Pasé unos maravillosos días en Glasgow, una ciudad apasionante que amo y que nunca me canso de explorar, como toda Escocia. El último día de viaje, y faltándome un par de horas para ir al aeropuerto, decidí disfrutar del milagro que es sentarse al sol en una plaza en pleno invierno en un país donde la lluvia puede acabar convirtiendo a las personas en anfibios.
Llevaba unos quince minutos disfrutando de aquel intento de primavera cuando un señor que estaba sentado cerca de mí me preguntó por la hora. “Las dos y cinco” le dije, con el mejor inglés que vive en mí. “Suenas muy inglés, en serio, ¿de dónde eres?” me preguntó al poco. “Español”, le contesté, “pero llevo casi seis años viviendo en Inglaterra, así que supongo que tengo un muy buen acento de Gloucestershire”, completé. Rio y seguimos con la conversación. Me pareció, así de primeras, un tipo afable, con ese acento escocés que adoro y alabo porque consigue que el inglés —idioma que de tan conciso a veces lo considero hueco— suene cantarín, melódico. El tipo hizo un par de comentarios ingeniosos sobre cómo el inglés que hablan los jóvenes ya no era inglés, ni siquiera escocés. “Ahora todos hablan como americanos, hablan como la jodida Britney Spears”, espetó.
¿Cómo se es escocés a día de hoy? ¿Cómo se es mexicano? ¿Cómo se es español? Como hispanohablantes, ¿hablamos español o castellano?
Me hizo gracia el comentario que, aunque brusco, no deja de ser cierto. El inglés americano, a fuerza de cine, series y redes sociales, ha acabado imponiéndose: es el inglés por antonomasia. Pero el ingenio con que al principio empezó el diálogo fue tornándose en una vehemencia sutil que fue mutando, muy poco a poco y casi sin que me diese cuenta, en un alegato nacionalista que para qué engañarnos, a lo mejor no era lo que más me apetecía escuchar como inmigrante español, cuyo único delito los últimos tres días había sido disfrutar del oeste escocés.
Me ahorraré los detalles sobre paro, inmigración, cultura y demás teoría política y social que siguieron después, porque no es lo que nos ocupa. Tras la conversación –o el debate o la discusión– estuve pensando mucho rato y mi reflexión se fue por otros derroteros. ¿A qué se refería aquel indignado con que los jóvenes ya no hablaban escocés?
Lo que pude escuchar mientras hablaba con él era inglés con acento escocés, que intuí, podía ser de Edimburgo. No sé si el tipo pensaba de verdad que lo que hablaba era escocés o si se refería al escocés como lengua propiamente dicha (un sondeo realizado en el país en 2010 reveló que el 64% de la población considera que el inglés y el escocés son el mismo idioma) pero me pareció, como poco, bastante valiente por su parte.
El escocés no está reconocido como lengua. De hecho, las lenguas oficiales del estado son el inglés y el gaélico escocés —muy minoritario, como sus lenguas hermanas, el gaelico irlandés y el galés— y a nivel institucional el inglés hablado en Escocia no se considera una variante del inglés a la que pueda llamarse escocés. Luego, ¿a qué se refería aquel indignado escocés con eso de “hablar escocés”?
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Como español nacido en España y emigrado a Inglaterra, jamás se me ocurriría iniciar semejante debate con un ciudadano británico –supongo que no soy tan valiente… ¡Qué le vamos a hacer! Pero sí es cierto que este episodio me lleva una vez más a ser muy tajante en mi opinión de que la lingüística y los contextos políticos de carácter nacionalista se llevan bastante mal.
Generar un relato político lo suficientemente convincente sin la vitalidad, el simbolismo y el poder identitario que aporta una lengua propia es complicado. Y en territorios como Escocia —incluso Cataluña en España, el norte italiano, Baviera en Alemania, o el territorio flamenco en Países Bajos y Bélgica— donde el nacionalismo tiene un seguimiento amplio, la búsqueda común de una lengua o incluso de un dialecto único es indispensable para que la comunidad sea capaz de identificarse con unos determinados valores y pueda aceptar el relato nacionalista ya no como el más útil, sino como el único viable para preservar su modo de vida, su cultura, su idiosincrasia, y se avance en la creación de un sentido o concepto de “nación” mucho más amplio.
La realidad, sin embargo, suele ser bien distinta. No hay partidos ni ideologías nacionalistas —podríamos pensar que ni siquiera forma de gobierno alguna— que sean capaces ni tan siquiera de digerir la velocidad con la que la globalización transforma por completo conceptos como sociedad, comunidad, lengua y hasta nación. ¿Cómo se es escocés a día de hoy? ¿Cómo se es mexicano? ¿Cómo se es español? Como hispanohablantes, ¿hablamos español o castellano? ¿Acaso vivimos todos los hispanohablantes en Castilla o España para hablar de “castellano” o “español”?
¿Y si el escocés no es ni más ni menos que una variante del inglés que simplemente funciona bien como arma política?
Alejar el debate político y social de la lingüística es complicado, pero se hace muy necesario si no queremos ser víctimas de las tergiversaciones interesadas de la política. Todo se reduce a la territorialidad y sus influencias, y no puede ser menos con la lengua, los dialectos y las hablas.
Todas las lenguas son, además, variantes, pues todas evolucionan por factores tan dispares como su expansión geográfica, exposición a otras y hasta el clima, ninguna lengua se mantiene inerte e impoluta durante años. El español es español de España en España y, además, puede adoptar tantas denominaciones como territorios contribuyan a su variación dialéctica. De tal forma que el español es español de México en México, con todos sus giros territoriales dependiendo de la zona geográfica. ¿O acaso es exactamente igual el español de México que se habla en Chiapas que el que se habla en Baja California, zonas fronterizas tan distintas entre sí?
En sus estudios, el catedrático José Antonio Pérez Orozco hablaba del español que se habla en el sur de España, sobre todo en Andalucía, como un conjunto de hablas que puestas “en cocción”, y a fuerza de tiempo, y por la benevolencia del propio clima, evolucionaron para crear un microcosmos lingüístico que, lejos de restarle interés al español como lengua, lo enriquecen y lo hacen más adaptativo.
En términos darwinianos, lo convierten en un ser vivo en constante cambio, que se adapta al medio y es capaz de evolucionar. Incidía el señor Orozco en el concepto de “economía del lenguaje” con un ejemplo muy ilustrativo: mientras un hablante de español considerado académicamente correcto, al referirse al ave “cogujada” emplea cuatro sílabas, un hablante de español en su variante dialectal andaluza se refiere a la misma ave como “cujá”, empleando exactamente la mitad de sílabas. Y no, nadie se ha atrevido aún a hablar del andaluz como lengua. Pero ¿acaso importa sabiendo que funciona tan bien, y mucho más en términos económicos, especialmente en tiempos en los que la economía es religión?
Generar un relato político lo suficientemente convincente sin la vitalidad, el simbolismo y el poder identitario que aporta una lengua propia es complicado
Luego, ¿y si el escocés no es ni más ni menos que una variante del inglés que simplemente funciona bien como arma política? No me dio tiempo a rebatir el nacionalismo, lingüístico o no, de aquel tipo que me pidió la hora y casi me convence de que no pintaba nada en su país. Pero la próxima vez supongo que es mejor gritar “¡viva Escocia!”, sin más. Es lo que consigue la política cuando no interesa la lingüística.