Juan Jesús Jiménez | Imagen: pixabay.com
Una resaca. Lagunas mentales. Voces cuya función no sabemos si es la de alertar o traicionar el cuerpo que habitan. Un crimen: un asesinato
. Segunda parte del cuento Clara.
V
Un espejo observa la habitación y el exterior que se cuela entre las cortinas.
Le escupen en la cara a una mujer. Afuera llueve. Le escupen de nuevo, le sigue una patada en el vientre. Se escupe sangre. Se arrastra un cuerpo.
Llega a la oficina Plutarco empuñando un arma. Aparca de forma frenética el auto y sale corriendo para abrir la puerta del edificio.
¿No pudiste decírmelo? ¿Dónde has dejado a mi hija?
Corre por las escaleras y escucha golpes y gritos que reconoce. ¿Pero qué ha hecho?
Se le toma a la mujer del brazo. Se levanta del piso y con apenas algo de fuerza trata de asestar un golpe en la mejilla de su agresor. Se para el brazo en seco. Es torcido. Crack.
Abre la puerta de la habitación. Mar. Apunta.
La luz exterior interrumpe el martirio. Se escucha la carga de un martillo.
El espejo observa igual de frío. Inmutable.
VI
Al abrir los ojos, pareciera que tu carne se va haciendo polvo mientras la casa se va volviendo acuarela; las paredes se vacían, los pisos se corroen, la realidad se hace ahora una astilla en la madera. Tu polvo se estrella varias veces con los colores que brotan de la tormenta que se ha formado de la solución colorida.
La mujer que habías perseguido se acerca, a paso lento y se detiene antes de que puedas ver su rostro, mira la escena desde la distancia y muestra en sus brazos a una niña de meses que ríe mientras juega con su madre. La risa se extiende, invade cada uno de los espacios que te separan de ella.
Reconstruyes un cuarto: el de Clara. Dos ventanas, una cama y una cuna, decorado en tonos lilas, rosados y blancos; en el piso aún quedan juguetes que no se han levantado en días, hay, además, un tocador y un armario, ambos con los objetos de una mujer. Entre los alhajeros y sombras está la foto de la familia. Dos hombres rodean a la mujer con su niña en brazos. Aquella foto se quema apenas la miras. La mujer llega para acostar a su hija en la cuna, la niña llora y la casa tiembla con cada quejido que expide su aliento. Calma Clara —dice—, calma. Le arropa y arrulla mientras tú contemplas desde la inexistencia.
De la planta de abajo llega la voz de un hombre. ¡Amor! —clama y con ello Clara cierra por completo sus ojos—. La madre se despide de ella y enciende una lámpara junto a la cama. Tú sigues siendo aire y desde ahí ves una sombra que se planta a un costado de la casa. No hace nada, pero observa atentamente el muro que tiene enfrente.
¿Has podido hablar con él? —se dice desde el comedor—. ¿Sabe que estamos aquí? Clara duerme tranquilamente. Aún no sabe qué ha pasado, pero sospecho que sabe algo. Se ríe entre sueños porque no recuerda haberse ido a dormir. Tendremos que decirle en algún momento, tu hermano no nos podrá esconder toda la vida. Parece que su risa llama al viento que golpea la ventana. Partiremos pronto, pero por ahora hay que disimular tu desaparición. La ventana traquetea con los embates que soplan. Me alegra tenerte a mi lado. Trac-Trac. Se abre el pasador. ¿Escuchaste eso? Pasos que se deslizan en la alfombra y guantes que quitan el manto de las cortinas. No debe ser nada, Clara está dormida. Caricias que rodean la mejilla de la bebé. Subiré a ver qué es lo que pasa. Sombras que se retiran con cautela. Se abre la puerta. Se cierra la ventana.
Los colores se oscurecen, la memoria se revierte y todo se sumerge en el sonido del reloj. Las tizas que pintaban el cuadro donde estabas se devoran entre sí hasta formar un fango negro que te reconstruye desde el suelo. El vacío te envuelve mientras respiras, confundido, del éter restante de la visión. Todo color está ausente y tu cuerpo vuelve a ser carne y hueso. Las campanas del reloj aturden como el relámpago en tu oficina. Miras el negro infinito y caes acalambrado por el ruido. Caes cerrando los ojos.
