MEDIO SIGLO. Tal es el tiempo de existencia que celebra Jesus Christ Superstar, obra concebida por dos jóvenes músicos, Andrew Lloyd Weber y Tim Rice. Desde su obertura podemos escuchar cómo serpentean, inmersos en música sinfónica, los acordes de una guitarra eléctrica, notas que a principios de la década de los setenta irrumpieron no en la escena, sino en el ámbito discográfico, para un año después llegar al fin a los teatros.
1970, 1971, 1973… sin importar la fecha, el trabajo del compositor y el libretista se vio enfrentado a varias dificultades y a protestas de índole religiosa, pues a diferencia de óperas inspiradas en algún relato bíblico, por ejemplo Samson et Dalila, de Camille Saint–Saëns, o el Nabucco de Giuseppe Verdi, Jesus Christ Superstar se atreve a retomar la figura central del Nuevo Testamento para mirarla desde la perspectiva del considerado por siempre traidor, Judas Iscariote, el discípulo que por un pago de treinta monedas entrega a su maestro, según relata la Biblia.
UN INSULTO, UNA BLASFEMIA. Semejante arista de subversión atrajo y continúa atrayendo a una considerable cantidad de público, el cual acudió desde un principio tanto a los teatros como a las salas cinematográficas. Seguro más de uno hizo como mi hermano mayor, ocultándose en el área de baños de algún cine para ver más de una vez en ese día la película. Por mi parte, no debí burlar ninguna mala vigilancia ni aguantar la respiración cuando una mirada se alargaba por debajo de la puerta metálica del cubículo; en cambio, Jesus Christ Superstar llegó a mí incluso antes de ser consciente de ello, gracias a mi hermano: él participó en una puesta en la que se hacía playback con el disco traducido al español a instancias de Julissa en 1975, y me cantaba las canciones siendo muy niña. Más tarde, a los 10 u 11 años, conocía de la nada y tarareaba No sé cómo amarlo, tema que pertenece a dicho material, interpretado por el personaje de María Magdalena. Después, un poco a la manera de aquellos primeros asombrados espectadores, he visto más de una ocasión la película y varias representaciones teatrales, gracias a videocasetes, a DVD y videos alojados en redes sociales como Facebook.
Jesus Christ Superstar, en palabras del crítico y divulgador operístico Gerardo Kleinburg, es una ópera con todas las de la ley, además de una de las más sobresalientes del siglo XX, lo que haría de los números de este clásico contemporáneo arias, coros, un dúo o recitativos, si bien las exigencias para sus intérpretes son distintas de las que posee el canto lírico. Así, como ocurre con las óperas tradicionales, las diversas puestas en escena de esta ópera–rock se diferencian unas de las otras, separándose de ese espacio desértico, donde coexisten armas de uso militar, tanques y aviones, mercados de hace dos milenios en los que además de vender frutas, recipientes de barro y prendas, se comercia con el cuerpo, se ofrecen drogas. Así el espectador asiste a un entorno distinto cada vez, a las protestas que un grupo de jóvenes hace sobre unas escalinatas, a espacios casi desprovistos de elementos escenográficos, donde la sinfónica se ha colocado dentro de unas torres metálicas y el vestuario, las pantallas, sugieren una época futura. En cada escenario persisten, sin embargo, los acordes de la música, reconocibles para quienes los han escuchado incontables ocasiones a lo largo de los años.
