A mediados de septiembre. Crónica de la vacunación

Imagen tomada de la Secretaría de Salud del Gobierno de Puebla

A mediados de septiembre. Crónica de la vacunación

Judith Castañeda escribe una crónica sobre su propia experiencia en la aplicación de la segunda dosis de la vacuna para la prevención de la enfermedad ocasionada por el nuevo CORONAVIRUS.

La fila de sombrillas avanza sobre calles que no conocen las pisadas de los turistas, y que sólo han visto la de los candidatos en épocas electorales, junto con gritos y pancartas llenos de promesas que quizá se tornen sólidas a cambio de un voto. Por estas calles nada más caminan los vecinos y quienes tienen ahí su medio de subsistencia, locatarios, ambulantaje; me lo dice la falta del pavimento y las aceras que hace unos tres meses se encontraban en su sitio y en buenas condiciones, o eso recuerdo; me lo dice un altero de materiales para construcción olvidado en una esquina y el lodo que la lluvia formó en poco más de dos horas.

Aproximadamente tres horas y media dura la espera, ciento ochenta o ciento noventa minutos que se aligeran viendo el transitar de la gente, escuchando sus pláticas, sus risas, y perdiéndose en la pantalla del celular, al que acudimos para tomar fotos, videos, o para reírnos con las imágenes graciosas de redes sociales. Más allá de la doble fila también hay elementos de distracción: el provisional baño público a cinco pesos la entrada, el joven que ofrece por diez pesos el bolígrafo de tinta azul que se pidió llevar, los vendedores de dulces o de paletas heladas quienes ante la lluvia debieron retirarse o proteger su mercancía con bolsas de plástico, un letrero en que los vecinos amenazan a posibles ladrones con el famoso “primero fusilo y después averiguo”, casi en verso. Además están los locales de copias e impresiones, abiertos para quienes dejaron alguno de los documentos requeridos en casa, en el trabajo, en el último rincón de su memoria, y ahora deben hacer uso de sus servicios si no quieren perder su lugar, pues horarios, días y sitios están dados, y eso significaría esperar en otra fila, en otro día, cuando los rezagados puedan acceder a la vacunación.

Porque tal es la causa de la espera, durante horas, a las puertas del Hospital General del Sur, ubicado en la capital poblana: la vacuna contra el COVID-19; virus que desde hace casi dos años tiene a la población mundial postrada y ha acentuado, si es posible, las diferencias de clase. Porque en la nueva normalidad -como las instancias gubernamentales han denominado este tiempo- lo que impera es un maniqueísmo que si se mira bien sólo es aparente, donde aquellos que poseen mayores recursos para prevención y tratamiento son quienes se encargaron, sin proponérselo, de llevar el virus a nivel global, y donde la educación se volverá mucho más precaria debido a la falta de servicios para quienes la instrucción, si es que se tiene,  es deficiente desde hace generaciones.

Sin embargo, en esta realidad comienza a verse un hilo iridiscente de esperanza. Aunque no faltan los detractores de la vacuna, usuarios de redes sociales que hacen viral una noticia falsa, conspiranoicos aferrados, tan borregos ellos, a una página de Youtube donde aseguran poseer una verdad oculta al resto de los mortales. Alguien se acerca a la larguísima doble fila y afirma, sin credenciales a la vista, que la primera dosis de la vacuna ya se acabó mientras agita los brazos, recibiendo la indiferencia de sus escuchas. Sólo le falta una mención al chip, a la red 5G, a la era post-humana y a la muerte adelantada de las personas que decidieron inocularse, evento que ocurrirá en dos o tres años, o eso se asegura.

Pese a lo anterior, la respuesta se encuentra a las puertas del hospital. La población correspondiente a dos grupos de edad, cuyo apellido paterno comienza con la letra A y hasta la G aguarda bajo una lluvia por momentos intensa en una de las zonas más habitadas de la ciudad: Ellos y yo formaremos parte del 69% que, según las autoridades, ha sido vacunado entre los mayores de 18 años en nuestro país. Al final de esa larga espera, visibles desde la calle a través de los barrotes blancos, están los módulos de paredes bajas donde más de uno ha abandonado una botella de Coca-Cola o un envase de yogurt. En esas lonas, al cobijo de la lluvia pero no de la baja temperatura, se encuentran los integrantes de la Brigada Correcaminos: personal médico y, seguro, estudiantes, cuya actividad comienza mucho antes de los primeros horarios y termina en la madrugada de un día distinto. Ellos agilizan ese fragmento final, consistente en presentar documentos, recibir la vacuna y esperar, en una silla metálica, alguna mala reacción que se suscite dentro de los 15 o 20 minutos siguientes.

Al llegar a este punto escucho las comidas apresuradas y veo en su empaque un sándwich húmedo que un personal de apoyo, “los de las sillas” (de ruedas), ha abandonado. Una chica de uniforme azul nos pregunta qué fila hizo avanzar hace apenas unos dos o tres minutos y la imagino haciendo esto por diez horas o más, por cuatro, cinco días; un gran ejercicio empático consistiría en que quienes acuden a vacunarse lo imaginen, y en consecuencia traten de aligerar esas larguísimas jornadas: cooperar, seguir con prontitud las instrucciones, llenarse paciencia, ofrecer una palabra de agradecimiento.

La jornada en la capital del estado, en la que se aplicaron segundas dosis de la vacuna SinoVac y Pfizer para personas entre 30 y 39 años, así como de la AstraZeneca para la población de entre 40 y 49 años no termina cuando salimos. Dejamos atrás el patio de sillas y lonas, para buscar al familiar o al amigo que nos ha acompañado y está afuera, guareciéndose bajo un techo, leyendo, fumando, o haciendo nada, alargando la vista hasta que nos ve llegar y pregunta cómo estuvo, si dolió, cómo nos sentimos. Para nosotros la indicación es “sigue con las precauciones de higiene y sana distancia” y “espera de uno a dos meses para obtener en línea tu certificado de vacunación”; para el personal de salud existe una labor extra a realizarse delante de un monitor: incontables manos capturando en un sistema millones de formatos, llenados con mala letra, de prisa, con tinta azul y gotas de lluvia, para que al final de esos treinta o sesenta días obtengamos el comprobante de un esquema de vacunación completo, del deber que tenemos para con nuestros familiares, compañeros de trabajo o desconocidos. La vacuna significa, si no un futuro sin volver a enfermar, al menos la tranquilidad de una infección más leve, de una debilitación por parte del virus al encontrarse con un organismo dotado de anticuerpos. Y esa es ya una ventaja.

Judith Castañeda Suarí

Judith Castañeda Suarí

Autora de La distancia hasta el espejo, Dios de arena y Aire negro. Ha participado en las antologías Ráfaga imaginaria y Vamos al circo entre otras. En 2005, recibió el Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos. En 2007, ganó el Premio Nacional de Cuento Joven Alejandro Meneses y el Premio Nacional de Narradores Jóvenes María Luisa Puga. Ha sido becaria del Fondo Estatal para la Cultural y las Artes en dos ocasiones.

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