Hijas de Medusa

La balsa de Medusa - Theodore Gericault.
Adriana C. Espinoza escribe un cuento sobre Medusa, la líder de un grupo de chicas, perseguida por las autoridades.

Hijas de Medusa

El sol cae sobre el poniente, las medias y minifaldas empiezan a poblar las calles alumbradas por luces de neón. Los ambulantes dan paso a los transeúntes, excitados por la hormona femenina con aroma a metal. La tarde se vuelve lluviosa, los desechos se evaporan, en el ambiente flota una neblina densa, pesada, en la que navega el sabor áspero del cigarrillo. La mujeres se reúnen en las esquinas, ofreciendo fuego, promesas y placeres efímeros. Su sexo es igual de artificial que sus pestañas inquebrantables, labios inmutables y cabellos intachables. Rubias, pelirrojas, anchas, delgadas, esclavas o libres, la prostitución es un espectro a la medida de los bolsillos. Están las mujeres como Viviana, que hacen de las calles su oficina, bajo un horario estricto, de no más de ocho horas, con cobro adicional después de las seis, explotando la melancolía que irrita los cuerpos durante el crepúsculo.

También están las mujeres como Isabel, que desquita sus placeres cobrando según el número de orgasmos, que bien explican su pobreza, cuando los hombres sólo buscan un seno materno. Junto a ella camina Estrella, la envidia de Afrodita, el sueño de Morfeo, el imposible de Aquiles. Una criatura dotada con las armas de la belleza y la inteligencia, sin poder esconder una de la otra, para quien los hombres resultan un simple oficio. Mentía lo necesario, actuaba otro poco, todo por un precio justo. Pudo ser en principio un martirio, que paulatinamente se transformó en arte. Nada que temer bajo la asesoría de Mariana. Ella le compartió su secreto, su sexo, su vida y sus sueños. Le mostró rincones inexplorados de su piel, despertó emociones imposibles, y en medio de ellas, apareció un sentimiento nuevo. Así se conocieron, cada centímetro, cada sentimiento, como iguales, como amantes, como ellas mismas.

Aquel día se encontraban reunidas las cinco, afuera de la Reliquia, como era costumbre suya, para calmar el hastío con café y pan. Reían a carcajadas con las anécdotas de Isabel, mientras Estrella y Viviana se repartían el periódico. No había día en que se encomendaran a las predicciones hechas por los astros, ni dejaran de leer el terror de la nota roja. En el lugar apareció Mariel. Llevaba, como siempre lo hacía, los risos sueltos, la silueta serena y la voz firme. Las encontró distraídas, así que se anunció con un estruendoso aplauso para sacudir el ocio de aquellas mujeres de tacones infalibles. Las acompañó un momento, durante el cual repasaron la agenda femenina: cólicos, abortos, hijos, hijas, papeles, libros, revistas, tazas de café, asaltos, homicidios, glamur, estrellas extranjeras de nombres impronunciables y alguna otra cosa que cupiera en sus bolsos.

Hoofd van Medusa – Peter Paul Rubens

Isabel sentía una tremenda curiosidad por los tatuajes de Mariel, principalmente por aquel que le daba su apodo. Era un medio rostro en el que se podían observar unos ojos, no se sabe si seductores, furiosos o calmos, pero definitivamente profundos, premonitorios de un deliro. Alrededor de éste, cabellos retorcidos hasta el infinito, entre los que sobresalía uno en forma de serpiente, pero contrario a su mitología, no aparentaba una bestia siniestra, tampoco divina. La imagen partencia a un plano neutral, libre del mal y del bien. “Es un recordatorio”, se disponía a exponer Mariel, pero a la cuadra arribó un comando de policías. Eran dos vehículos, en uno de ellos quien, desde el principio, se presumió como alto mando. Parecían listos para desarmar a un ejército completo, aunque se dirigieran a un grupo de mujeres sin otra arma más que su propia vida.

—Mariel Delfina Laverde de la Rosa Navarro… —anunció el inspector Rodríguez.

Las mujeres quisieron exaltarse por el peligro latente, pero las sorprendió más la revelación del nombre completo de Mariel, a quien después de su nombre, sólo reconocían por su apodo.

—Alias: La Medusa… —anunció Rodríguez.

—Yo soy —respondió Mariel, como si se tratara de un pase de lista.

Acto seguido el inspector se acercó con la certeza de tener en frente una mujer razonable. Y vaya que lo era pues, al ver las esposas, retiró las manos y exigió una explicación. El inspector se empeñó en detenerla pero, al sentir la amenaza, las mujeres armaron un escándalo convocando al vecindario. Desde la ventanas se escucharon silbidos, gritos y protestas. Los policías se sintieron confundidos, había en ellos una sensación de peligro y duda. El escuadrón completo volteó los ojos a su capitán, que estiró la mano para ordenarles mesura y paciencia. Pronto, el inspector se disculpó con las mujeres y solicitó tiempo para explicar su causa.

—Espero venga escrita y autorizada —dijo Mariel, agradecida por abandonar la escuela de Derecho después de cursar lo Penal.

