Judith Castañeda Suarí | Imagen: Metropolitan Opera
"Giuseppe Verdi se vio obligado a trasladar la historia unos cien años atrás, cuando su intención era reflejar la sociedad de su tiempo", escribe Judith en una escrupuloso análisis de las relecturas de las óperas ambientadas en siglos anteriores (principalmente siglos cortesanos) y su readaptación a escenografías modernas.
Desde hace algún tiempo existe la tendencia, por parte de los directores de escena, de efectuar una relectura en las óperas que integran el llamado repertorio clásico, dando como resultado producciones alejadas de la época que el libreto señala como marco para el desarrollo de una trama específica. En la actualidad, dicha práctica se ha agudizado, y a causa de la distancia espacio-temporal que muchas escenificaciones guardan con respecto a la obra original, existe una Bohème que se traslada al espacio o a un hospital donde los enfermos de cáncer pasean su agonía frente a un Rodolfo con gran imaginación, o un Barbero de Sevilla situado en un edificio, con motocicletas, autos y habitaciones tapizadas con posters, algo típico en una adolescente enamorada de su cantante favorito.
Un sector de los aficionados disfruta de estas producciones modernas, que ofrecen algo novedoso dentro de óperas vistas una, otra y otra vez, aunque en ocasiones tal ejercicio resulte en un intento fallido. Sin embargo, otra parte del público condena estas prácticas; “el autor dijo”, “el compositor señaló”, “en el libreto puede leerse”, argumentan, muchas veces con el ánimo encendido.
En lo personal, creo que son disfrutables tanto las puestas en escena tradicionales como las sacadas de su contexto original. Ya lo ha comentado Gerardo Kleinburg en varias de sus charlas de divulgación: la ópera se trata de nosotros, de los espectadores, no de un lugar en específico y de unos personajes extraños en su lejanía. Es sentimientos, emociones, dice; Scarpia no sólo es el inspector de policía lascivo y cruel de Tosca y cualquier joven que siente no ser suficiente para llamar la atención de la chica que ama puede guardar un Nemorino dentro. Como se puede deducir, el también autor de la reeditada No honrarás a tu padre, se declara partidario de las relecturas en una escenificación.


Con Agrippina, ópera de Georg Friedrich Handel estrenada en 1709 en Venecia, se han hecho también este tipo de representaciones. Durante el mes de febrero, antes que se declarara el estado de pandemia en nuestro continente, el Metropolitan Opera de Nueva York la llevó a su escenario. Quienes tuvieron la oportunidad de verla, ya sea en vivo, en el cine o mediante los streaming gratuitos que el MET ha ofrecido a través de su página web, se encontraron con un escenario casi desprovisto de elementos, donde destaca una escalera en cuya cima se encuentra el trono del emperador de Roma, objeto de deseo de Agrippina, no para sí misma sino para su hijo Nerón. Sillas, una especie de monumentos fúnebres con el nombre de cada personaje, un tocador en el que la mezzosoprano Joyce DiDonato, en el papel protagónico, retoca su maquillaje, un hombre que aparece leyendo al inicio de la puesta, conforman el entorno de esta producción en la que el vestuario no es el propio de la antigua Roma: Joyce, Kate Lindsey, mezzosoprano quien interpreta el personaje de Nerón, así como el resto del elenco, lucen ropas que muy bien podemos encontrar en los escaparates, en algún ejército contemporáneo o entre los propios asistentes a la función.
Esta nueva producción, como tantas otras modernizadas, ha ganado detractores. Entre ellos, quien externó su descontento en su oportunidad, a través de redes sociales, fue Javier Lozano Alarcón, el político mexicano, que se ha desempeñado como Senador y Secretario del Trabajo, escribió en su cuenta de Twitter que en más de treinta años de asistir al Metropolitan nunca se había salido de una función, pero Agrippina le pareció grotesca; “Convirtieron una intriga palaciega en vulgar parodia”, aseguró, palabras que también se encuentran citadas en la página político.mx.