Los intérpretes, otros también con el transcurrir del tiempo, ofrecen a sus oyentes frases inspiradas en un texto al cual se le atribuye el carácter de sagrado, notas que, al anidar en diversas voces, llegan a su público ahítas de un matiz distinto. Un ejemplo lo tenemos en Jesús, papel compuesto para tenor, interpretado también por algún barítono, tesitura más grave. Desde cada interpretación, “I only want to say” es un grito o bien un susurro. Se trata del aria de lucimiento del líder de los apóstoles, titulada igualmente “Gehtsemane”, y cualquier admirador de la obra espera sus notas altas casi conteniendo la respiración. Es asimismo la plegaria del huerto, instante de resignación última pero también de miedo, de dudas, y sus intérpretes, cual si se tratara de la tercera parte de un aria da capo en una ópera barroca, hacen gala de toda su técnica. De todo su talento. Como parte de su audiencia, experimento el ascenso de esas notas escritas por Lloyd Weber, ascenso idéntico al de Jesús en la montaña rocosa de la película, y quedo sin aliento frente a la aceptación de un destino señalado por una divinidad antes del propio nacimiento. “Alright, I’ll die!”, grita Ian Gillian desde el disco L.P. original o, desde la película, un Ted Neeley ataviado con la túnica blanca que el dios de los católicos viste en tantas obras pictóricas. Jeff Fenholt es otra de las voces, la primera en Broadway, que arrojó a un titiritero de manos invisibles el reproche por una muerte tan atroz, tan dolorosa. Detrás de cada uno de estos cantantes se yerguen nombres como Deep Purple o Black Sabbath, bandas cuyos vocalistas han subido a la escena teatral o grabado un disco distinto a los propios, el álbum conceptual que en un inicio sirvió de nicho para la creatividad de los jóvenes Lloyd Weber y Rice.
Este grito, asombroso como la afirmación de victoria del príncipe ignoto en la Turandot de Puccini, impresionante en su exigencia vocal, se vuelve un lamento de terciopelo en el timbre baritonal de John Legend. Más compositor y cantante, no tanto actor, ajeno a la escena del rock, su actuación del 2018 en Jesus Christ Superstar live in concert para la cadena NBC ha recibido varias críticas poco favorables. A la distancia, si tomamos el total de su actuación y no sólo “Gehtsemane”, tendremos a un Jesús alejado de la pirotecnia de los agudos de tenor, íntimo, con una sedosa voz grave.
Algo que pese a los años debe permanecer inamovible es la esencia de la obra. Andrew Lloyd Weber y Tim Rice crearon un discurso de espíritu contestatario para cuestionar la divinidad. A causa de ello las controversias iniciales, el vandalizar teatros para impedir una representación. “Jesus Christ, Jesus Christ, who are you? What have you sacrificed? Jesus Christ Superstar, do you think you’re what they say you are?”, canta Judas, el protagonista real, en los últimos momentos de Jesus Christ Superstar. ¿Quién eres, qué has sacrificado, crees que eres lo que dicen que eres?, frases imposibles de trasladar a un “¿De qué ha servido tu sacrificio?”, tal cual sucede con la pésima traducción mexicana.
Al ser el trabajo de ambos compositores una ópera, lo ideal sería una interpretación en su propio idioma, subtítulos incluidos, a la manera de los teatros líricos. Esto no implica menospreciar el trabajo de un traductor o a un idioma en sí mismo, pero al contar cada uno de ellos con una musicalidad en específico no es posible adecuar a una melodía determinada, al menos al cien por ciento, palabras pertenecientes al habla de otro país. Por otro lado, una traducción debe ser fiel, de lo contrario estaría traicionándose, pues su finalidad es llevar hasta un espectador o lector extranjero el pensamiento, las narraciones de determinado autor, y no las propias. Así, obras como la que nos ocupa llegarían a oídos nuevos sin antes pasar por filtro alguno. Jesus Christ Superstar, siendo lo que es, una obra que cuestiona, inscrita en un estilo musical igualmente caracterizado por la rebeldía, por lo contestatario, será de esta forma recibido sin pasar por la censura de la Iglesia, aunque también es importante cuidar lo adecuado de un elenco: no se trata de estrellas pop en un concierto, nombres “grandes” que han de llenar las taquillas con boletos de precio alto, que hacen para la televisión una “batalla” de voces en un número que pertenece a un solo personaje, sino cantantes–actores que se convierten en Judas y cuestionan las decisiones de un líder; en Jesús para ceñirse a la voluntad de un otro invisible, aunque eso signifique la muerte; en Magdalena, que declara su amor, su temor, como hace cincuenta años lo hiciera Yvonne Elliman, por entonces no tan conocida. Esto es posible, no creo que en cincuenta años no haya nacido alguien con la capacidad de cantar como Carl Anderson, el Judas de la película, o como Ted Neeley, y ofrecernos en el “Nessun dorma” de Jesus Christ Superstar, “I only want to say”, el grito agudo de obediencia final, cima de un aria tan poderosa como la música que la envuelve.