Todo lo que pudo haber sido y lo que ha sido se olvidará en el futuro
Diseño de imagen: Alex Scott
Sí, ya todos nos cansamos de las reuniones por zoom, los eventos por Facebook live y ya nadie quiere escuchar el nombre del bicho ese porque… porque su sólo nombre puede traer recuerdos horribles. Por ello quisimos hacer este dossier, llevamos más de 12 meses encerrados, ¿cómo nos ha tratado el confinamiento?
Este dossier busca que cada texto explore en la intimidad más profunda y dolorosa de cada unx de quienes aceptaron realizar su propia crónica de su visión del mundo pandémico.
A Gabo
Todas las noches me despierta el ruido del silencio y la horrible sensación de saber que todos vamos a morir. Pero no es justo que ellos se vayan antes de lo planeado y por culpa de algo que, pese al tiempo, no acabamos de entender ni entenderemos del todo, quizá nunca. Sí, está la información que nos provee la ciencia, y ya limada de tecnicismos mediante la tele, los periódicos, el señor “con gusto se lo vuelvo a explicar” y hasta Netflix, ya limada de tecnicismos, decía, por la que nos es posible entender lo básico: que hay una mierdecita microscópica que se introduce en el cuerpo, muy muy adentro, hasta las células, primero se mete a una y ahí la devora por dentro para que el señor mierdecita microscópica pueda vivir y reproducirse a sus anchas.
La evolución, por otra parte, nos explica que ya desde el primer segundo el cuerpo se prepara para asimilar al intruso y frenarlo. Siglos de ciencia y aún no sabemos cómo acabar con los virus: una vez adentro ya no sale, se le puede frenar para que no sea peligroso, que se resume en generar anticuerpos; para ello, sin embargo, deberán pasar muchos días, quizá quince, quizá semanas, quizá menos. Mientras, ya atacó tus pulmones y los desinfla como globos viejos, mientras, te está matando lentamente con la forma de una simple gripa cuyo virus, por cierto, tampoco sabemos cómo extinguir, ni a ninguno, de hecho. Y sí, muchos cuerpos no logran esperar a que el organismo ataque al intruso y mueren en la agonía.
Así murió mi tío. Así murió mi abuelo. Y así murió el novio de mi tía. Y así murieron varias decenas de familiares de amigos y conocidos. Las cifras oficiales nos reportan, en México, más de doscientos mil muertos, pero no alcanza un número para expresar la gravedad. Cada uno es responsable de nombrar a sus muertos.
Así empezó una pandemia que es, por mucho, lo más cercano que conozco al colapso de una sociedad. Así despierto todas las noches: con el sonido de la ausencia que permea los recuerdos y la culpa: por qué no fui a ver a mis parientes que ya se fueron, por qué no al menos le marqué, por qué fui un mal nieto, por qué han pasado las semanas y sigo sin poder marcarle a mi tía para expresarle mis condolencias. Por qué.
***
Ayer en la noche llegué a casa. Ahí ya estaban los rostros que veré a diario durante el encierro. El calor del viaje. El frío de la ciudad. La playera fajada porque mi peso estaba apenas unos pocos kilos por encima del ideal. El hambre acumulada de un viaje de seis horas. Las caras de la gente que amo, pero a la que menos se lo digo. El pequeño niño que pronto cumplirá dos años. Sus pasos todavía un poco inseguros y sus balbuceos. Su capacidad de asombrarse con una cuchara, con la mancha en la pared, con los rayos del sol rozando su piel y, al menos este niño, con las noches de luna: cada vez que abríamos la puerta de noche para respirar el aire fresco ahí estaba su dedo señalando la luna, gritando: “Mira, mira”.
Al siguiente día es el cumpleaños de mi mamá. Sí hay planes. “Algo sencillo”, dice Armando, “ya con nosotros hay bastantes invitados”, ríe. Y tiene razón. No lo sabemos aún, pero nos espera un encierro de más de un año a siete integrantes, entre hermanos, padre y madre.
