I.
Ahí, en el altar del día de los muertos reposa la fotografía de mi abuelo, Antonio Campos. Altísimo, sonriente, bigote negro y abundantísimo, frente amplia, enormes manos, cabeza llana, pulida, brillante y sin un solo cabello. En la desgastada fotografía solo están presentes mi abuelo y una pequeña ternera; un árbol de zapote los cubre con su sombra.
Antonio Campos siempre fue el hombre más rico de todo nuestro pueblo, nadie en Caurio tenía riqueza tan grande como la suya. Cuando sus rebaños salían a pastar, mientras la última de las reses apenas salía de su rancho, la primera, cinco kilómetros adelante, ya había terminado de desayunar.
Entonces, ahí en su altar, junto a una veladora con una oración a la virgen de Guadalupe y una cajetilla de sus cigarros favoritos, raleigh, reposa la imagen de nuestro rico patriarca y primer difuntito familiar del siglo, primero de los que, pese a mis dieciséis años, sé que se contaran por decenas en las décadas por venir.
II.
Mi abuelo Antonio, se casó con mi abuela Carmen, en 1925 a los treinta y cinco años de ambos. “Toñito Campos se va a quedar solo”, se comentaba siempre por las calles del pueblo, que, para hacerle justicia a mi abuelo, no eran realmente muy pobladas.
La realidad es que mi abuelo no era muy agraciado, no tanto por su rostro, su estatura o su bigote, sino que a todos quienes lo encontraban por la calle siempre les horrorizó su cabeza: A mi abuelo le volaron la tapa de los sesos durante la revolución. Cuando mi abuelo perdió en un sentido literal, la cabeza, su mejor amigo y compañero de labor Fernando González, en un gesto desesperado no encontró otra solución más que proteger de las moscas su cerebro expuesto con un coco de cirial. Para cuando el médico de la ciudad llegó al pueblo a atender a mi abuelo, este ya tenía el coco encarnado y desde entonces lo usó como un cráneo hecho en casa.
Cuando mi abuela lo conoció, le horrorizó esa cabeza verdeamarilla, esa ausencia total de cabello y ese brillo vidrioso que aquel hombre transportaba a todos lados. Sin embargo, la impresionó más su laboriosidad, su entrega para el trabajo, sus diez horas diarias atendiendo vacas y otras cinco para cuidar de sus abejas. No le sobraba tiempo ni para hacer el amor, tal vez por eso mi madre nació cinco años después de consumado el matrimonio.
III.
Cuando a mi abuelo le voló el cráneo de un disparo aquel general villista que quería tomar de sus vacas para darle de comer a una hueste de quinientos desarrapados, él no pudo pensar ni en el dolor, ni en la ofensa, ni en la tentativa del robo, ni en las terneras y reses que fueron efectivamente robadas, su mente se enfocó en una única idea: La fragilidad de la vida.
Antonio Campos no iba a tolerar morirse joven y tal vez ni siquiera de viejo. Antonio Campos pensaba en lo eterno en comparación al terror de la corrupción del cuerpo, en morir como morían sus vacas cuando tropezaban por los cerros y morían por la caída, morir esperando a que te coman los gusanos. Por tanto, comenzó a comer saludable, a visitar al médico en la ciudad con regularidad y a tomar vitaminas.
IV.
De poco sirvieron sus medidas cautelares. A mi abuelo, realmente, lo mató su cautela. Mi abuela Carmen, quien lo vio muriéndose, siempre lo ha narrado con horror y minucia, “A tu abuelo se le hinchó la cara, se le salía la sangre por la nariz, por los ojos lloraba gotas de sangre, tenía todas sus venas gordas y azules, del coco de cirial salía más sangre, todo en él era sangre sin parar”, nos dice cada día de muertos y cada que la muerte de mi abuelo festeja su santo.
V.
Las vitaminas, las vitaminas, esas malditas vitaminas lloran todos, amigos y vecinos quienes recuerdan la muerte de mi abuelo. Mi abuelo murió de vitaminosis y de traición. Después de recibir el disparó del villista, Antonio Campos creyó que sí las vitaminas te dan fuerza, lo lógico sería que tomar dos paquetes de vitamina al día te haría inmortal. A mi abuelo lo traicionó la lógica, no la aristotélica que no conocía, sino la empírica, la cotidiana.
Antonio Campos fue asesinado por su ambición de ser eterno.
El día de su muerte, al levantarse y sentarse en el borde de su cama, solo sintió un sudor frio que recorrió por su frente, al limpiarse el sudor descubrió que era sangre y su vista se nubló como cubierta por una sábana blanca y perdió el conocimiento.
VI.
Mi abuelo siempre dijo que, a mi madre, Petra Campos, la dejaría bañada en oro. En su lecho de muerte, con cuarenta grados de fiebre, intentó cumplir su palabra y confesar en qué lugar del rancho familiar había enterrado todo su oro. El oro Carmen, el oro, el oro enterrado Carmen. Ya, Toño, duérmete. No Carmen el oro, está en el rancho, ve por una pala, y el pico, corre, rápido, rápido. No Toño, no te puedo dejar solo. Que vayas por la pala Carmen, el oro, el oro, el oro no es pa’ ti, es pa’ Petrita, rápido, rápido Carmen.
Cuando mi abuela Carmen regresó armada para hacer una excavación, lo encontró muerto, ahogado con su propia sangre. Con los ojos abiertos de par en par, observando fijamente hacía delante, apretando los labios.
VII.
Hoy todos lloramos a ese Antonio Campos que no conocimos, víctima de la revolución primero, víctima de sí mismo después. Hemos de confesar que no le lloramos con tristeza. Ni con nostalgia. Ni siquiera recordando su nombre. Le lloramos a su riqueza, su dinero, sus onzas de oro como de fábula. Le lloramos también nuestra miseria.
Lloramos y suspiramos, ay de nosotros y de nuestro rancho y de nuestras vacas y de nuestros aguacates y de nuestras abejas cargadas de miel y de nuestro oro y y y…
-Y de tu abuelo ¿No?
– ¿Quién?
(…)
Hoy, veinte años después, aún aparecen todas las mañanas en el cerro, cinco nuevos hoyos hechos por exploradores nocturnos, que buscan encontrar el oro enterrado de Antonio Campos, el hombre más rico de Caurio Michoacán.