Ángel Martín | Imagen: Pixabay.com
Ángel Martín escribe dos microcuentos: "La voz", cuento que evoca a aquella voz que se emite de un teléfono y cuando anuncia lo ya esperado, y "Desalojo interplanetario", cuento expone la existencia de otros mundos. Solo aquí, en Vertedero Cultural.
La voz
El hombre recuperó el sentido de la escucha. Pero en la sala de internaciones, tras la operación, no consigue dormir. Cada cosa que oye lo altera. Da vueltas sobre su camilla hasta que consigue zafarse. Se acerca a la ventana. Escucha, lejano, el ulular de una sirena y ruidos de motores entremezclados con la brisa del viento. Corre las cortinas que hacen un chasquido leve, pero suficiente como para irritarlo, y vuelve a la cama en puntas de pie. Pero no puede dormirse. Con una horquilla abre la puerta de la habitación y sale al pasillo. Hay un guardia de seguridad durmiendo con su teléfono celular descuidadamente expuesto. El hombre lo toma por instinto. Regresa al cuarto musitando desde lo más profundo de su memoria un número donde podrán ayudarlo. Marca y oprime la luz verde, pero a medida que aproxima el aparato al oído siente un vértigo que comienza a invadirlo. Todo a su alrededor se vuelve difuso. Se siente mareado. El compás de neutros pitidos intermitentes lo hace morderse el labio, pero aguarda. Alguien contesta. Una voz maquinal: “Usted no tiene mensajes”, dice. La comunicación se corta. Molesto, el hombre vuelve a marcar. El resultado que obtiene es el mismo. Repite la situación cuatro, cinco, diez veces. Su pensamiento también parece haberse detenido, repitiéndose que los dígitos que marca son los indicados, pero algo desconocido debe haber sucedido para que cambien el número. Su tiempo se acaba. Sabe perfectamente que tiene hasta poco antes del amanecer para salvarse de lo que vendrá después.
A las seis de la mañana improvisa una horca con sus sábanas y se cuelga del ventilador de techo. El hombre está muerto, pero no ha podido reponerse al sonido. Ahora el universo es una negrura absoluta cercada por un zumbido persistente.
Desalojo interplanetario
Tenía que llegar hasta el océano. El chico lo sabía, aún no podía explicarlo por su edad, pero intuía claramente que no tenía otra opción. Sin ataduras de tipo alguno que obstaculizaran su camino. Sin adultos mentados mamá o papá a quienes dejarles una nota de despedida. ¿Cuál sería el camino más corto?, se preguntaba sin dejar de moverse en línea recta. Por su sabiduría de seis años sabía perfectamente que la recta es el camino más corto entre dos puntos. Fuera de sus libros infantiles, el chico jamás había visto el mar. Pero las palabras y las imágenes acudían a él en siestas intermitentes que tomaba sólo cuando se hallaba exhausto, rodeado de un paisaje de solitarias llanuras devastadas.
En medio de aquella nada, un anciano raquítico de pelambres doradas lo saludó y le preguntó a dónde se dirigía. El chico no ocultó su entusiasmo. El anciano se rascó la barbilla, pensativo, y finalmente le explicó que, si acaso quería ver el océano, debería ascender al cielo primero. Con un dedo delgado como un hilo señalaba el cielo mientras decía estas palabras, tembloroso: el océano está justo sobre tu cabeza. Pero en el límpido cielo azul no había nada más que el sol, brillando radiante. El chico calló. Se limitó a un saludo de despedida moviendo la cabeza y echó a correr por la llanura. Pensó que aquel anciano se había pasado de viejo y que en su cabeza ya estaría todo dado vuelta.
Poco después, el chico llegó hasta una pequeña colina. Montado en la cima, escrutó a diestra y siniestra, pero la presencia del océano no se manifestaba en forma alguna. Sólo el contoneo gradual de las sombras proyectadas por el lento avance del sol. Más al oeste, la planicie desaparecía en altas montañas sobre la cual el astro comenzaba a ocultarse. El chico recordó entonces que el sol se hunde en el océano. Y de inmediato supo que podía ver qué había del otro lado. El chico se desperezó, chasqueó sus labios y fijó su mirada en aquellos altísimos picos, y comenzó a caminar.
Tras los picos se erigían montañas aún más altas. El chico siguió avanzado sin encontrar rastros de civilización alguna. Sus provisiones se agotaban. No entendía cómo podía ser que el océano estuviese tan lejos. Solamente las siestas y sus visiones oníricas le brindaban el consuelo y la fortaleza para seguir adelante en su búsqueda. En sus sueños fue pez y pescador, isla y bahía, barco y pirata…
Anocheció y dos lunas brindaron su resplandor a una pequeña silueta agazapada sobre el desierto rojo. El traje espacial aún tenía doscientas horas de batería antes de dejar de funcionar completamente. Tras el vidrio, el rostro del chico parecía alegre en su sueño eterno. Sobre la superficie cristalina se reflejaba el límpido cielo nocturno marciano y una estrella azul verdosa titilante. Sólo allí se encontraba el océano, pero jamás lo alcanzaría. Nadie llega tan lejos.