Mirna Coreliel // Foto de la autora.
Un híbrido entre ensayo y cuento sobre lo que implica el amor en sus formas más corrosivas e ingenuas, pero, también, una reivindicación del cuerpo y emociones propias.
Tendría un imperioso encanto que el tiempo, la ciencia o un dios, de quien ignoraremos fechas, alegorías y disturbios, nos regresara todas las cartas con las que hemos hecho del amor un holocausto. Recordar ese momento, amar y amarte hasta que solo queden memorias dispersas, entristecidas, de lo que en algún momento fue estar a tu merced.
El detalle, la fotografía precisa retratada por dos lenguas que hablan y besan de la forma más elocuente. Leer, de nuestro propio puño y letra, realidades que ahora parecen distantes: nunca me han amado como tú me amas. Esa carta que quemé el otoño pasado, porque las palabras plasmadas definitivamente no tenían razón. Son mentiras, incongruencias. Pero amaba. Y cuando amé fue la verdad más absoluta.
Dijiste que amar es un dolor exquisito. Batallas extenuantes entre dos o más criaturas procurando intimidad, arrebatando otredades, irrumpiendo con violencia el profundo sueño de una siesta a medio día y los querubines, sin ternura, observando; más bien, acechando: a ver cuál de estos dos locos devora al otro.
Pero unos años, después, con las cartas del holocausto entre la finura de los dedos, tendría la posibilidad de soltar la más hipócrita de las carcajadas al leer:
He pensado que juegas conmigo. Que soy tu aperitivo y me tomarás con un buen té. Que mi piel es de canela y mis ojos son tu miel…
Pues claro, ¡me convertiste en un pastelillo!
Qué delicia saborearnos cuando fuimos la más tierna de las verbenas. Los más breves del universo. Ya no me duele pensar en tu silueta, divisar un cuerpo a la lejanía, y recordar: esta criatura fantasmal desapareció de mí hace unos buenos meses.
Buenos porque hubo que ahogarse en buen dolor, buen tormento y buena rabia. Amando de lejitos, sin devorarte como pretendías hacerlo conmigo. Aquí hacemos cosas más coherentes, señor, si tenemos hambre nos preparamos fruta con almendras. No endulzamos amores furtivos.
Así, en plena siesta, apareces. Sin sombrero ni prudencia, mostrando el rostro con soltura, sinvergüenza y yo lo beso y lo amo entre alucinaciones, porque el amor es un dolor exquisito. De pronto despierto, con una rabia de loba apretándome los dientes, ¿Cómo vienes tú, pícaro con cara de chancla, a invadir mis sueños?, ¿no has tenido suficiente de mí?
¡Ay, cómo soy de despistada! Tal vez sea porque, triste, enamorada y hecha pastelillo de fresas con vainilla, te regalé la cintura, los lunares, el temple y la melena. Te dije: ven, habítame en los sueños cuando apetezcas. ¡Pero no!, ¡me retracto!
Regrésame esta, MI cintura, MIS lunares, MI temple, MI melena y lo que queda de estos sueños tan vertiginosos. Con dulzura y sordidez, además de una lengua ahogada en esa pútrida verbena de besos y palabras tuyas tan deshonestas, te lo exijo.
No te pido tenuemente, no murmuro quedito, no me parto en dos por ser pastel. Le recalco, señor, reafirmo y repito: hoy vengo a cobrar lo que es mío, porque esas cosas no se regalan.
Como el recuerdo de una niña, como joven mujer y como pronta anciana, las tres hemos coincidido en que tú, Shakespeare y el dolor exquisito pueden trenzar su corona de espinas y ponérsela en la cabeza, porque aquí donde habitamos tres, no hay ni cama ni refugio para sus sandeces.

Aquí amamos con ternura, aquí cultivamos en macetas nuestras tazas de café. Aquí somos jardín, aves y una pronta sepultura. Aquí besamos, aquí sufrimos y aquí nos deleitamos. Aquí todo. Tan brevemente.

Mirna Coreliel
Estudiante de letras, embelesada por las aves y los insectos muertos. Aprendiz de taxidermia botánica y otras maneras de preservar la ternura de la vida aún después de la muerte.
Waaaaaaaaaaaaoooo