2021: Año II de pandemia

Diseño de imagen: Alex Scott

Sí, ya todos nos cansamos de las reuniones por zoom, los eventos por Facebook live y ya nadie quiere escuchar el nombre del bicho ese porque… porque su sólo nombre puede traer recuerdos horribles. Por ello quisimos hacer este dossier, llevamos más de 12 meses encerrados, ¿cómo nos ha tratado el confinamiento?

Este dossier busca que cada texto explore en la intimidad más profunda y dolorosa de cada unx de quienes aceptaron realizar su propia crónica de su visión del mundo pandémico.

Cuando todo inició yo era de ese porcentaje de personas escépticas que no dimensionaba la magnitud de lo que se avecinaba. Estaba fuera de México, exactamente a 3076 kilómetros de la Gran Ciudad, en una orilla, mejor dicho, en una isla del Mar Caribe. La palabra coronavirus todavía se tornaba bizarra, sin tanto arraigo con apenas unas cuantas muertes a cuestas, se desconocía mucho sobre la enfermedad y, por ende, la histeria causada por la duda se entremezcló con afanadas teorías conspirativas sobre cómo China había elaborado este virus en laboratorios secretos para coronar un dominio geopolítico mundial. Dado que los primeros casos de contagios se identificaron en las personas que recientemente habían viajado hacia Europa, las primeras medidas de contención asumidas por distintos países se concentraron en el cierre total de fronteras, y en la implementación de toques de queda, cierre de establecimientos y restricciones de horario para algunos otros negocios. Toda la plenitud de un presente llevadero se difuminó con la llegada de un virus microscópico, desconocido y letal.

A la generación de los 90’s nos mal acostumbraron a perseguir un futuro, a pensar siempre en proyecciones adelantadas sin mucho vínculo con el aquí y el ahora, con lo que en realidad éramos y con aquello que construíamos poco a poco. Nos hablaron tanto del futuro, de las historias de éxito, de las responsabilidades relegadas a la juventud para reparar las heridas de un pasado que apostó fervientemente al porvenir ignoto. La promesa del mundo interconectado, de las fronteras diluidas, de las distancias que podían cerrarse con un click se había frizado. Estábamos interconectados, sí, pero muy lejos y con un miedo que se enredaba en lo más hondo de nuestras entrañas; era el futuro tocando nuestras puertas.

Yo estaba lejos de mi familia, de las amistades más largas y fuertes, de mi pueblito favorito, de mi pequeño refugio urbano, de mi pareja, de mi compañero canino, estaba lejos de muchas cosas que me han dado seguridad y fortaleza. Mi regreso quedó postergado porque las aerolíneas estaban detenidas, solo estaban saliendo vuelos de emergencia hacia Estados Unidos. La vida cambió en un santiamén. Más que un momento histórico, sentía encarnar la metamorfosis de Franz Kafka, como si en la habitual ruta del movimiento de rotación de la Tierra algo hubiese interferido, y en la exactitud de las 23 horas 56 minutos 4.1 segundos con que culmina cada noche, el globo terráqueo habría sido transformado en una isla inmensa. Un día despertamos y eso era el mundo, una isla, un archipiélago extendido y confinado.

De un día para otro los chorros de gel antibacterial delataban el pavor al contagio, lo habitual comenzaba a desvanecerse. Las bachatas que usualmente sonaban en la radio se entrecortaban con noticias sobre cifras de muertes el Ministerio de Salud ha confirmado casos activos en República Dominicana, los pasajeros a bordo de las guaguas y siempre pendientes de las bocinas y de casi cualquier bulla, compartían mensajes de ánimo, insistiendo en que solo Dios sabía por qué estaba pasando todo esto. En la isla, el pánico de las compras compulsivas no fue la excepción. Los supermercados estaban abarrotados, los carritos se llenaban con paquetes de papel higiénico y vainas poco útiles para enfrentar un virus tan desconocido y, sobre todo, para sobrellevar el desasosiego que nadie dimensionaba a causa del confinamiento.

Iniciaron los protocolos de bioseguridad. Primero, el cierre de los establecimiento no esenciales, seguido de horarios restringidos para los pequeños negocios; el toque de queda con un margen de aproximadamente 10 horas, las multas por transitar la calle en horario de toque de queda, las detenciones, el asedio a los barrios, el uso obligatorio de mascarillas y guantes de látex para ingresar a cualquier establecimiento, el cierre de fronteras, las playas clausuradas, las estadísticas que se renovaban cada semana, los parches en el suelo para señalar recalcar la distancia que todos debían mantener. De un día para otro, el presente parecía estar tan sórdido de futuro; las formas en que habíamos planeado atrapar el destino expectante, se desbarataban llanamente.

Días antes de la prohibición de las aglomeraciones, la Plaza de la Bandera, ubicada entre las Avenidas 27 de febrero y Gregorio Luperón, había estado repleta de manifestantes que exigían un proceso electoral democrático, justo y transparente, luego de que las elecciones del 16 de febrero de 2020 fuesen suspendidas arbitrariamente. Tras unos días de mucha agitación, de levantar pancartas frente a la Junta Central Electoral, de gritar consignas y articular esfuerzos entre distintos colectivos, organizaciones y convicciones, se realizó un concierto masivo con grandes exponentes de la música. Apenas dos semanas antes de que el COVID llegara a reconfigurarlo todo.

