¿Qué me ocurrirá a mí al escribir sobre este leviatán?
Moby Dick, CIV – La ballena fósil. Herman Melville.
Yo escribo. ¿Pero quién es “yo”? Por ahora no es necesario atender este problema; sólo importa sugerirlo para regresar después a él. Hablemos de Moby Dick.
A principios de este año comencé a estudiar la obra de Herman Melville. No sólo a leerla por diversión o para obtener algún tipo de capital cultural; sino a leerla con lupa y microscopio para, por ejemplo, inventariar sus interpretaciones, descubrir sus conexiones con otras escrituras, entender los meandros del estilo melvilleano, etcétera.
No estoy muy seguro de cuáles fueron las razones precisas que inspiraron esta decisión. Sólo sé que este impulso surgió en mi última relectura de Moby Dick. De esta relectura también resultó un largo ensayo —acaso un gesto para autoafirmar la autenticidad de mi decisión de estudio—; dicho texto fue publicado hace unos meses en una revista universitaria. En este trabajo enumero y propongo algunas reflexiones en torno a las inquietudes surgidas de esta última relectura de la famosa novela de Melville. Algunas de estas inquietudes son las siguientes: lo concerniente a la polémica sobre la existencia de dos novelas distintas en el mismo libro. La lectura de Moby Dick en clave racial, como metáfora que permite la crítica al esclavismo y al imperialismo norteamericano y europeo; la posibilidad de considerar a la novela como una alegoría del acto de escribir, y por lo tanto como un gigantesco tratado metafórico de filosofía del lenguaje y filosofía de la creación artística; la cuestión del narrador, que se encuentra anunciada ya desde el primer capítulo del libro. Además de las anteriores, el ensayo cierra con otra pequeña lista de sugerencias de investigación, pero sin profundizar en su descripción.
Menciono todo esto, incluido lo del ensayo publicado, porque hace apenas unos días me sucedió algo extraño que quisiera relatar, pero antes de pasar a este hecho extraordinario me parece necesario proponer una momentánea bifurcación. Esto dará cuenta de mi particular situación y estado ánimo.
Por lo pronto, pensemos en una situación hipotética —algunos preferirán decir ficticia—, pensemos en la existencia de un hombre que ya no es joven. Sus rasgos físicos no son relevantes, puede imaginársele como se desee. La cuestión que sí importa, y que hay que tener muy presente, es el hacer de este hombre hipotético. No lo que ha hecho a lo largo de su vida sino lo que hace ahora, su manera de estar en el presente; el ahora que sucede mientras lo vemos mentalmente. La verdad es que no puede pensarse a un ser humano sin hacer algo; así como tampoco se puede pensar en un color sin una superficie. La verdad es que no se puede pensar a nadie en la absoluta inacción. Ya se sabe que no hacer nada es hacer algo. Pues bien, este hombre está sentado en un alto taburete de madera de cuatro patas, base circular. El hombre se encuentra dentro de un cuarto espacioso y de techo alto; el lugar hace pensar en un estudio de televisión o una bodega. Paredes blancas. Iluminación abundante. Artificiosamente blanco. Vemos al hombre de perfil, mirando algo que se encuentra más allá. ¿Qué es lo que ve? Este hombre no ve nada, pero no es ciego, sino que su conciencia no está en el acto de ver, sino en otro lugar. Este hombre no ve, piensa. Su gesto nos distrae mientras él se mueve entre ensoñaciones. Pensamos que ve, pero en realidad discurre alguna cosa. Este hombre reflexiona sobre la escritura, medita en lo que significa escribir, en lo que significa ser el autor de un texto. Se pregunta si cuando se escribe una novela es el autor quien narra su vida o si por el contrario el narrador es pura ficción. No es que tenga muy claro el asunto, y mucho menos que tenga respuestas para todo ello. Y sin embargo, tiene algunas respuestas provisionales, aunque no puede articularlas con mucha precisión. Estos temas lo distraen desde hace algunos días. Tienen que ver con la lectura de Moby Dick. Hace algunos meses la estuvo leyendo. Esa novela parece afectar de un modo u otro a quienes la leen. Ahora, mientras mira el vacío, piensa en ensayar algunas notas. Vemos que este hombre saca una computadora portátil de una mochila ubicada en el suelo. La apoya en una mesa que no habíamos advertido antes, la prende, y después comienza a escribir.
