Hablar de mi estancia en una clínica de salud mental es algo que no me avergüenza. Ésta es una de las mejores experiencias que he tenido, no precisamente por el lugar, sino por las personas que conocí ahí. En un ambiente libre de prejuicios, pude compartir mis experiencias sin temor a ser juzgada, y escuchar las vivencias y consejos de las demás.
La casita tiene un área para mujeres y un área para hombres, así que la mayor parte del tiempo me encontré rodeada de chicas. Se formaron lazos de amistad, nos ayudamos entre todas. El ambiente era de total comodidad, sin siquiera las preocupaciones más superficiales como lo es la apariencia. No nos permitían tener maquillaje, y esto no era un problema hasta que llegaban los días de visita.
Algunas esperaban a sus padres, a sus hermanos, a sus hijos. Otras también esperábamos a nuestra pareja, unas cuantas niñas esperaban al chico que les gustaba y, en algunos casos, esperaban a ambos (sí, un día uno y un día otro).
La vanidad nos ganaba y comenzamos a buscar formas de darnos una manita de gato. Nos permitían tener bálsamo labial de cualquier color. Pedimos a quien se encargaba de nosotras un bálsamo del color más fuerte que hubiera. En mi caso, mis papás me consiguieron uno que sólo me servía para no tener los labios secos. Una amiga consiguió el color más fuerte, que apenas se notaba. Era suficiente para pintarnos los labios y usarlo de rubor, pero no era nada comparado con todo lo que nos solemos aplicar de maquillaje. La mejor amiga que tuve en este lugar, a quien llamaré K por cuestiones de privacidad, pasó de manera clandestina un pequeño lápiz para cejas. Para nosotras era la gloria poder arreglarnos una parte tan importante del rostro. Tampoco teníamos espejos, así que utilizamos el tenue reflejo que nos daban algunas ventanas para definir nuestra ceja y hacernos un muy modesto delineado en los ojos. Con esto nos sentíamos reinas de belleza.
Nosotras sabíamos que, a pesar de que todas sabíamos maquillarnos, ninguna te hará el maquillaje como lo haces tú misma. Nos cansamos de buscar en dónde podríamos reflejarnos y la necesidad de un espejo se hacía más clara. De nuevo, K nos salvó a todas y consiguió que le trajeran un espejo muy especial. Tenía diferentes colores de sombras, era muy pequeño, pero era perfecto. Formaba parte de una colección más grande de maquillaje que tenía K, sin ese espejo la colección estaba incompleta. No podíamos estar más contentas.
Lo guardamos en una bolsa de toallas íntimas, donde también tenía dulces que me habían pasado de contrabando y el pequeño lápiz de cejas de K.
Entonces, un viernes por la mañana, me dieron permiso para pasar en mi casa un fin de semana. Era una prueba para ver cómo reaccionaba al exterior. Salí muy emocionada, pero sabiendo que extrañaría a todas mis compañeras. Dejé todas mis cosas cuando salí.
Regresé el siguiente lunes temprano. Todas me aseguraron que el caos se había desatado en mi ausencia. Aparentemente, la huida de mi espíritu asexual se llevó también la relativa tranquilidad que tenían las chicas. Además de las sorprendentes noticias, me dijeron algo que me congeló: el espejo había desaparecido.
No sólo el espejo, también el lápiz y el chocolate que me habían llevado. Después de un rato, me dijeron quién era la principal sospechosa: Titi.
Titi era una señora mayor, debíamos tener cuidado cuando interactuábamos con ella, pues era fácil de hacer enojar. La vieron comerse el chocolate, por lo que sospechaban que ella pudo haber tomado también lo demás. Todas veíamos atentas a la bolsa que siempre llevaba en la mano, bolsa que no soltaba ni para dormir.
Después hubo otra desaparición. El cortauñas, que no debía tener yo, sino que debía estar en la enfermería, ya no estaba en mi cajón.
Decidimos hablar con las enfermeras para decirles que había desaparecido mi cortauñas y “otras cosas”. Nos dijeron que ellas se lo habían llevado porque no podíamos tenerlo, nos advirtieron sobre las cosas que no debíamos tener. “Por cierto, por ahí hay un espejo desaparecido que no debería estar aquí. Si lo ven nos dicen”. Esto nos alertó, ellas ya sabían del espejo, pero no lo tenían. Creían que yo lo había metido, porque me habían visto un par de veces maquillada.
Así inició una búsqueda exhaustiva. Las enfermeras por un lado y nosotras por el otro. Era una carrera contrarreloj.
Hicimos todo lo que pudimos para hallarlo. Interrogamos a otras pacientes, con quienes no era fácil comunicarse, hicimos alianzas con algunas enfermeras.
T (por privacidad) era la más carismática. Era la menor, pero de las más astutas del grupo. Era su segunda vez en la clínica. Cualquier duda, cualquier problema, era con ella. Si querías conseguir algo, papel, colores, lapiceros, sacapuntas, era con ella. Incluso maquillaje y espejo por un rato, haciendo tratos con las señoras que prácticamente ya vivían allí y a quienes les permitían tener cosméticos.
T tenía a una enfermera de su lado, y un buen día revisaron la bolsa de Titi (sólo las enfermeras lograban hacer esto). Encontraron un lapicero y la pasta de dientes de T, que llevaba desaparecida unos días. “Pero Titi ni siquiera tiene dientes” alcanzó a decir T.
La búsqueda terminó con la salida gradual de todas las chicas del grupo. Se dice que el espejo sigue rondando por los pasillos de la clínica hasta nuestros días.