Las redadas por el toque de queda eran cosa seria. Apenas pasaban algunos minutos después de la cinco de la tarde, que era la hora de inicio, y las patrullas comenzaban a rondar por las calles de la Zona Colonial, cazando a quienes se resistían trancarse en su casa durante unas cuantas horas. Yo vivía en el edificio 373 de la calle de Las Mercedes, en la Zona Colonial. Era un apartamento muy amplio que compartía con una pareja, quienes en realidad eran mis caseros. Me rentaban un cuarto que se acomodaba a mis necesidades de estudiante foránea. Al estar en el tercer piso, había un balcón que daba justo hacia la avenida principal, y desde donde se veía el Parque Independencia y la entrada a una azotea muy grande con una vista panorámica que avizoraba el malecón, las antenas de la televisión por cable, las oficinas de Telemicro y unos atardeceres espectaculares. Como las reuniones ya no estaban permitidas, salir al balcón y pasear en la azotea se convirtieron en remedios caseros bastante efectivos contra el aislamiento.

Así fue como empecé a conocer a mis vecinxs. Un poco tarde, teniendo en cuenta que me había mudado a ese lugar tres meses atrás. En una acción casi sincronizada, a la 6 de la tarde salíamos al balcón no a contemplar la vida, sino a completarla. Desde las alturas veíamos pasar las guaguas de la policía, atestiguábamos cómo se llenaban de ciudadanos desacatados, era como si desde esas pequeñas trincheras, cada cual saliera a sacudir los remanentes de tristeza e incertidumbre. Conocí al gordito, el vecino más joven de toda la cuadra, un bebé de apenas unos meses que vivía en el segundo piso del edificio de enfrente; escuché las habladurías del sastre que habitaba el primer piso de ese mismo complejo; vi a Carlos hacerle una sesión fotográfica de ensueño a su hija, que se emocionaba con la idea de desafiar la autoridad corriendo en la calle vacía mientras volteaba hacia los lados para ver si en una de esos no era sorprendida por la patrulla. Los colmados se volvieron silenciosos, un tanto lúgubres, sin bachatas ni dembow a todo volumen, las cuentas del fiado comenzaron a apilarse y la canasta básica de quienes compraban a crédito de la confianza también cambiaba. En las primeras semanas se pedía huevo, pan de agua, canela, salami, hielos y romo, después se quitó el salami, menos canela, no más hielos y las botellitas con 350 ml de romo habían de durar al menos 3 días. 

El mercado local tenía un horario restringido, no operaba todos los días ni a todas horas, contrario a lo que sucedía en los supermercados. La desesperación de quienes se dedicaban al ambulantaje se agudizaba estaban prácticamente desiertas, y si acaso transitaban peatones, imperaba la desconfianza de tocar cosas que estaban expuestas a la intemperie sin más. Las tumultuosas pacas de la Duarte con París ya solo estaban como huellas, como sombras traslúcidas en una ciudad y un tiempo apocalíptico.

Añoraba muchas cosas, y me sentía desnuda en medio de una hecatombe. Intentaba no sumirme en el aislamiento, no pensar en los amigues ni en mi pareja, es decir, intentaba huir de recordar el abandono en sitios o cariños. Salir al balcón durante las tardes, y subir a la azotea a mirar atardeceres fue mucho más terapéutico que cualquier otro proceso ocupacional. Me costaba lidiar con el confinamiento porque eso significaba pasar más tiempo conmigo misma y no me sentía preparada para eso.

Hallé un truco: no dejar de mirar y sentarme a escribir historias, escribir lo poco o mucho que veía en las idas rápidas al supermercado, en la azotea, o en las charlas colectivas en el balcón, escribir también desde el pasado, desde las cosas bonitas que me permitían vencer las hojas en blanco. Contra el sedentarismo escritural; la memoria.

Hoy el panorama ha cambiado mucho. A 13 meses de la crisis sanitaria ya existen vacunas, los recintos han adoptado nuevas reglas de bioseguridad para les usuaries, se ha normalizado el uso del cubrebocas, el gel antibacterial y los termómetros regulan las entradas y salidas de los centros comerciales y supermercados. Es el aniversario del año II del mundo burbuja, con plásticos cubriendo los frentes de las heladerías para evitar los contagios, de extensos reglamentos que determinan quienes y cómo deben usarse ciertos espacios como los gimnasios y canchas deportivas.

Algunxs no culminaron el 2020, ha sido un año de celebraciones raras, con las ausencias cuajadas y el arrepentimiento a flor de piel. La muerte ha tocado la puerta de incontables cuerpos, y si en algún tiempo había una queja generalizada porque las redes sociales fuese espacios de narcisismo exacerbado, hoy la virtualidad germina santuarios y memoriales para estrechar acompañamientos en la distancia. Si me pidiera ponerle un color a este tiempo, sin titubeos elegiría el tono sepia, porque siento habitar una postal que en un futura estará plagada de huellas. La radio volvió a posicionarse entre los medios de comunicación, ¡vaya ironía! Mientras, la muerte eleva incontables súplicas, mientras, los cuerpos se desahucian para morir en camillas o en sitios desolados sin que nadie pueda tomar la mano del agónico para cristalizar el último pulso, las voces de desconocidos ganan espacios en teléfonos móviles y computadoras. También la paquetería postal ha vuelto, aunque a merced de cadenas caracterizadas por la sobreproducción. Nos lanzamos a la fuga, porque los recuerdos, aunque turbulentos, algún día se separa de nosotros y ya nunca más podemos traerlos de vuelta. Ahí empieza la tregua con la muerte…y ya estamos cansados de verla.

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