
En algún ciclo escolar, con la introducción del Nuevo Modelo Educativo, nos solicitaron que diseñáramos y aplicáramos un club, “Lo quiero recreativo”, dijo con voz autoritaria nuestra directora, no hubo cómo negarse y así terminé impartiendo el Club de Teatro a alumnos de toda la escuela. Nos preparábamos con anticipación y con intenciones de hacerlo lo mejor posible, aunque eso no garantizaba que lo hiciéramos como actores profesionales. Hay ciertos líquidos rojos y condimentados que son deliciosos, pero no quitan el sarro de un baño. O hay otros, negros y azucarados, que hacen muchas cosas, pero no limpian metales.
Practicábamos la expresión corporal, ejercicios de vocalización, mímica, incluso improvisación: expresábamos la mayor cantidad de usos posibles de un objeto: un clip, una caja, una libreta o lo que quisieran. La más divertida que recuerdo fue una calcomanía (que salió de una bolsa de papitas con salsa Valentina) de la que sacaron más de 20 usos, desde decoración de cuadernos o rostros, hasta arma o recogedor para la basura del lápiz. Quizá a Kristina Webb, quien utiliza las virutas de lápiz como elementos de sus ilustraciones, le hubiera gustado participar en el taller. Aunque no es mexicana, sería interesante ver qué haría con una botella de salsa Valentina; quizá veríamos una de sus ilustraciones teñida de un líquido rojo picante y condimentado.
El sistema educativo hace algo similar con los maestros: nos piden planear clases, impartirlas, hacer regalos para las mamás y los papás, diseñar clubes sin capacitación previa, ser expertos en barreras para el aprendizaje, arreglar y decorar salones, y a veces cumplir con responsabilidades de los padres. Es como querer cambiar la composición química de la salsa Valentina para que quite el sarro…
* Mitzi Ramos. Estado de México. 1994. Pasante de la Licenciatura en Pedagogía de la FES Acatlán. Asiste al taller de Creación Literaria de la FARO Indios Verdes.
Sin duda la salsa Valentina tiene más que su uso culinario, es parte la historia del mexicano.
Excelente texto y gracias por el tip de la cátsup.
Excelente texto , muy interesante.
La salsa Valentina es musa de inspiración en las reflexiones amenas, pero no por eso menos profundas de Mitzi Ramos. Felicidades