Ese hombre hipotético podría ser yo. Podría pensarse que estoy haciendo auto ficción. Pero no es el caso. Si he escrito esta escena del hombre sentado que mira el vacío es porque esta es la manera en que me he estado imaginando a Salvador los dos últimos días. ¿Quién era Salvador? Tengo entendido que era un profesor de Literatura. Supe de Salvador al mismo tiempo que supe de su muerte. En pocas palabras: nunca lo conocí en persona. Tampoco he visto una foto suya, y preferiría no verla jamás. Salvador no es su nombre real, sino un seudónimo que ahora uso para esconder su identidad mientras escribo. Omito también toda referencia a su apellido para evitar el más mínimo problema con la familia.
Hace una semana, un amigo mío —que a partir de ahora llamaré M— me contó de Salvador. Me explicó que Salvador y él tenían una amiga en común. M y la amiga de Salvador eran compañeros de trabajo. M tampoco conocía a Salvador personalmente, pero sabía de él como una vaga referencia de la vida de Laura —con este seudónimo nombraré a la amiga—. Laura inició la cadena de mensajes que finalmente llegaron a mí, y que dan sentido a este texto.
Un día, durante la hora de descanso de la oficina en que trabajaban, Laura le platicó a M que Salvador había muerto. Laura platicó de su duelo (ahora se encontraba más repuesta, pero las primeras semanas habían sido terribles, y no hay tiempo aquí para señalar que M sabía del duelo de Laura, pero no había querido importunarla preguntándole. Eran compañeros de trabajo, y amigos, pero su relación no alcanzaba para confidencias tan directas o repentinas), y también le contó anécdotas, y le confesó que Salvador solía compartirle a Laura cosas que escribía. Entre las últimas cosas compartidas por Salvador, Laura tenía en su poder algunas cuartillas de un ensayo sobre Moby Dick. Aquí hay que decir que, así como Salvador era una vaga referencia para M, así yo, desde hace algún tiempo, soy una vaga referencia para Laura. Quizá está demás decirlo, pero en este concierto de vaguedades también Laura era para mí una vaga referencia. Esa ambigua referencialidad hizo posible que tras contar todo esto, Laura le preguntara a M por mí. La charla coincidió en el mutuo interés —de Salvador y mío— en Moby Dick. Al final, Laura se comprometió a entregarle a M una copia. M aceptó porque pensó que me podría interesar leer los documentos inéditos de Salvador.
Todo esto lo supe después por boca de M, y al mismo tiempo que recibía de su mano las hojas fotocopiadas de Salvador. Para dejar de una vez la especulación y avanzar a lo que me interesa, procedo a transcribir aquí algunos de los fragmentos de este ensayo de Salvador sobre Moby Dick:
Hay una cosa que me intriga de manera particular en Moby Dick: el narrador. El primer capítulo de la novela comienza con una de las líneas más conocidas del libro: “Llamadme Ismael”. El narrador se autonombra, y así podríamos pensar que “Ismael” es sólo un seudónimo. No dice “Soy Ismael” o “Mi nombre es Ismael”. Dice “llamadme”; el narrador se esconde tras un seudónimo. Sin embargo, quizá lo más relevante sea el efecto de verosimilitud, de existencia subjetiva, que produce la voz: “llamadme Ismael” remite a alguien. No es un yo metafísico. No es, como se dice, un narrador omnisciente. Es un narrador que ha sido testigo o un narrador protagonista. Se trata de Ismael, aquel que vivió en carne propia lo ocurrido en el barco Pequod, aquel que presenció el orgullo y vivió la locura del capitán Ahab.