Lo anterior muy bien podría reducirse a una cuestión de opiniones: “me gusta”, “no me gusta”. Sin embargo, dado el tipo de ópera de la cual estamos hablando, los argumentos de aquel defensor de una puesta en escena tradicional pierden mucho de su sustento.
Si consideramos imperativo el apego que debe haber por parte de una producción al entorno de una obra, Agrippina debería escenificarse vistiendo cascos y petos, en el caso de los militares, y túnicas con algún adorno en dorado, brazaletes metálicos; en cuanto a la escenografía, tiene que recordarnos la arquitectura de la antigua Roma.
Aquí es importante describir en la medida de lo posible la forma en la que se llevaban a cabo las representaciones a principios del siglo XVIII. En “El vestuario en el siglo XVIII según Marmontel” Esperanza Martínez Dengra, de la Universidad de Granada, escribe que “En la ópera, hasta 1725, se conservan las modas mitológicas de fantasía ornamental a la manera de los trajes decorados por Bérain y en la Comédie-Francaise, las obras se representan con la misma indumentaria que se utilizaba para salir a la calle”, agregando que es en la segunda mitad del siglo cuando autores y actores comienzan a preocuparse por la verosimilitud en el vestuario.
Otro documento es La indumentaria desde la puesta en escena: de Buontalenti a Diaghelev, la Tesis que presentó María Sierra Roldán Moral en 2014 para optar al grado de Doctora en Ciencias del Espectáculo, en el Departamento de Literatura Española en la Universidad de Sevilla. Revisando el índice, leemos que la autora hace un recorrido temporal por diversos países europeos, describiendo varios aspectos de las artes escénicas en Inglaterra, España, Italia y Francia.
Con respecto a la ópera en Italia de finales del siglo XVII y principios del XVIII, María Sierra Roldán escribe que “debido al lujo que la ópera tenía que reflejar y a que el canto y el montaje escenográfico primaron sobre el resto de los elementos escénicos”, el vestuario acabó descuidándose, pues no reflejaba ni la época ni el lugar de la obra representada. Esto comenzó a cambiar con la ópera bufa, surgida hacia finales del siglo XVII. En cuanto a los años posteriores, el panorama es similar, aunque la hegemonía teatral ha pasado de Italia a Francia. Es hasta mediados del siglo XVIII que vestuario, personajes y obra empiezan a guardar coherencia.

Dentro de este marco, Agrippina se sitúa en la época donde el vestuario es el aspecto menos vigilado por parte de quienes montan una puesta en escena. Y aunque no parece posible decir con exactitud cómo era la ropa con la que se representó, si revisamos algún grabado, alguna pintura que retrate una escenificación de aquella época, veremos que el vestido de los actores se parece al del público que llena el teatro. Tomando en cuenta, de igual forma, los temas que aborda la ópera seria italiana del siglo XVIII, quizá los espectadores asistieran a una Agrippina donde los cantantes usaron una mezcla extravagante de ropa contemporánea y algún complemento que recordaba con vaguedad a la Roma clásica.
Pero, ¿cuál es la importancia de estas conjeturas? Si establecemos un paralelo entre aquellos años y la actualidad, comprenderemos que la idea de usar un vestuario moderno para representaciones de ópera barroca, independientemente del resultado final, no suena tan descabellada. Este ejercicio se ha puesto en práctica con más de una obra, tanto de Handel como de otros compositores, y el público del Teatro Colón, o el de Munich, han presenciado un Julio César, un Rinaldo, con personajes descendiendo de un avión o gabardinas y sombreros masculinos propios del siglo XX.
Debilitado lo obligatorio de respetar la época que retrata el libreto, queda la cuestión de las preferencias personales. Sin embargo, dada la estética de esta nueva producción del MET, dicho gusto o disgusto puede implicar, en el fondo, otro sentimiento.
“Yo no escribo para agradar ni tampoco para desagradar. Escribo para desasosegar”, dice una frase atribuida a José Saramago. Si hacemos extensiva esta finalidad a otras formas de arte, diremos que éstas también pueden desasosegar o incluso, yendo más allá, ofender.
