Carlos Sánchez / Imagen: Cortesía de la cuenta de Twitter: @sonorabooks
Presentamos un adelanto de Matar. Crónicas desde el infierno, uno de los libros más reeditados de Carlos Sánchez, esta vez bajo la edición de Proceso, a quienes agradecemos su disposición por compartirnos este texto, junto con su autor.
Compone canciones. Cuando los versos quedan listos, las manos golpean las paredes de la celda para marcar los tiempos y sentir la similitud de un bajo que suena y se siente en el cuerpo.
Se llama Cristo José, le dicen Berrendo, por su frente amplia, asegún. Tiene la marca del destino. La cicatriz en la piel. La historia del fuego que atentó contra la integridad de sus sobrinos. La gasolina se expandió hacia la banqueta, donde estaban los niños, entonces el Berrendo metió las manos para fabricar una compuerta contra la llama. Los morritos, ilesos; él con heridas de primer grado y una marca perenne en la piel.
“No lo hice porque fuera un héroe, nomás accioné sin pensarla –acota el Berrendo mientras juega con las migajas de un pan, a un costado de la comandancia, donde a diario a espera la hora de la comida que él mismo reparte en las celdas donde habitan sus camaradas–. Tampoco la pensé mucho cuando lo de las calacas en el mirador. Uno reacciona y ya. ¿No te han tocado acciones así?”
“No”, respondo. Le argumento que las notas en los medios dan información distinta a lo que él cuenta sobre su caso.
“Te lo dije hace rato, los periódicos y los policías cuentan muchas mentiras.”
Las calacas del mirador. El Berrendo pone una oración al acontecimiento que lo convirtió en asesino y por el cual hoy purga su condena. “Pero la neta, me vale verga, uno hace las cosas y ya. ¿Qué no?”
Luego de su pregunta como muletilla, el silencio ronda la conversación. Nos quedamos viendo y su sonrisa ligera rompe la tensión. Ya luego me cuenta su origen. Dice que nació en Empalme, Sonora, esa comunidad que vive de la pesca, ese pueblo ferrocarrilero que alcanzó su gloria mundial cuando a Charles Chaplin se le ocurrió contraer nupcias con una menor de edad en este municipio.
Desde niño se trepó a las pangas con sus parientes, que son pescadores. “Qué chambeador eres, morro; si le pones con fe vas a llegar lejos”, dice que le dijeron sus familiares.
“Me veían que le entraba con todo y me la rifaba con el jale, de volada levantaba feria y disparaba sodas y sabritas a mis compitas del barrio. Pero ahí en eso del desmadre quién sabe cómo es que uno se enrola, cuando menos piensas la vida te cambia de lo bueno a lo malo. Porque ese es el pedo: nunca ves las cosas como malas, las haces y ya.”
El vuelco de la vida empezó un día que andaba bajo los efectos del solvente; también ingirió pastillas y cerveza. Ese día, según recuerda, transitaba en su ranfla, la que trajo del gabacho después de pasar una temporada trabajando en la pisca de tomate. “Bien chavito me llevó uno de mis tíos, apenas andaba yo cumpliendo los quince.”
Ese día se treparon en el Honda con rines niquelados, con sonido de retumbe y fiel. Se tendieron al mirador del puerto que es San Carlos. Habían programado la fiesta, con ritmo de rap, en compañía de unas muchachas.
El Berrendo recuerda que de pronto, en el alucine, miró a un vato pretendiendo a la chava que él controlaba. ‘Llégale’, le dijo. Pero al mirarlos divertirse se le metió el chamuco, la rabia lo cimbró y vinieron las acciones que lo convirtieron en asesino.
Al Berrendo lo levantaron pronto los de la justicia porque, según dice, ni importancia le dio a lo que hizo.
“A’i andaba volándome la greña en el barrio. Creo que no registré bien lo que hice o tal vez me valía verga, como siempre me ha valido. Ahora recuerdo que cuando me la aventé nomás me puse a contemplar el mar, lo grande que es, y me metí en esas ondas del movimiento del agua; luego me convertí en gaviota y desde arriba veía machín dónde clavaría el pico, pinchi alucín, pinchi alucín del solvente.
“Así me la pasé un buen rato, con la buchaca en las manos, inhalaba y luego miraba a lo lejos. Ya cuando dejé de alucinar porque al solvente se le vació el power, me cayó el veinte y salí corriendo, bien desesperado, prendí la ranfla y pegué el retinto. Pasaron unas tres semanas, hasta que me apañaron, uno de los morros con los que andaba me puso con los mulas.