A pesar de ese sutil engaño —esconderse tras un seudónimo— Ismael parece un narrador estable, sólido. Pero esta congruencia en la identidad se vuelve menos clara conforme avanza la obra. Sobre esta progresiva opacidad entorno de la figura de Ismael recuerdo con especial relevancia dos capítulos, el 41, titulado Moby Dick; y el 42, titulado The Whiteness of the Whale. Pienso en lo curioso que hay en el hecho de que ambos capítulos sean autorreferenciales, es decir, versionas miniatura o a escala de la misma novela. Como si con ello Melville quisiera meternos en algún embrollo existencial, en la incredulidad sobre la propia esencia de la realidad. Me parece que esta es una constante en Melville: reverberaciones simbólicas, juegos de espejos, y me pregunto si todo esto ha sido construido deliberadamente. Quizá. Pero también es cierto que a menudo los movimientos del discurso, los gestos narrativos, parecen todo menos calculados, parecen afortunados accidentes. Esa aleatoriedad de los efectos es también parte de la textura que caracteriza a Melville, la verosimilitud de lo asombroso. ¿O lo asombroso de lo verosímil?
***
Al final del capítulo 41, el narrador, dice lo siguiente:
Es tarea superior a la fuerza de Ismael explicar cómo ocurrió todo esto, y qué significaba para ellos la Ballena Blanca, o cómo, inconscientemente, el monstruo llegó a ser para ellos, de un modo misterioso e insospechado, el gran demonio errante de los mares de la vida. ¿Cómo decir dónde abre su pozo ese subterráneo que trabaja en todos nosotros, guiándonos por el ruido siempre cambiante y sofocado que hace de su pica? ¿Quién no siente el brazo irresistible que lo arrastra? ¿Qué esquife remolcado por una nave guerrera de setenta y cuatro cañones puede permanecer inmóvil? Por mi parte, yo me entregué al abandono de las circunstancias y el lugar, pero aunque me sentía ansioso por enfrentar la ballena, sólo veía en esa bestia el más aciago de los males.
¿Por qué en este fragmento se habla de Ismael en tercera persona? Súbitamente estoy confundido. ¿Es un recurso retórico? No, no convence que esto sea un recurso para lograr, por ejemplo, verosimilitud. Al contrario, esto parece sabotear la verosimilitud. Pero ¿por qué querría el autor destruir el pacto de credibilidad entre nosotros y su obra? ¿Quizá Melville ha decidido abandonar la ficción para hablarnos de su personaje? No, tampoco es una explicación viable porque el párrafo termina refiriendo explícitamente el contexto de quienes viajan en el Pequod. ¿Tal vez es un error de Melville: una nota de trabajo que se filtró en su redacción final de la novela; quizá olvidó ajustarla o quitarla? Tampoco esta opción es convincente. ¿Hay acaso otra explicación? Sí, que el narrador se ha reconocido en la auto ficción. El narrador, que navegó en el Pequod, que vivió la caza de las ballenas, que conoció la locura de Ahab, ha decidido escribir su historia y ha decidido presentarse como Ismael, y ese nombre es la representación de su voz, es su voz transfigurada como literatura. Si el narrador nos ha dicho que “es tarea superior a Ismael explicar cómo ocurrió todo esto…” es porque el narrador ha reconocido que la literatura tiene límites, que hay cosas que no se pueden decir, que hay cosas que no se pueden escribir. ¿Quién es el narrador entonces? No es Ismael, es otro. ¿Es Melville? No, tampoco.
Moby Dick es literatura sobre literatura.
***
En el capítulo 42, el narrador dice lo siguiente:
Así pues, los rugidos sofocados de un mar latiginoso, los crujidos del hielo que festonea la montaña, los desolados prados cubiertos de nieve agitada por el viento, todas estas cosas son, para Ismael, lo mismo que una piel de búfalo para el potro aterrorizado.