A la escena se sumó “La Grande”, que salía del local Los Tres Reyes, donde los borrachos ya no sabían por qué discutían. Apenas llegó con sus compañeras, se detuvo detrás de Mariel. Era proporcionalmente grande, desde los talones hasta la frente, toda ella una criatura imponente. El inspector Martínez acomodó la garganta en señal de respeto, o de miedo, que mucho se confunde entre los hombres.

Cian Lorenzo Bernini, Medusa

—¡No muerde, poli! —se escuchó gritar desde la cantina entre risas histéricas.

—¡Cállate, Marcos! Esto no es asunto tuyo, mejor sigue tragando licor barato, que es lo único para lo que te alcanza —devolvió el grito “La Grande” sin despegar las manos de la cintura.

El público les correspondió atento a cada detalle. No había nadie alrededor de diez cuadras que no reconocieran la autoridad de Mariel y Deborah. Ni madres ardientes, ni santas mártires. Aquellas mujeres tenían más voz que un político en campaña. Eran fundadoras de una maquiladora de zapatos próspera, que servía como excusa para brindar empleo y seguridad a las mujeres dedicadas al trabajo más lucrativo y violento de todos. Además de apoyar al sindicato 28 de Septiembre, mismo al que se le acusaba de corrupción y desvió de recursos.

—Yo podría acusar de lo mismo a su jefe —rezongó “La Grande” entre dientes al conocer las acusaciones.

—Tranquila, Deborah. Estos hombres solo quieren hablar, ¿verdad, inspector? —pronunció Mariel como cualquier mujer que se sabe segura de sus palabras.

El inspector asintió con un gesto. Parecía tener miedo a equivocarse. Desconocía por completo el contexto, lo que en cabeza de sus superiores lo hacía el más apto para el trabajo. Mariel le respondió con la misma sutileza. Caminó una calle arriba, seguida por la corte de prostitutas y su más leal amiga. Al pasar frente a los bares y moteles de la zona, hombres y mujeres clavaban la mirada sobre los uniformados. Algunas tronaban bombas de goma de mascar, otros tronaban los dedos. En tierra de nadie no hay lugar para extraños, que desconocen las reglas básicas del juego de la supervivencia, en el que reina la astucia y el azar. Dos bestias que es posible domar por medio de la terquedad. Ese era el caso de aquellas damas, que aprendieron a forjar su destino con la misma mano con la que se tira un dado cargado.

—¿Está segura de dejarnos entrar? —cuestionó Martínez apenas puso un pie en el Palas.

—Si está seguro de querer entrar… —respondió Mariel como eco.

El inspector ordenó a uno de sus hombres quedarse afuera, mientras su segundo acompañante entró con él. Al interior, un pasillo prolongado hasta las escaleras. A cada costado, un mostrador de cristal, seguido de repisas con zapatos de todos los colores, diseños y tamaños. Avanzaron hasta un lado de las escaleras, debajo de las cuales se abría el camino hacia una fábrica lista para la revolución industrial. Máquinas antiguas, escritorios y bancos de madera, con las herramientas puestas para trabajar a mano.

Medusa Franz Von Stuck

—¿Falta de recursos? —intentó burlarse el inspector.

—Las chicas tienen buena mano, ¿quiere probar? —instigó Deborah.

—Tenga cuidado con lo que dice.

—Tenga cuidado donde pisa —interrumpió Mariel al ver que el inspector pisaba uno de los claves—. Ya se han electrocutado muchas ratas.

—Como sea —prosiguió Martínez mirando el suelo—. Si ha venido por algo, tómelo, que nos vamos a la procuraduría de inmediato.

—Pensé que querría dialogar —señaló Mariel recargándose sobre una de las mesas.

—No se equivoque. Seré paciente, no estúpido.

—Y yo tolerante, pero nunca intransigente. Sea sincero oficial…

—¡Inspector! —reclamó Martínez.

—No. En verdad me refería al oficial, ¿Gutiérrez? 

—González —repuso el policía sin reparo en su superior.

—¿Le habló de mí a su inspector?

Martínez miró a González con desprecio, como se mira al traidor. El pánico intentó invadir al inspector pero, en su lugar, optó por un gesto de gallardía y desaprobación. Más todavía. Empezaba a creer haber sido enviado a casa del enemigo, sin cuidado o advertencia, que bien le hubiera servido. Se mordió el labio pensando que, si interrogaba a su delegado, perdería cualquier credibilidad. Ya suficiente sorpresa había dejado ver al descubrir tan delicado inconveniente.

—La relación entre usted y el oficial González carece de cualquier relevancia en su arresto.

—Así que eso es. Ya puedo leer el titular de la mañana: “Mujer es arrestada por vender zapatos”. ¡Qué disparate!

—En realidad, el titular deberá decir: “Líder sindical”. Sepa que es a su sindicato de putas al que estamos persiguiendo.

