Nunca estuve sola
Diseño de imagen: Alex Scott
Un texto íntimo e introspectivo sobre los caminos recorridos y el aprendizaje obtenido de ellos, sobre la identidad, sobre el acompañamiento…
Tengo veintiséis años y estoy en reconstrucción. Algunas versiones de mi pasado me avergüenzan mucho, otras las celebro, y las menos simplemente las miro desde una distancia que me permita no dañar el hábitat donde han logrado cristalizar cierta evolución. Tengo veintiséis años, del cuales, al menos 17 los viví sintiéndome rota, fea y con una reiterada negación hacia mi cuerpo, mis palabras…hacia mi propia historia. Tenía la nociva costumbre de verme en fragmentos, de infringirme daños comparándome con otras mujeres, asumiendo que dentro de mí había algo tan podrido y descompuesto que jamás tendría remedio.
Crecí alimentando un menosprecio que tenía como parámetro la aprobación masculina, entonces creí que el aburrimiento, la insuficiencia y lo miserable eran mis adjetivos predilectos. Mejor que nadie sé lo increíble y contradictorio que puede parecer enunciar algo así, pero durante mucho tiempo pensé que el único cariño y amor que podía inspirar nacía de una lástima o la compasión. Yo sentía que terminaba delatando el desastre que traía a cuestas, como si a través de un cristal las personas fuesen capaces de ver los escombros y mi redoblado esfuerzo por sostener una columna vertebral fisurada y sin ganas de darle la cara al mundo.
La historia de mi agresión sexual dejó de ser un secreto. Algunxs la conocen y otrxs ni siquiera la pueden dimensionar. Tardé muchos años en extirparla. Valió la pena porque por fin siento que tengo el derecho a florecer, y abrazarme la ira que antes me rebasa y me ponía en un jaque.
Estoy acostumbrada a trabajar por lo propio en silencio, no suelo compartir mis angustias, ni mis terrores, esto me ayuda a reforzar una coraza que proyecta cierta armonía; tal proyección contrasta con los derrumbes que se libran por dentro. Los recuerdos que tengo de mí en tiempos muy específicos coinciden en una sensación de despojo, de tristeza que me rehusaba a externar por miedo a que perder, quizá, el espejismo de la autonomía que me ayudaba a andar con torpes experimentos de desapego. Muchas veces me sentí sola y no tuve las palabras exactas ni encontré el tiempo para sentarme y decir abiertamente: algo me duele y no encuentro la cura. Me siento podrida y tengo miedo de no sanar nunca.
No me atrevía a decirlo porque me sentía ridícula, fui cruel porque me negué el derecho al enojo y la divisa de cambio de las decisiones erradas fue una desesperación que carcomía el deseo de habitar el futuro. Constantemente coqueteaba con mucho miedo la idea de la muerte y el deseo de desaparecer, para desvanecer los recuerdos que traía clavados en la piel. Deseaba la destrucción… ¡y vaya que me acerqué a ella! Caminé al borde del precipicio por las rutas más insospechadas, jaloneada por los pavores inherentes, el miedo al abismo y un enclenque suspiro de vida, que entre murmullos me dibujaba un mundo con las heridas suturadas. Este último me parecía tan lejano y sentía no merecerlo que era más bien una utopía que chisporroteaba en un escondite de mi mente.
Podría decir que me sentía en un naufragio interminable, tortuosos, donde por momentos me sentía arropada por quienes navegando sobre las mismas aguas topaban conmigo. A veces con una balsa malhecha, otras pataleando para mantenerme a flote. Los deseos no sólo se cumplen o se escriben, también se palpan, se viven, y el deseo de muerte frecuentemente lo viví desde un exceso: de vigilia, de insomnio, de comida, de bebida, de risas. Quizá por eso la mayoría de las personas no pudieron imaginar ni advertir nunca que detrás de esos tiempos de encuentro una parte de mí se despedía siempre, llevando en mano una disculpa por mi cobardía. Cuando no hay nadie a mi alrededor suelo llorar mucho, y apilar párrafos incompletos que son como caminos para encontrarme después.
Hoy, con mayor claridad puedo ver que nunca estuve sola. Siempre me rodearon manos amorosas y oídos dispuestos a sacarme de los agujeros donde yo pretendía sepultarme. Aunque nadie sabía el incendio que me perseguía, estuvieron a mi lado apaciguando las llamas y coartando el ciclo del fuego. Cuando mi mente explotó de asco y dolor, mis amigues de la primaria y mi fiel amiga perruna, Tania, estuvieron ahí, llenando mi casa de compañía, con el patio lleno de escuincles que la convertían en un campo inmenso, trepando los nogales o haciendo una cancha de futbol tan precisa. Estuvieron sin saber que su simple presencia me protegía de la locura. Contrarrestaron mucha rabia con sus lunadas, con la fiesta sorpresa del cumpleaños número 12, con las cascaritas pamboleras, con las visitas inesperadas para ir a hurtar elotes u organizar las retas en los futbolitos de la presidencia municipal.