No lo sabré sino hasta varios meses después, cuando agradezca que mamá me haya presionado para venir a casa, porque no habría aguantado tantos meses de encierro allá, en Morelia, mi ciudad de universitario, con mis amigos en sus ciudades y el calor inundando las paredes. No sabré, tampoco, que saldaré varias cuentas pendientes con mamá. No sabré que me conoceré un poco más para aprender a resistir.
No pongo fechas conforme ocurrieron las cosas porque no tiene caso. En la pandemia todo es cíclico. El tiempo se constituye por recuerdos apenas ruinosos que se repiten en diferentes fechas. El primero de abril de 2020 se parece al primero de abril de 2021. La diferencia, acaso, es que la tristeza se ha acumulado, y la desesperanza crece y crece y crece.
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Cada que regresaba a Puebla, en los 3 años que llevaba fuera de ella, pasaba, sin excepción, por el lago de Cuitzeo. Alcanzaba a ver gran parte de él. Recuerdo la primera vez que lo vi, recuerdo la voz de Karla indicándonos que es el segundo lago más grande de México. Recuerdo las aves y el sol, imponente, debajo de él, reflejándose en el agua donde a veces se deformaba por el paso de los patos y las orillas repletas de maleza. También las lanchas y la preocupación de que estuvieran impulsadas por motor de gasolina.
Cuando me regresé por la pandemia lo vi más vivo, aún no sé si fue mi imaginación. Pero sé que ya habían pasado las primeras 3 semanas del encierro generalizado. Sé que era ahora o nunca mi partida (decían que después cualquier traslado sería más complicado). Por entonces había leído que el canal de Venecia se estaba limpiando con tan solo unos días sin visitas diarias.
Recuerdo todo eso y lo cierto es que tal vez me equivoqué y estaba como siempre. Y lo sé porque esa no fue la última vez que lo vi. Nos vimos de nuevo en febrero de 2021 y fue como pasar de largo a un enfermo que agoniza en el centro de una ciudad en espera de unas monedas. No exagero cuando digo que algunas zonas se veían casi secas. Pero también creí que podría ser mi imaginación hasta que leí las notas que me lo confirmaron: Cuitzeo se está secando. La población de la comunidad señala directamente a la Conagua y a la Semarnat por indiferentes ante el problema: si en tiempo de sequías (entre enero y marzo) se solía secar un 30%, ahora lo hace en un 60%. La comunidad con el mismo nombre se ha visto mermada porque su economía está sustentada en ese asentamiento de agua: quienes trabajaban en la pesca, por ejemplo, se han visto en la necesidad de conseguir otros trabajos. Mi amiga Andrea me platicó que hace muchos años, cuando ella tenía 12, estuvo peor, que entonces ya la gente lo daba por perdido y que por las tardes corrían tolvaneras que hacía necesario salir con cubrebocas. Como un desierto cuyo vestigio de que alguna vez fue mar es sólo la arena.
El ilusorio deseo de que el medio ambiente se rehabilitara un poco con nuestro encierro se ha tornado en la dolorosa verdad: ya es muy tarde para todo. No importa qué tanto tiempo pasen los señores de traje y corbata, los dignísimos empresarios cuyas fundaciones los hacen indirectamente más ricos, en sus casas, atormentando a sus esposas y en calzones, frente a la cámara de Zoom: la economía ya no se puede detener y ello exige que continúen las emisiones diarias de dióxido de carbono.
En Puebla declararon a la industria automotriz como actividad de primera necesidad luego de 4 meses de pandemia.
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La gente dice: “¿Pero tú por qué estás mal? Estás saludable, tienes a tu familia. No te has enfermado, sigues tomando tus clases”.
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—Yo no me explico, ¿por qué en otros países el número de contagios está por los cielos y aquí no hay tantos? Tiene que haber otra explicación. Los mexicanos somos una raza muy fuerte, a lo mejor eso que dicen es cierto, el clima, nuestros ancestros, hasta nuestra alimentación podría influir.
