Diseño de arte: Alex Scott
Amed Aguayo nos comparte un cuento con personajes ruinosos, uno, el protagonista, con la vida pasando frente a él como en un remolino.
Jacques caminaba por la calle. Las últimas cuadras habían sido una síntesis de su vida. Se abría paso borracho mientras intentaba pensar en cómo es que lo habían corrido del concierto de Carlos Santino. Cada quince pasos, más o menos, se recargaba contra la pared como un arbotante que evitaba que la ciudad entera se viniera abajo. Justo a la mitad de la cuadra se detuvo a llorar. Las lágrimas cesaron luego de que se quedara mirando una lata de cerveza aplastada que reflejaba la luz de las lámparas. Recordó que él mismo tenía que dar un concierto esa noche.
El resto del camino se ocupó en pensar qué les diría a los demás músicos, al manager… a cualquiera que decidiera gastar tiempo en regañarlo. Al final decidió que no le importaría no tener pretextos ni traer consigo el nuevo bajo. Seguro alguien le prestaría un instrumento y él lo haría sonar tan bien que todo quedaría disculpado. Jacques era un hombre con un plan, siempre lo había sido a pesar de que todos se empeñaran en decir lo contrario.
Sus problemas empezaron seis años atrás cuando su enfermedad despertó de manera abrupta. Psicosis maniacodepresiva, le dijo el doctor. ¿Qué diablos significaba eso? Jacques sólo podía describir su problema como un ir y venir del silencio más helado hacía la tormenta más violenta. Al principio tomó todos los medicamentos que le recetaron, pero poco después se dio cuenta que no lo ayudaban en verdad, que solo lo dejaban tan idiota que no se percataba ni de sí mismo.
No pensó que la cosa estuviera tan mal porque los delirios le ayudaban a componer mejor. En los conciertos y en los discos era posible percibir un delicioso contraste entre piezas cargadas de energía, algunos swings despreocupados y una que otra balada llena de tristeza. Su mánager se convencía a sí mismo de que Jacques era sólo un músico excéntrico como tantos otros que pululaban en los estudios y en las cantinas. Sin embargo, poco a poco la inestabilidad empezó a ser más notoria y mucho menos controlable. En un lamentable día del ‘83, Jacques le rompió la nariz a su novio luego de que estuvieran discutiendo por la falta de atención que le ponía a la relación y el exceso de tiempo que pasaba tocando “ese maldito bajo”. Si no hubiera sido porque los técnicos y sus compañeros de la banda lo detuvieron, pudo haberle hecho mucho daño. Después de que viera la sangre brotando de la cara de su pareja, se sintió horrorizado, se puso a llorar de manera inconsolable, tomó hasta volverse un bulto y fue incapaz de hacer nada durante tres semanas.
Jacques se dio cuenta de que el alcohol lo ayudaba a mantenerse más o menos estable, pues cuando tomaba no se comportaba como un demente, sino como un ebrio más y, según él, esa era la opción menos mala. El alcohol era un elixir, pero tenía el cuidado de usarlo en dosis controladas. Sólo se ponía lo suficientemente borracho como para que la vida no doliera tanto. Pasó unos meses buenos. Componía y tocaba a un ritmo saludable y hasta se atrevía a hacer ejercicio. Pero todo se vino abajo muy pronto.
Un día iba demasiado temprano al ensayo y decidió matar algo de tiempo en las canchas públicas de baloncesto. Como muchas otras veces, no se preocupó por su instrumento y lo dejó recargado en una de las bancas. El baloncesto le hacía casi tanto bien como el alcohol y lo ayudaba a descargar el exceso de energía. Jugó algo más de una hora y luego consideró que ya era momento de tocar con la banda.
El bajo ya no estaba. Les preguntó a todos si le hacían una broma, si alguien lo había escondido o si habían visto quién se lo había llevado. Nadie respondió nada. Algunos genuinamente no sabían y algunos ni siquiera se habían dado cuenta de que traía un instrumento. Jacques empezó a gritar y caminar de un lado a otro y espantó a muchos. Un tipo que lo conocía mejor que los demás intentó calmarlo y lo acompaño hasta el estudio. En el lugar sus compañeros le dijeron que no se preocupara, que tenían algunos instrumentos de reserva y que él lo sabía bien. Ya luego se encargarían de buscar un bajo de reemplazo. Jacques tocó de manera excelente, pero nadie iba a quitarle el sentimiento de ser un imbécil ni a reconfortarlo por la pérdida de su instrumento. Aquél había sido el primer bajo decente que había podido comprar y aunque no era muy bueno cuidándolo contra golpes y rayones, jamás se había separado de él.