Luego fueron relevades por las amistades de la secundaria. Cuando el grupo B se convirtió en el dolor de cabeza de la orientadora Hortensia., mejor conocida como “La tapa”. El fuego se controlaba por distintos flancos, por ejemplo, cuando junto con mis mejores amigas, Brenda y Mimí, llenábamos nuestro camino de regreso a casa con paletas de hielo, carcajadas y montones de expectativas sobre nuestra mayoría de edad. Caminando en las vías del tren vertimos miles de sueños. Por otro lado llegaron los bomberitos, siempre inexpertos: Erick, Dante, May, Yiyo, el Borre, Alan y el Chico, para demostrarme que las amistades también conquistan cierto derecho de sangre.
Más tarde, en la preparatoria, fueron muchxs los que me hicieron cimbrar un aire hogareño siendo forastera en la Gran Ciudad. Desde las primeras amigas, que aparecieron en mi vida durante el primer año de cursada y algunas aún se mantienen en el radar, hasta esas últimas amistades que nacieron bajo los aros de las canchas de basketball, donde estábamos cuando nos saltábamos clases. Sin duda alguna, la preparatoria fue una de las etapas más bonitas, pero también de las más conflictivas. Para entonces tenía introyectada mucha violencia, la cual volcaba con autoagresiones o con mis formas de relacionarme. Me da pena decirlo, pero comprendo que es necesario: yo era violenta. Solía hablar mal de otras personas, sobre todo mujeres, rayaba en el acoso cuando quería acercarme a algún chico que me gustaba y era poco tolerante conmigo misma. Hace 10 años eso del “amor romántico” todavía no estaba en el ruedo, y comprender el consentimiento era sino imposible, muy difícil de explicar. Pero a pesar de los errores, a pesar de las groserías, me sorprende saber cuántas personas estuvieron a mi lado dispuestas a compartir un cachito de su vida. La sorpresa viene de reconocer que yo me sentía rechazada y era tanta la aversión corporal introyectada, que incluso pensaba que “no cabía” en ningún lado, en ningún círculo.
La universidad fue el cráter del volcán, ahí explotó todo. En algún momento confundí esa catarsis como uno de los actos de amor propio más grandes, pero me equivoqué, en realidad, fue un acto de justicia. Era tiempo de sanar, y para lograrlo necesitaba confrontarme, tenía que desenterrar la vergüenza, ponerla al sol para desprenderlas partícula a partícula. Estaba cansada y me sentí vencida, ese hartazgo de recorrer un círculo, de ir tras algo sin conocer con exactitud la morfología de ese anhelo. Además, las posibilidades se cerraban cada vez más, y yo me sentía más interceptada por el deseo de muerte. Ya no quería seguir, sentía que el fuego se había propagado sin mesura.
Alicia fue la única persona a quien se lo dije, y aunque le anticipé que me daba mucha pena compartirle mi sentir, se quedó a mi lado sin juzgar ni presionar. No estuve sola, aunque yo me sentía más atraída por pensar lo contrario. El protagonismo de los amigues no es equiparable con la fuerza dosificada por mi familia. Además de mi núcleo, otres han celebrado mis dichas y sostenido durante la penumbra de los huracanes emocionales. Ese cobijo tejido por la escucha, los abrazos, los regaños, y la procuración constante es el ejemplo más sólido que tengo para explicar la ternura revolucionaria y el amor como uno de los procesos políticos más completos.
Yo pensaba que el derecho a florecer me había sido arrebatado cuando un hombre tocó mi cuerpo sin mi consentimiento, cuando me impregnó de una aversión que, sin importar cuanto lavara o cuanto lo rasguñara jamás se desprendería. Pensé que mis raíces se habían contaminado y estaba creciendo sobre una materia hedionda, un piso movedizo que en cualquier momento succionaría las escasas señales de vida que había logrado compartir. Estaba equivocada, a pesar del secreto que asumía como una condena, el amor de los otres siempre se había encargado de purificar mi alrededor. La herida por aquella agresión sexual ha cicatrizado, hoy existe el relieve de una cicatriz imborrable, un surco que se transforma en oráculo cuando la desesperación quiere reventarme. Nunca estuve sola, y reconocerme en comunidad fue la clave para encarar los terrores. La ternura diezma las distancias, y en tiempos de confinamiento es una energía renovable para todos los corazones.
Ana Hurtado
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