“Cuando me llevaron a la comandancia me amacicé, les dije que no, que todo era un invento de los policías, que ni vicios he tenido nunca. A huevo que no me creyeron. El Ministerio Público me miraba siempre con una sonrisa como de burla, pinche viejo pelón, pero un día saldré y verá cómo masca la iguana. Ese ruco me recuerda a un comandante que me estuve culiando. Él me hacía el paro y yo me lo dejaba caer. Siempre que me levantaban los mulas, nomás le mandaba un recado con cualquier cachuchón y de volada venía por mí, pinchi vato maniaco, le gustaba que le rasguñara la espalda mientras se la metía.
“Pero esa vez fue distinto. Este vato del que te cuento llegó a la comandancia todo alterado, se encarracó conmigo y me pidió que le contara con pelos y señales cómo había estado el baile con los morros que, según le dijeron, yo les había dado piso. Me puse a contarle, porque a él le dijeron que irían por mí para matarme, que porque la chava a la que maté era hija de un vato malandro que tiene conectes con la mafia, y que aunque estaba o está en la cárcel, desde allá dio la orden de que me pusieran la cazadora. ‘¿Qué voy a hacer si te matan?’, decía el vato casi a punto de llorar, y se le quebraba la voz, como chamaquita. Qué loco, el comandante grande y chacalón, con cara de hombre, barba cerrada y un bigotón como el de Vicente Fernández, yo nomás lo escuchaba y no podía controlar las curas.
“Pues a’i me puse a contarle todo a este güey, y esta vez le canté la neta. Él se había portado reata conmigo y yo sabía que traía la onda de brincar a paro. Me puse a quemar cinta y registré que todo comenzó cuando me topé a los plebes por la calle de Guaymas.
“Los morros se treparon a la ranfla y yo traía unas cuantas ruedas pa’l desempance, unas rivotril, como una tira. Para esto, poco antes ya me había estachado tres, dos primero y luego la otra al rato con un bote de cerveza a pecho, nomás para agarrar control. Los plebes, muy simpáticos, dos morras y un morro. Ya estaba casada la apuesta, el cuatro perfecto. Nos iríamos a Miramar, esa playita donde se mete el sol, para treparnos en el muellecito turístico, a escuchar rolas y ya lo que pasara pos bienvenido. Y así le hicimos. Ni cuenta nos dimos cuando se empezó a poner naranja la tarde, pero sí recuerdo que fue en eso cuando llegaron unos morros en unas motos, uno se acopló de volada y empezó a bailar con las chamacas, los otros se fueron. El morro que se quedó de un de repente me dijo que le gustaba la morra, que era la que yo traía, y le dije que todo bien, que se amacizara, que yo ya me la había culiado tres veces, que si le gustaba que se tendiera sobre ella y todo bien.
“Ya cuando el sol se estaba metiendo alguien dijo que nos fuéramos. ‘Sobres’, dije, pero la Malena brincó de volada y dijo que nel, que mejor nos subiéramos al mirador de San Carlos, que ya de noche las estrellas se miraban más chilas. ‘Va a estar macizo el viajezote’, me dijo todavía, mientras abrazaba al morro de la moto. Quién sabe qué quería la morra, pero le seguí la cura. Nos trepamos a la ranfla y nos fuimos. El morro de la moto nos puso cola. Llegamos al mirador y lo primero que vimos fueron unos mapaches que se acercaron a los botes de cerveza… saqué un curón: pinchis mapaches alcohólicos, decía yo mientras soltaba la carcajada. Se veían bien bonitos rondando las bolsas con cervezas. Neta que hasta pensé: al rato que nos vayamos me voy a llevar unos para la casa y voy a hacer una jaula, pondré cría de mapaches, los voy a criar con papas fritas y cerveza, porque vi que eso comían.
“Seguimos en la fiesta, con rolas de rap y baile que baile. Se hizo de noche y había luna llena. Era como un reflector. La luz nos alumbraba la cara, se veía todo. En una de esas llegaron los policías, de volada me arreglé con ellos, les di una feria y se fueron.