¿Pudo Agrippina ofender a ciertos espectadores? Esta historia de intrigas palaciegas vuelta una vulgar parodia, en opinión de Lozano, trata de la obtención del poder a través de engaños y apariencias, no por mérito propio. Así, en una de las primeras escenas vemos a la mezzosoprano Kate Lindsey, Nerón, repartiendo comida a los menos favorecidos por consejo de su madre. Rodeado de vagabundos, de algún carrito de supermercado en donde se llevan las pocas pertenencias que se tienen, con tatuajes y reflejos en el cabello corto, vestido con playera y tenis que luego cambia por un traje negro, camisa y corbata, y una cámara que muestra a los televidentes la sincera caridad de ese joven tan enfermo de poder como Agrippina, el personaje nos recuerda más a un político en campaña que a un aspirante a emperador en el siglo II de nuestra era.
El libreto del cardenal Vincenzo Grimani, también propietario del teatro San Giovanni Crisostomo, donde se estrenó la ópera, cobra características de atemporalidad en medio de este ambiente. No te muestres arrogante, al contrario, sé humilde, mézclate entre el pueblo, mantén ocultos tus sentimientos, si quieres reinar, domina tu comportamiento, aconseja Agrippina en la primera escena, según la traducción que puede consultarse en la página kareol.es; más adelante, Nerón dice “Puedo comprobar que, entre tanto gentío, no se ve un auténtico fervor, sino más bien una rastrera adulación”, después de asegurar que para un corazón piadoso es placentero aportar esperanza a los míseros.

En lo anterior, en los intentos de Agrippina y la frase de Nerón “sirvan la picaresca y el engaño a mis deseos”, vemos hipocresía, las promesas huecas con las que se bombardea en tiempos electorales al ciudadano, potencial votante, desde las redes sociales, el internet, la radio y la televisión. Y en la actitud que adopta Nerón, que se coloca unos guantes de plástico antes de tocar a alguno de los “míseros”, se limpia las manos en el saco de uno de sus guardaespaldas y dirige señales obscenas al hombre que le arrebata una bolsa de alimento, vemos casi la escena de un mitin, de un cierre de campaña con acarreados y apoyos baratos circulando de mano en mano o arrojados a la multitud, para asegurar, a través del voto, una curul en el próximo gobierno.
Si se hubiera tratado de una producción tradicional, Agrippina habría sido Agrippina, la ópera de Handel estrenada hace más de doscientos años, y no ese espejo que seguro es capaz de ofender o, como mínimo, incomodar a más de un político. Esto nos recuerda el estreno de La Traviata, la censura que la condujo a su fracaso inicial: Giuseppe Verdi se vio obligado a trasladar la historia unos cien años atrás, cuando su intención era reflejar la sociedad de su tiempo. La incomodidad, el desasosiego de la frase de Saramago, el hecho de ofenderse al ver como protagonista a una cortesana igual a las que se acude en secreto, son sensaciones parecidas a las que genera asistir a una historia de intrigas con vestidos contemporáneos, trajes, cámaras de televisión, cocaína y recomendaciones de fingir, de recurrir al engaño para alcanzar el poder, pues tales acontecimientos jamás podrían suceder en la actualidad, ¿o sí?, en nuestros tiempos la política es sinónimo de honradez y de servicio a la ciudadanía, y si una producción operística se encarga de decirnos lo contrario, no hay nada más lógico que abandonar el teatro, ofendidos, y calificar dicho esfuerzo como algo vulgar, una parodia. Faltaba más.

*Judith Castañeda Suarí. Autora de La distancia hasta el espejo, Dios de arena y Aire negro. Ha participado en las antologías Ráfaga imaginaria y Vamos al circo entre otras.
En 2005, recibió el Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos. En 2007, ganó el Premio Nacional de Cuento Joven Alejandro Meneses y el Premio Nacional de Narradores Jóvenes María Luisa Puga.
Ha sido becaria del Fondo Estatal para la Cultural y las Artes en dos ocasiones.