VII
El viento sopla nuevamente y abre el pasador, se interna entre las sábanas y despierta brevemente a la criatura que, acostumbrada a su presencia en las noches, se limita a cerrar los ojos de nuevo para dormir en sus brazos. ¿Bueno? Su aliento se evapora en un murmullo que trata de pronunciar un nombre para el ente frente a ella. Da-da. Luces perdidas en la oscuridad observan a la infanta en posición fetal, se inclinan para observar a detalle los pendientes que compró Plutarco días atrás, en el tocador de la habitación. Quiero reportar la desaparición de mi hermano y su esposa. Se deja al bebé una vez más en la cuna y un cinturón es desabrochado lentamente para no provocar ruido. No han vuelto desde hace días y no sé a dónde pudieron ir. Un arma, seis balas en el barril. Sus nombres son… uno de tus zapatos choca con un clavo del piso, del estruendo brota una interrupción telefónica. Permítame un segundo. Cierras la ventana, recoges tu cinturón y te abres paso en los abrigos del armario. ¿Hay alguien ahí? Respiras con sigilo y oyes entrar al hombre que llamaba por teléfono. Le aseguro que no hay nada que robar aquí. Como un espectro revisa la habitación y está dispuesto a abrir tu escondite, a lo que tú, precavido, cargas el arma y apuntas a su frente. La bebé llora. ¿Pero qué pasa Clara? El hombre se aparta de ti y va a calmar a la niña. Ya, ya mi niña, duérmete. La señorita del teléfono clama atención mientras ocurre todo esto. Una disculpa. Deja a la niña en su cuna y baja las escaleras. ¿Debo ir a qué? Sales del armario y calmas su llanto con un truco de manos. Pero señorita yo no puedo… la bebé ríe y tú ríes con ella. ¿Bueno?, ¡¿bueno?! El corte de la línea es seguido por diez teclas siendo presionadas. Buenas noches, señora Leticia, ¿podría venir a cuidar de Clara? El arma es puesta nuevamente sobre el mueble. Claro, yo la espero. El tiempo que se ha acordado son diez minutos, pero mientras el ruido de buscar papeles y el estrés hacen que el señor no se dé cuenta de lo que ocurre con su sobrina. Tocan el claxon. El hombre sale. Un golpe en la cabeza. Dos tiros silenciados con la almohada. Corre sangre y afuera parece que el motor ha hecho sus ruidos extraños otra vez. Descansa en su habitación, no creo que cause mucho problema. Se dan la mano y doña Leticia entra a la casa para sentarse a tejer en la sala. La calma se apodera de la planta de abajo mientras que arriba, la sangre corre entre la duela de madera.
VIII
Despiertas en la sala con las luces prendidas, mirando al techo, con el café regado en tus piernas. Abren la puerta y ves entrar al jefe Lima junto al hombre que te ha recibido en su casa. La noche se desliza entre cada pregunta que no hacen más que incomodar al hombre, se le muestran fotos, se le dan detalles específicos de las muestras. Las versiones de lo que cuenta la señora Leticia no encajan con lo dicho por él. “No creo que cause mucho problema”. Funciona como una sentencia para el acusado que no puede ni hablar. Tú le miras, sigues grabando y observas mientras es esposado para seguir con la interrogación en la fiscalía.
El espectro que desapareció al subir las escaleras baja con un cadáver en brazos. Clara —dice—… Clara… Baja hasta la sala en la que están ustedes y suspiras su nombre. El cadáver aún sangra y llena el piso de una pasta espesa que alguna vez fue sangre. Del espejo brotan voces que te llaman, la chimenea ruge mientras el miedo te clava los pies. Clara —sigue diciendo—… Clara… El fantasma de Plutarco aparece tras tuyo y te escupe en la mano los dientes que le tiraste al pelear. Mar hace que el espejo se trague al jefe Lima y al hermano de Plutarco. Quedas tú en un remolino de acuarela que se crea alrededor de ti y de quienes fuesen tu mujer y tu amigo, te observan mientras en ti se retuerce tu sangre. Sientes dos disparos en la sien y otro en el ojo. El dolor te supera y ruegas porque el sufrimiento pare.
En un grito parece parar todo. Te quedas sumergido en el vacío del agotamiento. Ves entre tus manos sangre de los que te acompañaban en la sala y el sonido de sirenas que te revelan imágenes sobre tu realidad. Derribado en el suelo con los cuerpos de Plutarco y Mar enterrados en el patio, el de Clara en su cuna y el de los verdaderos investigadores molidos a golpes frente a ti. Esta vez no es una visión del alcohol ni producto de la resaca. Nada en esa casa es tan real como el asco que te hace vomitar sobre la alfombra.