Al rato hicieron otro rondín pero de lejos nomás nos saludaron, todo bien. Ya para eso, la Malena y yo habíamos cogido otra vez en una de las piedras del cerro, que parece cama. Ahí me puse bien caliente, la agarré del pelo y me vine adentro, sin pensarla. La Malena nomás bramaba bien bonito, estaban muy chilos sus labios hinchados y sus ojos se le ponían más grandes, a lo mejor le crecían con la luz de la luna.
“Poco antes, el morro de la moto dijo que iba y venía en caliente por unas cervezas, que porque ya nos estábamos se cando. Pensamos que no volvería, pero de pronto lo vimos llegar bien cuajadote. Y otra vez me tiró el sable que le hiciera valer con la morra. Le dije que simón, que sí se hacía. Para eso yo ya quería otra cura de solvente, abrí la lata en greña, me serví en la bolsa y empecé con el tango, a soplarle y a inhalarle, bien a gustote. Me clavé en la buchaca, porque es lo más sabroso: jalarle hasta que te trepas en el alucine. De pronto miré a los mapaches volar hacia el acantilado, uno a uno se aventaban hasta desaparecer entre las piedras. Se me va a escapar el plan, dije, si estos mapaches se siguen aventando no podré hacer el criadero.
“Fue entonces que en mi loquera quise salvar a los mapaches. Cerca de mí estaban el morro de la moto, quién sabe cómo pero el vato reaccionó y me jaló de la camiseta. ‘Al tiro, loco, si te vas ya no regresas’, me dijo. Registré y fue cuando vi a la Malena abierta de patas, toda despeinada. Quemé cinta y me malviajé, dije: ‘Este güey se quiere pasar de verga, me quiso tirar al mar porque se está culiando a la morra que yo traigo’. No la pensé, le di un cabezazo en la cara, dos patadas en la panza y lo aventé al acantilado, me asomé y vi cómo cayó redondito. Push, nomás hizo el agua. Un chingo de burbujas, a lo mejor porque el morro manoteaba. A mí me parecía divertido, no aguantaba las curas y a la vez el coraje. ¿Se me metería el chamuco?
“Me deshice del que me andaba ganando, según yo, pero la bronca vino después con la Malena, que me lanzó una mirada de pánico, como diciendo qué hiciste, cabrón, entonces la agarré de las greñas, la jalé y le di un putazo en la cara, al tiempo que ella intentaba abrazarme y me decía que no lo hiciera, que la maliciara, que yo ya tenía dos críos, que me calmara, que todo estaba bien, que lo hiciera por mis hijos, queno me embroncara. ‘Yo nomás le seguí la cura a ese vato porque tú me dijiste que todo bien y a él también le dijiste, ¿por qué te pones así ahora?’ Luego me besó despacito, me acarició el pelo y me dijo que el morro no la hacía conmigo, que yo sí tenía power, que se prendía machín. ‘Métemela otra vez’, me dijo. Y me jalaba del pantalón. Ya me estaba calentando cuando registré que la morra andaba armando un plan para convencerme, para que me la culiara y luego ir a ponerme el dedo con los mulas. Me puse trucha, ella sintió mi reacción y empezó a implorar que me la cogiera, que los dos la íbamos a gozar a toda madre, así me decía: ‘Mira, pronto va a amanecer y estaremos haciendo el amor, la vamos a armar chilo aquí mismo, vente’.
“Aunque la Malena me pedía la bacha, no capié, me miró en silencio, como ya cansada de suplicar, ahí fue donde yo creo que entendió que también se iba a ir. Y se fue. Me dejó unos rasguños en la cara y su voz en mi mente. A veces la sueño y la veo que vuela, como voló esa vez. Pobre Malena, loco, su pelo se le enredó en unas ramas y allí quedó un pedazo del cuero cabelludo. Yo creo, en mis viajes, que sus greñas intentaron salvarla, por eso se enredaron en las espinas de esos matorrales. Pero la Malena de todos modos dio trastazos y alaridos.
“Los otros morros que andaban con nosotros se paniquearon y salieron corriendo, me dejaron solo. Yo digo que ellos me pusieron con los mulas, pero pues cada quién. Eso se hizo y ya pasó, yo ya nomás quiero que esto de marcar en el encierro se acabe de una vez, tengo ganas de estar en la playa, con un coco helado en la vaisa y mirando las gaviotas.
