Impresión, Sol naciente (1872) - Claude Monet
Un cuento con un personaje anciano, al borde del final de su vida, y una extraña petición.

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Agua de río

Este texto es parte de nuestro Dossier Finitud: textos alrededor de la muerte

Eran las cuatro de la madrugada de un día claro oscuro que amenazaba, a pasos agigantados, con ser parco y lúgubre. Doña Ermitia, que completaba varios días en cama aquejándose de una enfermedad silenciosa y desafortunada y de ese duro e inclemente peso de la vejez y los años cansados, llevaba su cruz con dignidad, como dirían los abuelos.

Hasta hace poco se le veía lidiando con su vaca Parda en un trueque simpático, ella le daba amor y Parda le obsequiaba leche. Se le veía también cargando pollos en los bolsillos del delantal o hablando con geranios y azucenas, viviendo esa vejez de ensueño, lejos del odio y las mezquindades, lejos del irracional sentimiento de propiedad privada y los orgullos inmisericordes.

Su casa es modesta, pequeña, cual relicario, adornada como el imaginario colectivo de un momento feliz. Tapizada de paredes tan blancas como flores de azalea, ventanas rojas y chambranas verdes, macetas colgantes y trastos tan viejos como su dueña o la historia misma, que hacían parecer que la casa de doña Ermitia hubiese sido un original o la más hermosa de las réplicas de un fresco de la Edad Media.

Faltando un cuarto para las cinco de la mañana, dónde el día todavía es noche y el frío es inclemente, la escena de la mirada entre doña Ermitia y el cuadro del sagrado corazón tenía lugar en sus aposentos, pero doña Ermitia sabía de antemano que ahí ya no podía esperar milagros, cosa que se repetía la vieja muy enserio, que de la huesuda y pálida dama nadie se escapa, aunque uno a veces se haga el pendejo, pero ella al final siempre gana, es más, gana por partida doble. El cuadro pasaba a mirarla entre indolente e impotente, como pidiendo no poner esperanzas en lo que ya no pudo hacer o en lo que quizás nunca ha hecho.

Eugenia, su vecina amiga y confidente, pasó a darle una vuelta, como cada día desde que el camino las juntó para dejar de ser extrañas y compartir su soledad y su amistad. Se quedó aterrada al verla con los ojos pelados y sudando frío, con la mirada fija y nublada sobre el cuadro del nazareno como si estuviese hablando con una persona. Al pie de la cama estaba la achacada Laica, que mostraba por su ama y señora una mirada de preocupación que no es de este mundo. Inmóvil como un ente, dijo a renglón seguido y sin mirar a Eugenia:

—Mija, estoy algo cansada. Tengo sed.

—Tome agüita —contestó Eugenia tras ir por un vaso a tientas a la cocina, porque a esa hora no había llegado la luz del día y la luz eléctrica estaba tan lejos de esas tierras como el cuadro del nazareno de cumplir con sus obligaciones.

—Pero esta no es agüita de río, tengo sed —insistió doña Ermitia, que seguía mirando el cuadro con fijo celo.

A Eugenia, para tratar de calmar a la enferma que, suponía, estaba delirando (aunque notó que no tenía fiebre al palpar su frente), se le ocurrió como último recurso ir a buscar agua reposada del tanque grande, para calmar la sed y súplica de su amiga y confidente.

—Mire, misiá Ermitia, tome su agüita para la sed —dijo con la voz del culpable porque sabía que el agua la sacó del tanque y no del río.

—No, mija, no. Esta agua no sabe a agüita de río —dijo con la voz quebrada y la sed del que agoniza. Tráigame agüita de río, misiá Eugenia, se lo pido.

En ese instante doña Ermitia y Laica volvieron sus miradas sobre Eugenia, eran miradas de piedad, ambas viejas, cada una con sus males y sus achaques pedían compasión a la única persona que podía ayudarlas. Eugenia se sintió turbada por las miradas y supo en ese instante que la vida le apremiaba por cumplir con su deber.

Eugenia, que hasta ese día juraba que el agua sabía a agua, comenzaba a desesperarse al ver que no le quedaba otra opción que traer agua del río, pero el frío calaba en los huesos, y más que el frío, el miedo y la penumbra que hacen ver a esas horas lo que no existe desde que el tiempo es tiempo. Justo en ese momento llegó Cristóbal Betancourt de una finca cercana a traerle a doña Ermitia un viaje de leña. Ya iba clareando el día, pero sin salir el sol. El cielo continuaba gris. Eugenia le contó el suplicio que estaba viviendo y le dijo que por raro que sonara, bajara a la quebrada a traer agua y de paso la librara del susto que ya traía.

