Alguien, creo que Bécquer, escribió alguna vez que las lágrimas son agua y van al mar. Hace dos días, cuando volvimos del seguro, mis tíos y mamá se sentaron en el comedor a discutir sobre la próxima muerte del abuelo. “Aves de mal agüero”, podría pensar alguien, pero era cosa inminente. Yo también estaba ahí, me dediqué a tomar vasos y vasos de agua, supongo para tener reservas para cuando llegara el llanto, pero lo único que conseguí fue ir a orinar.
Así son las cosas, unos sacan la tristeza por los ojos y otros simplemente por donde pueden. El abuelo ya no logró sacarla por ningún lado y por eso se murió, se le acumuló la tristeza en los pulmones, en el corazón, en la cabeza y en donde quiera que quedara lugar.
Todavía después lo del comedor, a la tarde siguiente mi papá y yo nos formamos (en lo que a mí me pareció un acto de optimismo) para agendar su próxima cita médica. Dada la fecha, le auguraron unos 20 días más, los primeros del 2015. El abuelo fue siempre recio, no es difícil para mí imaginarlo empecinado, aún en su inconsciencia, en llegar al año nuevo. Y lo consiguió, aunque fuera por unas horas.
Cuando me avisaron todo pasó muy rápido. Se me olvidó tomar muchos vasos de agua, pero corrí a bañarme y ahí pude llorar. Lágrimas en el agua, Bécquer tuvo razón.
Epílogo
Para mi abuelo Ceferino
En mis primeros años de memoria el abuelo fue el viaje en el camión de las galletas Cuétara y los helados Bing. Fue pensar, en un caprichoso deseo pueril, que algún día se reconciliaría con abuelita. Pasados algunos años se convirtió en el recordarlo cada vez que veía un avión en el cielo, porque imaginaba que así venía a verme a mi casa. El abuelo era las idas a Tlacolulan, comer dulces, pelar habas, ir al rancho, sus piñatas en navidad. Él era esa casa sumergida en una época de antaño, donde nos dejaba jugar con los amorosos fantasmas que ahí quedaron materializados. Hoy el abuelo es agua, agua porque lloro. Agua, el agua que se quedó en su cuerpo. Agua porque cuando sus restos lleguen, va a llover.