CC(by): Mujer ángel - Graciela Iturbide
Un cuento que surge a partir de una descripción dolorosa de un momento de quietud, de contemplación del ser querido...

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Otra vida

Este texto es parte de nuestro Dossier Finitud: textos alrededor de la muerte

Me duele verte así, postrado, los ojos fijos, clavados en un cielo blanco sin estrellas. Parece que no escuchas y, sin embargo, sé que todas y cada una de mis palabras resuenan en tu mente, como reproches, como lamentos… a veces como un canto muy suave que llega de algún lugar remoto y olvidado años atrás. No quiero mirarte. Me duele verte así. A ti, a quien siempre miré desde abajo, con la cabeza levantada, como quien mira un pedestal y sabe que un poco más arriba está la enhiesta imagen de aquel a quien se admira. Sí, ha sido duro acostumbrarme al silencio, a la imperturbable inmovilidad de tu cuerpo, otrora avasallador e imponente. He de decirte que nunca esperé verte así, herido por un algo del que no se sabe nada, vencido por la esencia misma de tu indómito organismo. Uno nunca lo espera, a pesar de llevar dentro la inquietud del olvido y del abandono del que uno será, irremediable, la víctima. Ahora es imposible no mirarte. Has cerrado los ojos y parece que te has ido; que tu cuerpo, que permanece yerto sobre un desierto de esterilizada arena blanca, ha dejado escapar al hombre que, durante ochenta años —¿han sido ochenta?— habitara en su interior. Miro la rugosa piel de tu brazo derecho horadado por la banal necesidad de alimento. Un brazo semejante al tronco caído de un poderoso árbol abatido por años de tormenta, de helados vientos y de frutos inmaduros. Aquella extremidad capaz de levantarme en vilo para que pudiera observar más allá de una multitud de cabezas en un partido de futbol; aquel origen de abrazos redentores reposa ahora endeble sobre tu pecho hueco, dentro del cual dormita un corazón cansado y sobre el que soñara tantas veces mis sueños de niño. Un corazón que muere de años de negación y de aislamiento y que dibuja irremisiblemente una línea casi horizontal en una pequeña pantalla colocada a un lado de la cama. No, no quiero que pienses que alguna vez dudé de tu cariño. He de decirte que tengo, sí, amargos recuerdos, pero son aquellos que provocan en mi rostro una sonrisa, los que afloran ahora que te veo inverosímil, en este estado de quietud extraño y forzado. Es preciso que te hable. Habrás de perdonar esta insistencia, pero es imperativa la necesidad de mantener viva la esperanza de una reconciliación por tanto tiempo postergada. No quisiera verte. En la penumbra de la descarnada habitación es tu presencia aún más austera, aún más lejana. Pero es necesario. Un tenue rayo de luz ajena a esta atmósfera atemporal, proveniente de un Sol camuflado por un tejido fino y acuoso, acaricia tu mano izquierda. Con suavidad levanto las inertes falanges y recuerdo aquellas veces en las que detuvieron un llanto insoslayable, provocado por algún daño imaginario quizás, o por uno tangible y del cual el recuerdo se ha desvanecido. Nunca te gustó que llorara y por ello no lo hago, pero, ahora que entre mis dedos siento el débil latido que separa ésta de otra vida, siento el irreprimible deseo de abandonarme al llanto, de dejar de hablar por un instante y acercarme a tu lado, tomar lo bueno que en mí queda y regalártelo. No se por qué, después de tantos años, he de decirte que te extraño, que realmente amé a mi padre. No se por qué me empeño en que, a pesar de que tu existencia se extingue con cada latido, con cada ausencia de latido, este monólogo se convierta de alguna forma en aquel diálogo que nunca entablamos cuando el ayer fue hoy. Se que voy a perderte y al perderte me perderé yo mismo en tu inminente ausencia, en tu naufragio. Ya no importa. La muerte es una asíntota en la curva vital o tal vez otra vida en la que la vida es la muerte. Tal vez por ello me niegue a mirarte, a ver tu ocaso, tu partida. Me levanto y me acerco a la ventana. Un cielo gris cubierto de espesas nubes negras anuncia la tormenta que en breve ha de soltar un llanto ennegrecido y pesado. El Sol, oculto detrás del velo caudaloso, se pone lentamente. Un relámpago cruza el cielo y precede al estruendo vertiginoso. Por un breve instante la habitación se llena de una luz azulada que deforma los contornos de tu cuerpo, de tu rostro. La lluvia comienza a caer y mi llanto, por tanto tiempo contenido, escapa de mi cuerpo y se pierde entre miles de sombras y de ideas inconclusas. Lo siento mucho. Sé que nunca te gustó que llorara, pero me duele tanto verte así y que tú ya no puedas reñirme más por ello. 

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Luis E. Maza

Luis E. Maza

Licenciado en Administración, enamorado de la literatura desde muy temprana edad. Actualmente labora en la empresa automotriz Vokswagen de México, en la ciudad de Puebla, México. A pesar de no haber tenido la oportunidad de publicar aún sus obras, escribir significa para él un gozo indescriptible y tiene la firme convicción de que el caso de lograr su publicación los lectores gozarán con la lectura tanto como él con el proceso creador.

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