—Va más allá de eso. Mira, para empezar, recuerda que el virus tardó mucho en llegar a México, a toda Latinoamérica de hecho. ¿No te acuerdas que hace un mes y cacho se decía que era un virus de primer mundo? Y de verdad parecía eso, ya ves lo feo que estaba en Italia y en España.
—Sí, pero era para que ya estuviera alarmante, que hubiera más muertos. Todo esto es muy raro.
—Bueno, mira, también piensa que aquí no tenemos tanta población de la tercera edad como en Europa.
—Pero sí enfermos de diabetes, hipertensos, obesidad…
—¿Entonces qué quieres decir?
—Pues que debe haber algo más que nos proteja. A lo mejor estamos muy bendecidos.
—¿Pero por quie…
—Esa es la única explicación lógica para mí.
—Sí, me sumo.
—Yo también.
—…
***
—Yo digo que mataron a mi tío.
***
En esta casa si la tele se apaga es por algo. En media hora conectarán a varias familias por una videollamada en WhatsApp. Nuestra cámara capta una veladora que decidimos prender de improviso, tiene un grabado de aluminio. La ponemos de una vez sobre un plato porque sabemos que estará prendiéndose durante los días del rosario. Por consiguiente, aquí estaremos, en esta parcela de la casa, rezando. Se trata de la isla donde a veces desayunamos, al principio del encierro juntos y después ya cada quien por su lado. Si por el contrario el desayuno ocurre en el comedor, entonces pondremos Home & Heath con los interminables episodios de “Hermanos a la obra”. Y entonces no habrá palabras porque cada uno se proyectará en sus propios deseos domésticos y sólo habrá, de momentos, algunas voces: “qué difícil es esa compradora, si tiran el muro de la entrada la casa va a adquirir otra vista”. “Sí, pero esta es más cara y necesitará reparaciones, la otra conviene más”. Mientras, mi hermano sube la mirada para ver el cuarto work in progress donde algún día dormirá.
De hecho, después de esos rosarios los desayunos serán menos recurrentes ahí.
La vela queda justo debajo de uno de los muebles empotrados a la pared, uno blanco. A los lados casi todas las paredes son blancas, la luz es blanca, vamos: todo es blanco. Nuestra pantalla proyecta eso: palidez, también la de nuestros rostros; el de mamá, sobre todo, que no puede creerlo porque en su realidad su tío apenas había entrado al hospital. Le avisaron en la noche, con la voz cortada de su tía, dándole vueltas a temas insignificantes: cómo estás, qué haces, ah sí, qué bueno, ¿y el trabajo? Mira, tu tío está internado… no, ya lleva una semana. Te llamo porque lo van a intubar. En San José, no había espacio en otro hospital. No sé.
Lo correcto sería decir que le llamaron apenas pocas horas antes de que muriera.
Parte de volverse adulto es vivir con el miedo de que suene el teléfono en la madrugada con malas noticias. Mamá no contestó las llamadas, eras las 3:00 am. Así que me llamaron a mí, estaba inundado en trabajos finales y con los ánimos bajos. Supe para qué me llamaban antes de contestar.
Lo más difícil en esos minutos fue el dilema: “¿despierto a mi mamá para decirle o mejor espero hasta que se despierte, por ahí de las 7:00 a.m.?”
No hizo falta decidir. Supongo que la angustia la despertó y vio las llamadas perdidas. Lo demás se reduce al insomnio del resto de la noche. La larga plática en la que circulaban las conjeturas que, huelga decirlo, surgían de la desesperación y el enojo hacia algo intangible. ¿A quién expresarle todo el coraje de perder a familiares de una noche a otra?
El rosario sigue. Sólo me sé el padrenuestro. No me sé el siguiente, ni el siguiente.
***
Creo que de entre todas las cosas lo que más me ha sorprendido es la narrativa alrededor del virus. No la oficial, llena de retórica confusa, sino la que se cuenta de boca en boca y hace que termines preguntándote: ¿será?