No obstante, el instrumento no fue el golpe de gracia. Alphonse, el novio de la nariz rota, fue a verlo a la casa. Tenían un mes sin verse porque las cosas no habían estado muy bien entre los dos. Le platicó que una semana después de que se distanciaran había conocido a un chico con el que había tenido algunos encuentros. El chico, luego le confesó que estaba enfermo y que seguramente lo había contagiado. Jacques no era muy bueno en captar ese tipo de cosas y no entendió a la primera; pero cuando Alphonse le explicó con más detenimiento, Jacques puso cara de estúpido y no la cambió por unos quince minutos. Nunca es buen momento para ser marica, pensó. Luego le preguntó cómo se encontraba y qué es lo que podía hacer por él. Se sintió como un idiota por hacer preguntas tan deslavadas, pero no sabía muy bien qué más decir, y se disculpó con Alphonse. Él le respondió que no se preocupara, que ya tenía un plan, pero que eso implicaba que no podrían verse en un buen tiempo y venía a despedirse. Se besaron y se dijeron adiós.
Al día siguiente Jacques recibió una llamada a la una de la tarde, alguien le explicó que Alphonse se había matado. Jacques se terminó de desmoronar. Sus compañeros tuvieron que comprobar si él mismo no se había quitado la vida, porque dejó de responder el teléfono. Cuando entraron a su casa lo hallaron tirado en la sala con los brazos y las piernas extendidos, con una cerveza caliente a medio morir y con la mirada totalmente vacía.
A partir de entonces todo fue de mal en peor. Tenía crisis de euforia en las que era una avalancha y cuando el ímpetu acababa se volvía poco más que un trapo. Para mantenerse equilibrado comenzó a ingerir más y más alcohol, pero ya no siempre funcionaba de la misma manera. A pesar de todo seguía tocando, aunque en ocasiones tenía colapsos en las presentaciones y hubo un par de veces que fue imposible seguir. Jacques empezó a juntarse con los indigentes, comía y bebía con ellos e incluso llegaba a pasar las noches con ellos en la calle.
El mánager sólo se encargaba de encontrarlo cada vez que se perdía, de mandar a que alguien lo bañara, y de que estuviera apenas lúcido como para agarrar el instrumento y subirse al escenario. Sus compañeros estaban genuinamente preocupados, pero a menudo lidiaban con sus propias adicciones y locuras y no siempre tenían la capacidad de ayudarlo.
Las últimas cuadras habían sido una síntesis de su vida. Jacques había ido a sabotear el concierto de Carlos Santino porque consideraba que su música había perdido el alma, y porque escuchó que había hecho comentarios sobre su sexualidad y sobre Alphonse. Como el concierto de Carlos quedaba cerca del suyo, pensó que la vida le facilitaba las cosas, para variar. Cuando llegó al concierto ya iba terriblemente ebrio y aunque se puso a gritar cosas, nadie le entendió un carajo. Fue hasta que le arrojó una lata de cerveza a Carlos que los gorilas lo sacaron. A pesar de todo le tuvieron lástima, sólo le dieron un golpe en la quijada, una patada en el estómago y lo dejaron ir.
Después de qué pensó en todo lo que le diría a los demás, caminó con un aire más seguro y hasta se sintió ligeramente contento. Logró llegar al lugar. Decidió acceder por la entrada principal para ahorrar unos pasos, pero el cadenero no lo dejó pasar. Él trató de explicar quién era y lo que venía a hacer, pero fue inútil. El cadenero lo trató como a un vago más. Y es que en verdad lucía como tal. Había pasado los últimos dos días tomando en la calle. Estaba sucio. Apestaba. No traía un instrumento que lo avalara y aparte de todo, el golpe que le dieron los primeros gorilas lo había hecho sangrar y tenía la cara y la camisa manchada.
Jacques intentó meterse a la fuerza y gritó a sus amigos para que vinieran a ayudarle. La gente de la fila se asustó y el cadenero lo empujó con mucha fuerza. Jacques cayó, agarró algo del suelo y se lo arrojó a su rival. Increíblemente dio en el blanco y el gorila se le fue encima. La golpiza fue salvaje. La gente gritó y fue entonces cuando los de adentro salieron por mera curiosidad a ver qué pasaba. El del sax reconoció lo que quedaba de la cara de Jacques y se lanzó a ayudarlo. El cadenero estaba frenético, como si descargara en ese momento todas las frustraciones de su vida. Hizo falta una docena de personas para pararlo. Jacques era un trapo viejo en medio de un charco de sangre. Era un ídolo de oro derritiéndose en una fragua. Era un alma que renunciaba.

Amed Aguayo
Amed nació en Chilpancingo, Guerrero. Estudió música en el Conservatorio de las Rosas y luego Literatura Intercultural en la UNAM, obtuvo mención honorífica y todavía no sabe para qué sirve, pagó su cédula profesional y todavía no sabe para qué sirve. Vive en Morelia. Escribe poesía y narrativa, aunque quisiera también hacer teatro y guiones. Tiene dos perros, un gato, una tortuga y muchos peces. Le gustan Miles Davis, Children of Bodom y Gustav Mahler.
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