Me conforta saber que no le daré una segunda lectura a Moby Dick. La novela que se ganó un sitio entre los clásicos a pesar de sí misma. Saborear esa poderosa entrada narrativa de la primera línea: “Pueden llamarme Ismael”, y seguir de nuevo la secuencia de lectura hasta el punto final. No. Eso sería muy aburrido. Lo saben mejor los muchos que se han bajado de ese barco a las pocas millas. Pero ¡con qué emoción me vuelco sobre mi flamante ejemplar en un sitio visible de la biblioteca! Lo abro en cualquier página para auscultarlo por necesidad ontológica o literaria, como a un viejo sabio; como a un bálsamo bíblico. (¡En todo caso, cada búsqueda literaria es una necesidad del ser!).
No importa que esa consulta ocasional recaiga sobre un capítulo de los que siguen la línea argumental, o en uno ensayístico de los que se le atravesaron a Melville y que cortan la narración. Esos capítulos son el principal problema, dicen muchos; hacen que miles abandonen la lectura: una verdad consabida y mil veces teorizada. Al lector interior no le gusta que pretendan enseñarle nada. Ni moralizarlo. Ni que le den clases de cetología. ―Valga recordar que estoy aquí, no para abonar más al inabarcable debate, sino para compartir mi experiencia lectora―.
En fin, esos fueron problemas que la novela tuvo en las primeras décadas de ser publicada. El libro ya es un clásico por derecho. Dejó de tener problemas. El asunto es ahora con los lectores. Sobre todo los ortodoxos: seducidos por la primera persona de un sujeto al que nos dan permiso de llamarle Ismael, hacemos un pacto entre ese narrador y nuestro lector interior. Cuando este narrador se diluye sin ningún cuidado, nos fastidia tener que adivinar en lo sucesivo quién va a narrar en cada capítulo.
A los lectores que hacen un pacto entre ellos y el escritor Herman Melville, o peor aún: entre ellos y un CLÁSICO, no les afecta que el narrador se diluya a partir del capítulo 32. Su pacto es entre ellos y Herman Melville. Él es el dueño de todo. Hizo lo que le dio la gana y lo que pudo. Es dueño hasta de su voz hipostática que aparece en frío y remite al lector a un pie de página para tratar de justificar algún cagazo. Algunos lectores, para entonces, le tendrán tanto respeto y cariño a la novela, y al autor, que les costará ser objetivos en la crítica: “No, nooo: Melville no pudo estar equivocado”, le oí decir a una prestigiosa académica… ¿Por qué no?
Revisitando a William Faulkner, digo con él que, si Melville pudiera escribir de nuevo Moby Dick, no se equivocaría: por ejemplo, prescindiría de los capítulos académicos y dejaría la narración pura. Ese es ―dice Faulkner en una entrevista para París Review, más o menos con estas palabras―, el estado mental más saludable para el escritor. Es por eso que un creador siempre reincide. Sabe que cada vez será mejor y que en cada intento siempre tendrá algo de fracaso. Si lograra la perfección no le quedaría más remedio que suicidarse lanzándose desde lo alto de ese estado.
Faulkner dijo, además, que es usual que muchos novelistas hayan querido explorar la poesía primero. Yo digo que la vocación a la poesía es connatural al ser humano en general: ¿quién que en su niñez o primera juventud no pretende en la escritura o en la oralidad atrapar una línea poética? Pero, fracasados en esos intentos ―continúa Faulkner―, los escritores prueban a escribir cuentos, el género más jodido luego de la poesía. Si fracasan, entonces empiezan a escribir novelas.
En ese sentido, cuando Melville se avocó a escribir la novela de su vida, que terminó por salírsele de proporciones en el marco de esa autenticidad vital que lo acusaba (¡eso supongo!), con la experiencia y los elementos argumentales y narrativos con los que contaba, era poco probable que no llegara a algo trascendente. Ya compuesta la novela, tan única en su descompostura que nadie más desde entonces usó ese modelo, los aparentes desaciertos, y ese nutrido universo de alegorías y simbolismos que son ingredientes amigados con los clásicos, nos tendrán por generaciones teorizando y reinterpretándola. Hacemos viva la cosa literaria llamada Moby Dick. No importa que su narrador sea fallido, que la narración se pierda, que Melville prolongue sin necesidad y descuidada maldad la tensión de la aparición de la ballena blanca hasta el desborde de la novela, cuando ya a un lector como yo le dio lo mismo.
Yo seguí de largo sin mayores emociones. Y mejor: leído el punto final me puse a componer un poema, desencantado tal vez por la descuidada embriaguez con que Melville nos entregó los capítulos finales: con un frenesí que nada tiene que ver con la larga espera. Como si el ingenioso final, náufrago en la inverosimilitud, no fuera a importarle a los lectores y tan solo al escritor para salvarse.
Y todo eso no importa. La alquimia de Moby Dick es tan abundante en sus cientos de páginas que es imposible que no tenga siempre una legión de defensores. Yo mismo soy defensor, de varias maneras.