Estos años he aprendido que muchas de las grandes historias que conocimos de niños provienen de la tradición oral. Si algún día tuvieron un creador, hoy su nombre está sepultado en el olvido. Y más aún, cuando proliferan diferentes versiones de una historia defendemos la nuestra, la que aprendimos desde niños, porque es la que reconocemos y sentimos como auténtica. Por eso nos enojamos cuando cuentan “mal” tal leyenda, tal mito. Así como con el lenguaje nos volvemos prescriptivistas y exigimos que la gente no diga ‘haiga’, porque qué calamidad, así también exigimos que se cuente la versión de tal narración tal y como la conocemos, sin variantes. Pero la lengua y su expresión más genuina, la literatura, no se pueden asir a un mecanismo estático; como nosotros (o cabría decir con nosotros) evolucionan y se adaptan a estos tiempos. Este texto en algún momento, tal vez, se sienta antiguo por usar la forma genérica del español en el pronombre nosotros y no nosotrxs en la oración anterior.
¿Qué será de todos aquellos relatos que hemos escuchado relacionados con el bicho?
Aquí dos de los que conocí, por boca de familiares.
EL ENVOLTORIO
Una mujer mayor, de una comunidad aledaña a la ciudad de Puebla, recibe con desolación, cerca de la madrugada, la noticia de que su esposo no aguantó la intubación y murió a las pocas horas. El llanto es extenso y contagia al resto de la familia. Pero no saben qué hacer en ese momento porque son las cuatro de la mañana, porque están hasta el cuello de deudas y desconocen si se pueden solicitar créditos en las agencias funerarias o cómo es que despedirán el cuerpo del amado marido, amado padre, amado hermano, etc., etc.
Al siguiente día se enteran de que el estado pondrá parte de los gastos. Y de hecho pondrían todos si la familia permitiera que cremaran el cuerpo y no lo enterraran. Pero la esposa no accede: “Cómo me van a cremar a mi esposo, cómo lo van a volver cenizas. A él hay que enterrarlo, como Dios manda”.
Y como Dios manda se hace la despedida con el ataúd en medio de un cuarto en el que sólo asisten los familiares. Les dieron la caja envuelta en una bolsa y les informaron que el cuerpo también fue envuelto en una. Les prohibieron estrictamente que abrieran el féretro.
Las oraciones son largas. No deja de ser una escena desconcertante: ¿para qué le rezamos a una caja envuelta en plástico si nos estamos exponiendo? Pero la esposa no entiende de razones, ella piensa que su viejo se lo está agradeciendo donde sea que esté. Ella así se irá y terminarán juntos, cuando la existencia de ella acabe, terminarán bajo la misma tierra sin que haya plástico ni madera ni cuerpos de carne que los separen.
Piensa en ello y la piel se le enchina, porque siempre queda la duda de qué hay más allá de la vida y si sí es cierto que nos reencontramos con nuestros muertos. Hace muchos años, cuando era niña y se levantó con hambre en un dos de noviembre, jura haber visto la ofrenda moverse, jura y perjura que sintió un viento muy frío y que luego sintió mucha paz en su corazón, que vio la foto de su abuela y supo que todo iría bien. Pero es una sensación que apenas si recuerda.
El miedo la sigue embargando.
Y entonces hace lo impensable. Les grita a todos que se vayan: “Sálganse, les digo, sálganse. No me importa que me muera, yo lo quiero ver una última vez. Ya les dije que no me importa, ustedes váyanse, tengo que ver a mi viejo”.
Cuentan que entre lágrimas desgarró el plástico. Que sólo las imágenes la veían llorar. Cuentan que desde el primer segundo en que abrió la caja su llanto se detuvo en seco: ese no era su esposo.