A Cristóbal se le subió un escalofrío cuerpo arriba, porque ser hombre y tener el machete al cinto no lo libraba del mal agüero que tenían todos los campesinos, desde que se tiene memoria, sobre pisar el agua del río sin que primero se asomara el sol… pero no le quedó de otra, por el temor a Dios y la súplica angustiosa de doña Eugenia, que coger camino para la quebrada en medio de la zozobra y la helada neblina. Tras un sinfín de oraciones y señales de la cruz a matas de plátano que no eran espantos y palos de limones que no eran almas penitentes, pudo llegar a la quebrada. Pasó un buen rato para que regresara y a pesar del frío, de las botas mojadas y de haberse costaleado un par de veces, llegó con el encargo. Eugenia apresuró el paso y le llevó el agua a doña Ermitia.

—Mire, misiá Ermitia, Cristóbal nos la trajo —dijo Eugenia, mientras Cristóbal se santiguaba desde el portal de la habitación, tanto por la escena misma de misiá Ermitia, como por haber llegado de la quebrada de una sola pieza habiendo pasado por el desecho donde mataron al viejo Elí y donde lo han visto salir al paso de más de un caminante.

Recibió el vaso y se bebió toda el agua, con la sed del perdido en el desierto, o la de quien, tras estar con la soga al cuello, se ve libre del fatídico final. Acto seguido un suspiro de profunda placidez y gratitud provino de doña Ermitia, con la misma satisfacción que un lactante regoldea tras quedar pleno, antes de que lo embargue el sueño de los saciados.

—¡Ay, mija! Muchas gracias, esta si es agüita de río, gracias por calmar mi sed —dijo doña Ermitia.

Eugenia y Cristóbal, entre la sorpresa y el alivio de saber que ya no tendrían que buscar más y de ver el gozo con la cual se bebió la matrona el agua, sintieron que soltaban el peso, sensación que duró tan solo un instante porque a renglón seguido la vieja dijo sentir mucho sueño y tener que descansar, lo cual les pareció de lo más normal, por el desvelo que le había causado la sensación de sed.

Laica se subió a la cama y se hizo a los pies de su ama, juntas y casi al unísono las embargó el sueño, un sueño plácido y profundo. Pero ya el sueño dejó de ser normal cuando doña Ermitia, tras suspirar y cruzar sus manos sobre el pecho, le dijo a Eugenia:

—Mija, no olvide apagar la vela cuando salga, que ya está muy de noche. Que descanse, misiá Eugenia.

—Pero misiá Ermitia, si ya está aclarando el día —dijo sobre las seis y media de la mañana.

Y al no obtener respuesta, ambos se miraron y entendieron que no era sueño lo que tenía doña Ermitia, que lo que acababan de escuchar no eran delirios, que la sed no era por la fiebre que nunca tuvo. Cristóbal se quitó el sombrero y se santiguó. Eugenia, tras hacerse la misma señal de la cruz, empezó a cubrir a su vieja amiga con una colcha de retazos y ahí se dio cuenta que Laica se había ido con ella. No se separaron ni para morirse.

—Es curioso, Misiá Eugenia, que el último deseo de quien ya sabe que ha llegado su hora sea pedir un vaso de agua de río para calmar su sed —dijo Cristóbal.

—Pero es que no era cualquier sed, Cristóbal —inquirió Eugenia.

—¿Cómo así?

—Mire, mijo, doña Ermitia no tenía cualquier sed, tenía la sed la muerte y esa solo se calma con el agua que corre, con el agua viva del río —le explicó Eugenia a Cristóbal.

Ambos elevaron un par de padre nuestros penitentes al cielo y por un instante no miraron al cuadro del sagrado corazón. Antes de terminar el día y avisar a los vecinos, dos tumbas, adornadas por las mismas flores que cuidaba doña Ermitia, la recibieron a ella y a Laica como aposento para el sueño de los vencidos.

Andrés Felipe Piedrahita Bermudez

Andrés Felipe Piedrahita Bermudez

Es Ingeniero Industrial de la Universidad Tecnológica de Pereira, un escribidor de historias y lector de corazón. Escribe historias porque las manos pican, y porque no todo se ha dicho, porque muchas historias están ahí sin ser contadas detrás de un café, alguien pasa, la sonrisa de un niño o la nostalgia de una abuela. Con sus cuentos ha participado en diferentes concursos, obteniendo el cuarto lugar en el Concurso de cuento breve Relatos Plurales, de la universidad que egresó (año 2017). Segundo lugar en el XIII concurso de cuento breve Municipio de Samaná (año 2019). Primer lugar en la categoría adultos del concurso de cuento Fundeagro Promueve las letras (año 2020). En el año 2021 publicó por autogestión su primera antología de cuentos, Retazos.

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