De nuevo aparece Ismael en tercera persona. Y esto es así porque estas cosas, estas manifestaciones del mundo (“rugidos de un mar”, “crujidos de hielo”, etcétera…) son prefiguraciones del terror para el personaje que llamamos Ismael, el alter ego de nuestro narrador. El narrador que refiere la historia requiere a un personaje como Ismael para dar cuenta de la experiencia, no hay manera de que la experiencia sea dicha si no es antes transfigurada en escritura, en ficción. Ismael es la voz que usa el narrador para contarnos la historia. Eso explica las súbitas desapariciones de Ismael a lo largo de la novela, como en los monólogos de Ahab, o de Starbuck, Stubbs y Flask. Esto vuelve a contribuir a pensar en la hipótesis de que Ismael no es el verdadero narrador, sino un seudónimo que ha adquirido vida propia. Ismael es un fantasma. Ismael es una voz. Pero lo asombroso es que el narrador se identifica con Ismael al mismo tiempo que pone cierta distancia de dicho nombre (“Call me Ishmael”). Moby Dick es una epopeya coral escrita por un escritor de ficción cuyo seudónimo es Ismael, y que no es Melville. ¿Lo que digo carece de sentido?
Estos tres fragmentos me resultan desconcertantes porque parecen discutir o, en el peor de los casos, plagiar algunas de las ideas que propongo en mi ensayo, específicamente en lo que concierne a la parte dedicada a la cuestión del narrador. Sin embargo, a toda la extrañeza de compartir afinidades ensayísticas con un difunto relativamente cercano se suma el hecho de que las notas habían sido entregadas a Laura el año pasado, es decir, antes de la publicación de mi ensayo. No hay manera de que Salvador pudiera haber leído mi texto. No puedo sino abismarme en el extrañamiento. Y sentir en mí el aumento de una inadvertida superstición.
Comencé el presente texto con la idea de escribir una especie de versión sintética de mi ensayo sobre Moby Dick, pero los acontecimientos de los días pasados me han obligado a llevar este escrito en otra dirección. Sin embargo, antes de terminar quisiera mostrar una parte de mi ensayo anteriormente publicado de manera que se pueda juzgar la relación entre los dos textos. Esto me permitirá señalar algunas cuestiones finales como conclusión. Mi ensayo se titula “De la literatura como cacería de ballenas”, la parte que incluyo aquí tiene como subtítulo “Sobre la cuestión del narrador”:
Es un error confundir al narrador de un texto literario con su autor. Afirmación categórica si se quiere, pero no pocos señalan como una buena estrategia retórica que un ensayo o un artículo comience con una afirmación tajante. Quizá sea parte de la idiosincrasia colectiva de una sociedad que ha naturalizado los valores del espectáculo mediático: impactar, deslumbrar, escandalizar, polarizar, todo como medio para lograr el fin de ganar audiencia. Tal vez. Pero más allá de la predilección general de nuestra época por las afirmaciones definitivas, la sentencia inicial se puede intuir correcta: es un error confundir al narrador de una novela con su autor. Y sin embargo, ¿no provienen, son causadas, surgen del autor todas las palabras que conforman el texto literario, incluidas las voces de los personajes o las de los narradores que constituyen la diégesis? La respuesta es evidentemente afirmativa, pero entonces, ¿en qué consiste el error señalado?
Acaso la primera clarificación que podamos hacer al respecto tenga que ver con la distinción entre realidad y ficción. Para llegar ahí partamos de nociones generales. Si la realidad es ese mundo que habitamos con el cuerpo, que vemos, escuchamos, olemos, gustamos, que, en suma, podemos palpar en su materialidad; entonces, la ficción es aquel mundo del que no podemos hacer constatación material, que no podemos percibir. Y sin embargo, estos dos mundos comparten la posibilidad de experiencias que se pueden llegar a confundir como la misma: podemos percibir algo con la vista, pero también podemos imaginar la visión de algo; podemos escuchar un sonido, pero también podemos pensar cómo es el sonido del viento moviendo las ramas de árboles secos en Vladivostok en una tarde otoño.