“Ya del paro que me quiso hacer el comandante para amansar la ley, ni con todos sus conectes pudo hacer nada. Había dos calacas en mi sopa y luego otros agravantes que le llaman ellos, sobre eso que me platicaron de que la Malena luchó un chingo intentando hacerla, que no se murió de volada. Ella traía un celular que yo le acababa de regalar, un celular que había levantado la noche anterior en un asalto. Con ese mero la Malena le marcó a sus jefes, les dijo que estaba abajo del mirador de San Carlos, que la habían golpeado. Sus jefes no le creyeron. Como siempre hacía panchos, los doños no brincaron a paro. Ahí estuvo como tres días, desangrándose. Dicen que cuando la encontraron ya estaba picoteada por zopilotes, ¿o serían las gaviotas? Y yo me pregunto, si su jefe me mandó matar, ¿por qué dejó que se muriera la Malena? ¿Dónde estaba el amor que le tenía a su hija?”
El abrazo ausente
Cuenta el Berrendo que a sus diecisiete años ya se había convertido en padre de tres niños: dos gemelas y un varón. Y que ya esperaban por el cuarto: su pareja estaba embarazada cuando lo ocurrido en el mirador de San Carlos.
En la celda de indiciados, después de la fiesta y su desenlace el Berrendo empezó a repasar todas las cosas que hizo las horas antes de llegar a prisión, y hasta el día de hoy asegura no estar arrepentido, “Porque así lo dice la Biblia: cada quién trae su designio de lo que será en la vida y por algo pasan las cosas, qué verga, uno nunca sabe lo que hará al día siguiente”, conjetura, y en su rostro otra sonrisa se dibuja.
Y ante las consecuencias se le vinieron los años de tirar tiempo y remar en la mar crecida que es la cárcel. A entender y atender los reglamentos. A fuerza de días en el apando, allá donde sólo una reja pequeña en la celda permite el acceso de la luz. Allá donde la soledad es más que una palabra.
Una y otra vez, el Berrendo rememora cuando estaba morro, el barrio le guiñó el ojo y no quiso perderse su significado. Lo cuenta con la vista hacia la reja que da al área de cocina, con la ansiedad que provoca el deseo de alimento. “En medio del mar, arriba de las pangas, me tomé las primeras píldoras y probé la mota. Y la neta que todo ha pasado como si nada, estuvo curado, mi Charly”.
Días después de la conversación que sostuvimos, la celda de castigo se abrió de nuevo para el Berrendo, porque no aguantó las ganas y se metió al taller de carpintería, de donde extrajo una botella con solvente. Se la ingenió y hubo fiesta en la celda diecisiete, pabellón uno.
Desde allí, con el ingenio que estimula la cárcel, un día el Berrendo me hizo llegar una carta, donde palabras más palabras menos, me cuenta que lo que más le está jodiendo la vida es no saber de su madre. Y que antes de que lo llevaran a la celda de castigo se enteró de que su mamá estaba en la cárcel.
“Cómo la ves, loco, ¿me podrías averiguar si aún está viva?”, me dijo el Berrendo recién desafanado del castigo, un par de semanas después de que su carta cayera en mis manos. Me endulzó el oído con frases conmovedora, detalles de sus recuerdos de niño, de las pocas veces que convivió con su madre. “Averíguame, no seas culero, al rato te retacho la moneda. ¿Quieres que te haga un collar para tu morrito?”
Para que obtuviera información sobre su madre el Berrendo me dio el nombre de su hermano menor, Él vive en Arizona,pero lo puedes encontrar en Facebook. Dile que eres mi compay que necesito razón de mi mamá. Las noticias que obtuvey a la postre le compartí fueron positivas a medias: su hermanomenor, de apenas quince años, me dijo a través de una conversaciónpor Messenger que su madre estaba viva, pero no enbuen estado. Me encargó que le dijera al Berrendo la verdad amedias. “Sólo coméntale que está bien, pero ni a ti te diré lascondiciones en que está. Ya con que esté viva es mucho”. Fin dela conversación. La historia que el Berrendo conocería del estadode su madre sería maquillada por mis palabras, en un intentode tranquilizarlo.
Pasaron los días y él se convirtió en un alumno destacado. De pronto bailaba y cantaba en lunes cívico. A veces leía efemérides o declamaba algún poema de Amado Nervo, con pronunciación perfecta. Ya en su vocación de componer canciones, al Berrendo le dio por escribir letras que tienen como tema el amor por los hijos, el mar y los pescadores, la desolación y la alegría de permanecer pisando la vida. Pero los temas más recurrentes hablaron de la búsqueda, de la entraña, de ese pasado de ausencia de la madre, el cual permanece.