NÚMEROS INFLADOS
A un chico que apenas comienza la adolescencia le duele la panza. Pero el dolor pasa de moderado a fuerte y luego a visceral. Su madre no sabe qué hacer porque es tarde y no hay médico a estas horas. Así que hace lo más lógico: lo lleva a urgencias, vive cerca del hospital la Margarita. Pero una vez que ingresa le dicen que no podrá salir, que se vaya, que estarán en contacto con ella, pues el chico ha dado positivo a su PCR. La madre no lo puede creer. “Pero señorita”, le dice a la enfermera, “a mi hijo sólo le dolía el estómago, no tiene sentido”. Y las piernas le tiemblan. Comienza a alzar de a poco la voz, luego se vuelven gritos, exige que le den a su hijo, su hijo no puede estar contagiado, asegura. Y por su mente pasan todas esas historias siniestras de los pacientes que entraron sintiéndose mal de algo y que luego resultó ser COVID. Todos ellos murieron muy rápido, además.
Se va a su casa, pero sólo para replantearse las cosas. Ya allá llama a su hermano. Está amaneciendo. No se lo piensa dos veces y entra encañonado al hospital exigiendo que dejen salir a su sobrino, y, claro, lo dejan salir.
Días después le dan un levantón al doctor que encañonó el hermano. Mientras la camioneta se mueve le ponen la pistola directo en la frente y le cuestionan por qué inventaron que el chico estaba contagiado. En la desesperación el médico confiesa: “nos están dando cien mil pesos por cada reporte nuevo de paciente COVID”.
Como siempre ha sucedido, creo que de nuevo hemos acudido a la narrativa oral, a las historias, para explicarnos algo que no podemos entender, para darle sentido a una realidad que carece de ella. Ello explica por qué mi madre persiste en creer que mataron a su tío y no que murió porque su cuerpo dañado no aguantó la intubación, que es un proceso bastante invasivo. Es más fácil creer que la partida de alguien se debe al daño humano, a la maldad humana, o lo que sea, que a algo que no podemos ver, que a un enemigo invisible que puede estar en cualquier parte.
Sí, da coraje que la gente salga de sus casas o que no use cubrebocas, pero no perdamos de vista que, para muchos, quienes vivieron bajo la opresión de decenas de administraciones, nada de lo que se diga desde los altos mandos es real. El gobierno, dirán muchos, sólo existe para chingar. No creo que sea, en todos los casos, una falta de conciencia, pensemos que durante la primera ola mucha gente andaba por la calle sin protección, pero llegó la segunda ola, ya para entonces todos conocíamos alguien que perdió un familiar por el virus, ya muchos habían visto el esfuerzo sobrehumano de los médicos, y entendieron que esto es muy real, por más que no lo vean, que no se trata de una estrategia para matar a la gente, que no es un invento de los gobiernos, como se decía en decenas de mensajes y audios que no ayudaron en nada a mantener la calma entre la gente.
Por mi parte, me pregunto, aunque nunca se lo expresaré, si mi tía no se habrá preguntado si las cenizas de su esposo son realmente sus cenizas y no otras. Espero que no lo haga.
***
“But to what purpose / Disturbing the dust on a bowl of rose-leaves /I do not know”, escribe T. S. Eliot refiriéndose a los recuerdos, pasado y presente se disuelven y se contienen en el futuro, “If all time is eternally present / All time is unredeemable.” Así yo me pregunto qué objeto tiene de hablar de todo, o parte de lo que ha ocurrido este año si ya nada será igual, si el dolor no se va y la incertidumbre crece y crece. Qué objeto tiene si de todas formas siempre habrá gente incapaz de empatizar con el dolor humano y gente incapaz de entender que hay quienes no tienen, ni tuvieron, ni tendrán, la capacidad de guardarse en casa. Qué objeto tiene si en tres años, probablemente, habremos olvidado todo esto sin la capacidad de antes haber sanado, porque cuando volvamos a la vida normal, o lo más cercano a ello, de nuevo nos atoraremos en el tráfico, nos absorberán las imposiciones de la vida, habremos olvidado el yoga, la alimentación más sana, y todo lo que hayamos aprendido. Habremos olvidado, quizá, quienes somos nosotros porque volveremos a un sistema más despiadado, hambriento por recuperarse a costa nuestra, y peor aún: con nuestra ayuda silenciosa.
A Mitzi.
Iván Gómez
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