—Ni putas, ni líderes sindicales —alegó Natalia al entrar en el salón—. Mariel y Deborah son sólo miembros. Yo soy la fundadora e inquilina del edificio, que hasta donde veo, intenta tomar sin papeles ni fundamentos.

—Me disculpo por las molestias. No sabía que se rentaban las habitaciones.

—¿Quiere una? Pídala, y enciérrese con su propio escándalo, al igual que todos aquí. Y no tenga cuidado, que lo mismo se hospedan indigentes que políticos.

El inspector no veía la cabeza ni los pies de aquel bochornoso diálogo. El lugar no parecía gestar ningún desvío de recursos, y si los había, parecían haberlos perdido todos. Mariel era el objetivo en realidad. Lo sabía. Tenía en la mente al sin fin de oficiales fracasados. Ninguno pudo llevarla ante el comisionario. Repasó en la cabeza los expedientes sin argumentos, sin delitos, sin pruebas. Natalia tenía razón, había entrado ahí sin motivos, sin nada, ni siquiera la noción sobre aquella realidad. Entonces, sobresaltado por su última oportunidad, se condujo con la voluntad que nadie nunca mostró. Subió por la escaleras acelerado. Acto seguido, González miró a Mariel buscando preocupación, pero sólo encontró fastidió. Poco después, el oficial regresó, determinado a esposarla, pero, contrario a la reacción esperada, se topó con la sobriedad de la mujer.

—“Queda arrestada por el delito de coerción”, ¿no es verdad? —fingió adivinar Mariel.

—Mejor todavía, de trata de personas —le respondió Martínez.

 —Pero de qué demonios habla.

—Usted recluta mujeres para prostituirse.

—Deténgase un momento. Explíqueme usted, porque no tengo idea de dónde viene la idea de que las mujeres no pueden tener sexo por placer. Que eso es lo que usted está confundiendo.

—¿De qué habla?

 —Usted da por hecho que las mujeres en este lugar se prostituyen por sometimiento, no por voluntad.

—Dudo mucho que alguna de ellas esté aquí por gusto —dijo Martínez en un tono desesperado.

—Si los hombres lo están, ellas también pueden. Es verdad, habrá quienes lo hagan, como Estrella y Mariana, como un empleo. Menos usual que cajera, sin duda, pero lo mismo para fines lucrativos.

—Entonces lo admite. Usted dirige un prostíbulo.

—Rento habitaciones. Ofrezco comodidad, y de paso, algo de higiene y seguridad. Mucho más de lo que sus superiores alguna vez pudieron hacer por estas mujeres.

—Tenía razón. ¡Todas ustedes! —decía paseando su dedo enfrente de las presentes—. ¡Putas! Cómplices, encubridoras.

—Tan putas como todas las madres que son obligadas a parir, como las esposas que son abusadas por su maridos, como todas las jóvenes que ven frustrada su sexualidad —empezó a decir Deborah—. ¡Así de putas!

—¡Hijas de la…!

—De Medusa. Hijas de Medusa.

El ambiente se había tensado a tal punto que, al oírse la voz de Mariel, parecía venir de una conversación distinta.

—Mire. Este es un recordatorio —comenzó a decir señalando el tatuaje sobre su brazo— de la condena que nos fue heredada a las mujeres desde que le fue impuesta a Medusa. Una mujer que fue concebida como un monstruo, como una amenaza para los hombres, sólo por tener sexo. Porque si no eran ellos, ninguna otra criatura tenía derecho al placer. ¿No es así, inspector Rodríguez? A Neptuno le fue perdonado todo, pero a nosotras nada.

La pausa sirvió a los presentes para tragar saliva, a González para sentir vergüenza, a Deborah para sentir ternura, y al resto de mujeres para sopesar el coraje. Pronto terminaría la escena, con la derrota del inspector y la paz que tanto anhelaba Natalia.

“El Palas es un edificio, con una maquiladora en la planta baja, un comercio establecido en la entrada, y cuartos en renta. A veces hospicio. Pertenece a Mariel Delfina Laverde de la Rosa Navarro, quien lo presta al sindicato 28 de Septiembre como base para sus operaciones lícitas. Aquí se respeta el derecho al trabajo digno, la recreación y la asociación entre ciudadanas. Si alguna de éstas es ocasión de delito, que se tome por ley lo justo; pero si esa ley que impera sobre sus acciones es la del patriarcado, ande con cuidado, pues ya es bien conocida entre sus hombres el mito de la Medusa…”, leyó el inspector Martínez.

—¿Nada más? —quiso saber el comisario Torres.

—Nada, señor.

Martínez mentía. Había algo más. En su mente aún resonaban las últimas palabras de Mariel. Salía con la nota escrita por él mismo, cuando antes de cerrar la puerta escuchó decir:

 —Y Martínez, dígale al comisario que no lo olvido. No obstante, su furia nada me enloquece, ni provoca, lo mismo que su presencia; por lo que puede seguir intentando cortar mi cabeza. En ese caso, debe advertirle que, al igual que la noche en que nos conocimos, mi postura se mantendrá firme. Pues para someterme a deseos y caprichos, sólo los míos.


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