Una de las canciones versa sobre una tarde en la que él mismo estaba en un callejón del barrio y miró cómo desde un auto descendió una señora, que se dirigió hacia él y le pidió cinco grapas de cristal. Él la atendió. Al momento del pago, cuenta la canción, el vendedor descubrió su rostro, miró fijamente a la doña y le preguntó: ‘¿No te acuerdas de mí?’ La señora sólo dijo: ‘Andas de vaquetón’. “Dio la media vuelta, se marchó. Pero antes nos quedamos viendo, no sé cuánto tiempo, lo que sí recuerdo fue que no pude hablar”.
Los versos de la rola cuentan que esa doña es la madre del Berrendo. Y él aclara: “Es la última vez que la miré, y la neta que me saqué de onda, no supe cómo reaccionar, me quedé con un chingo de ganas de pedirle un abrazo”.
Así fue que anduvo los pasillos de la cárcel, las noches en su celda. Cristo José esperando noticias de su madre y con la esperanza puesta en la visita de sus hijos, los cuales lo visitaron muy de vez en cuando. Y a matar el tiempo en la talacha: limpiando los pisos de las celdas, repartiendo la comida, cantando las rolas de su inspiración. Ya prudente, se puso a observar desde su trinchera el enfrentamiento entre los morros. Él ya no quiso ensuciarse las manos, porque su deseo mayor fue seguir en el vuelo, entre los pabellones, en la cancha a donde se va a patear balones. Como para matar el tiempo mientras se cumple la sentencia.
La vocación de matar
Pasaron los años y la libertad llegó, pero el destino parece no dar tregua. Al Berrendo le dieron una ametralladora, lo ingresaron a las filas del narcotráfico. Anduvo jalando del gatillo, la autoridad lo identificó, puso precio a su cabeza. Primero por el asesinato de un funcionario, luego por la posible participación en el incendio de una casa del puerto donde fallecieron dos niños y la madre de éstos, según lo informaron los medios.
Una vez el Berrendo me llamó para decirme: “Compa, ya la ando haciendo en grande, y vamos por todo. Quiero que me ayudes a encontrar a mi mamá”. Después de esa llamada ya no volvió a comunicarse. Quedamos de vernos en la playa. En su viaje al pasado quería mostrarme la escena de los crímenes que lo llevaron a prisió: “Nomás para explicarte donde meritito cayeron los morros, para que no creas que te ando cabuleando”. La reconstrucción de hechos que proponía ya no fue posible. Esa fue la última vez que hablamos.
Los medios no dejaron de informar sobre las supuestas acciones del Berrendo. Un día le cayó la voladora, dijeron las noticias. Los de la ley lo atraparon y fue a dar a la cárcel de San Germán, en la puritita mesa del puerto de Guaymas. Allí se salvó de tres picotazos y dos intentos de estrangulamiento: las manos del padre de quien quería aniquilarlo no tuvieron la suficiente fortaleza para cobrar venganza. Al Berrendo lo llevaron herido de gravedad a un hospital, de allí se les fugó con ayuda de un camillero, eso dicen. También corre la versión de que un comando armado llegó para rescatarlo.
Quiso la suerte que las heridas le sanaran. Luego se alió con un grupo de narcos, el de mayor poder. Vino lo recio, cuando el Berrendo explotó su máxima habilidad para segar vidas.
Esas fueron las causas de que su cabeza subiera de precio. No le quitaron la mira a sus pasos, hasta que un comando dio con él, allá en Tijuana. Al Berrendo le destrozaron la cara a balazos. Algunas fotografías rolaron a través de celulares, el festín de la venganza, el insulso y vacío adagio de que muerto el perro…
Carlos Sánchez (2020). Matar. Crónicas desde el infierno. México: Ediciones Proceso. Derechos reservados.
*Carlos Sánchez. Escritor y periodista. Ha sido ganador del Concurso del Libro Sonorense en la categoría de crónica por Matar, publicado por Nitro Press en 2013 y en 2020 por Ediciones Proceso.
Entre sus libros se encuentran La ciudad del Soul, Matar, Hazlo por mi corazón, Entrevista con el poeta, En el mar de tu nombre entre otros. Ha impartido talleres de escritura en diferentes centros penitenciarios.