Es decir, realidad y ficción son modos en que las personas —los sujetos— podemos tener experiencias. El autor pertenece al mundo de la realidad, y el narrador pertenece al mundo de la ficción; sin embargo, su consumo suscita en el lector la vivencia de experiencias que comparten lo ya dicho, y que desorientan a más de un lector. Este es el efecto de verosimilitud del que ya se teorizaba desde la Antigüedad. El lector pierde de vista la diferencia entre realidad y ficción al sucumbir a la verosimilitud. Olvida la naturaleza ficticia de sus percepciones vividas única y exclusivamente en la lectura. No hay mayor logro de la literatura que hacernos creer que la voz del narrador es la voz de un ser de carne y hueso. Aquí está la mímesis aristotélica. Así como la vida que surge en la naturaleza con aparente arbitrariedad y capricho, así también aparece la vida del narrador ante los ojos del lector. Pero se trata de una vida que ha surgido en el reino de la ficción.
Sin embargo, y aquí me apresuro a reseñar y dar voz a los del bando opuesto, también podría decirse que, si el autor está escribiendo a partir de las experiencias vividas, el texto deviene testimonio. Y cualquiera diría que el testimonio es la prueba de que autor y narrador pueden ser la misma persona. Esto es lo que pasa con las autobiografías. ¿Quién negará la relación de identidad entre autor y narrador en una autobiografía? Y sin embargo, sostengo mi caso, el narrador no es por completo el mismo que el autor en tanto que su manera de manifestarse no es ya la realidad sino la ficción. Todo testimonio es también ya ficción en tanto narración; y toda narración de la realidad es ya ficción. La palabra traduce la realidad al mundo de la ficción, y no hay manera de dar cuenta exacta de la realidad a través de la palabra. Las palabras convierten la realidad sensible en apariencia de realidad sensible. Toda narración es ya un teatro de sombras en el fondo de la caverna. Pero no son sombras comunes sino formas que han adquirido vida propia, y que, a veces —y sólo a veces— dejan de ser sombras y se transfiguran en personas con identidad propia, subjetividades libres de dependencia a un modelo original.
Queda otro caso aún en que se puede poner a prueba la idea de la imposibilidad de la identidad entre autor y narrador: cuando las ideas de una persona real son expresadas de manera textual por un narrador, ¿no es este acaso otro ejemplo en que autor y narrador son la misma persona? Sin duda, pero aquí es fácil rebatir a quienes se entusiasman al pensar en esta lógica como evidencia suficiente de la identidad ya mencionada. Quién negaría que yo y el que narra somos la misma persona si, además de haber sido creada por mí, la voz narrativa expresa la misma idiosincrasia que yo tengo: la voz narrativa sería un claro reflejo de mí en el espejo de las palabras. Sin embargo, una sola pregunta basta para derribar la seguridad de los identitistas en este aspecto: si yo nunca lo he afirmado de manera explícita, ¿quién podría asegurar que mis ideas y las de la voz narrativa son las mismas? Incluso más allá de esto, quién podría asegurar que no miento si en alguna parte del texto afirmo que yo, Nicolás Valle, he dicho, por ejemplo, que “las ideas aquí escritas son mías y representan lo que creo”. ¿Quién puede asomarse a mi conciencia? ¿Quién puede examinar mi conciencia y confirmar o desmentir lo que he dicho con la pluma? Y más aún, ¿quién puede asegurar que mi deseo no ha sido mentir —en tanto hecho doloso— sino hacer ficción?”
Hasta aquí la parte que me parece más significativa de mi ensayo porque dialoga con los fragmentos de Salvador. Al inicio, he llamado la atención sobre la pregunta de quién escribe cuando se escribe literatura, pues bien, quisiera concluir diciendo que a pesar de que soy el primero en defender la imposibilidad de fijar un texto a una sola interpretación, tengo la impresión de que es necesario defender y motivar una lectura de Moby Dick en la que se olvide o se desestime por completo que el narrador de la historia esHerman Melville. Me refiero a concebir Moby Dick como una novela sobre la escritura, una novela en donde el personaje principal es la escritura misma. O también, pensar Moby Dick como la historia de un hombre a la caza de la escritura, un hombre para quien la escritura es una ballena blanca.
Transcribo aquí un último fragmento del texto de Salvador, que el lector del presente texto ya conoce, pero debe, necesariamente cerrar todo lo ya dicho:
Yo escribo. ¿Pero quién es “yo”? Por ahora no es necesario atender este problema; sólo importa sugerirlo para regresar después a él. Hablemos de Moby Dick.