¿De qué va Una mandrágora en bicicleta, la nueva columna de Lucía Di-Bella? Descúbrelo a continuación

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Una mandrágora en bicicleta

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DOSSIER

Gracias al destino, en lo que va del año me he presentado más veces de las que había tenido oportunidad en casi seis años. En primer lugar, porque mi primer deseo de año nuevo fue conocer muchísimas personas en 2022 y me ha sido concedido.  En segundo, porque logré liberarme de dos relaciones románticas seguidas (que suelo juntar en una sola de 6 años por todo lo que implicaron). Y tercero, por ser maestra de preparatoria y tallerista. Pienso, mientras escribo este texto, que para mí presentarse por escrito no es cualquier cosa, porque nunca había sentido tantos nervios ni pensado tanto en una presentación como en el caso de esta columna que escribo con mucho amor para la comunidad de lectorxs de Vertedero Cultural.  

Por lo pronto, sólo sé, que me llamo Lucía, que soy mexicana, que acabo de cumplir 31 años y que vivo con aproximadamente 32 roomies: casi 30 plantas, Circe mi felina y Julia mi canina, en una casa ubicada dentro de un barrio colonial, de tradición otomí y céntrico de la ciudad de Querétaro. Vivo sola desde hace casi un año, no tengo hijos ni hijas, no me he casado, no tengo novio y he decidido tampoco tener amantes pasajeros. 

Llevo casi cuatro años sustentando económicamente mi existencia por completo. Pero apenas un año sin compartir mis gastos con nadie más y teniéndolos que distribuir sólo para mí.  Eso me hace inmensamente feliz porque fue una batalla importante.  Ahora el sueño del Cuarto Propio de Virginia Woolf es realidad. Aparte de un cuarto tengo una sala, un baño y una cocina, sólo para mí.

Desde antes y en este tiempo, sobre todo con el brinco de los veintitantos a los treinta, he tenido procesos constantes y cambiantes en todas las áreas de mi vida. Las particularidades de esta condición de vida libre y autónoma me han generado muchísimas reflexiones, no sólo personales sino desde la perspectiva social que me es inherente desde hace décadas. Producto de esas reflexiones surgió la inquietud y el plan en movimiento de sacrificar el Cuarto Propio, para dejarlo todo e irme a vivir al sur de México en enero, sola.

Yo creo que nací siendo antropóloga porque siempre fui observadora y curiosa.  Crecí en un par de familias en las que cuidar las apariencias era importante. Recuerdo que una de las reglas de etiqueta más absurdas que recuerdo era no mirar fijamente y por mucho tiempo a una persona.

Pasé finales de mis diez y tantos y parte de los veinte en la ciudad de México.  Sobrevivir a la ciudad que más amo me reconectó con mi pasado observador.  La misma ciudad te obliga a mirarla. No habría decidido ser antropóloga de no ser por esa catastrófica jungla de concreto. Por circunstancias, me mudé a Querétaro y logré estudiar la Licenciatura, conocí la Antropología a fondo y descubrí que es el amor de mi vida. Y lo maravilloso es que este amor, a parte de observar y fragmentar la realidad humana para analizarla, sólo me exigía dos cosas más que ya amaba, leer con frenesí y escribir.

La escritora mexicana Guadalupe Nettel propone un término para escribir desde una misma, y lo llama literatura ombliguista. Esta columna pretende partir desde este principio. Pero ¿que no el propio acto de escribir es ya de por sí ombliguista?  En este espacio me cuestionaré y posicionaré como mujer mexicana y en el camino me plantearé varias preguntas que serán el hilo de esta columna, que además no intentaré responder sola.

Preguntas como ¿cuáles son los caminos trazados para una mujer soltera en sus treintas? ¿Por qué viajar nos ayuda a hacernos de pistas para decidir? ¿Qué problemas sociales nos cruzan en este país tan bello, pero tan incierto y peligroso? ¿Cómo se mantiene el equilibrio entre el trabajo, administración económica y los cuidados propios y del hogar? ¿Cómo podemos dejar la oficina y ser freelancers en Latinoamérica sin morir de hambre y que salga para el gelish y para intentar hacernos de algo propio? En épocas de poliamor, ¿qué retos implica decidir estar sola? Y sobre todo esto: ¿cómo es el proceso de soltarlo todo y empezar de cero?

Y ¿por qué la figura de la mandrágora? La mandrágora ha sido concebida desde distintas tradiciones folclóricas como muchas cosas: raíz mágica para la fertilidad, planta mística por sus atributos eróticos y planta maligna y asesina. Circe y otras brujas antiguas solían utilizarla en rituales poderosos vinculados a la feminidad. Pero sobre todo, lo que me gusta de esta criatura es su naturaleza vegetal con posibilidades nómadas y su relación con la luz. La luz como energía vital de vida y como razón, desde un posicionamiento filosófico. Su fisonomía mitad planta, mitad humana, la dotan de atributos que simbolizan la razón, el poder y el desprendimiento.

Me gusta la idea de darle voz al personaje de una mandrágora en movimiento sobre una bicicleta. Una figura femenina mágica y poderosa, que devanea entre su naturaleza vegetal y humana. Y que sigue creciendo hacía arriba con la luz de la razón, pero que sus raíces han decidido desprenderse y moverse buscando la constante libertad. Un símbolo femenino de poder mágico que ha cambiado la escoba por el equilibrio y libertad que da rodar en bicicleta. Y trataré de responder estas preguntas desde la perspectiva de este personaje, que no para ni de crecer, ni de pedalear, ni de cuestionar y reconstruir absolutamente todo lo que percibe en su camino.

vertederocultural.com

Lucía Di-Bella

Lucía Di-Bella

Me llamó Lucía, soy antropóloga y mexicana. La mandrágora es mi criatura fantástica por excelencia y creo que las brujas modernas andamos en bicicleta. Tengo 31 años y estoy apunto de dejarlo todo, para empezar de nuevo y mudarme al sur de México. Mientras tramo este paso, sigo teniendo debrayes culturales sobre la vida, sobre los grupos humanos con los que sigo interactuando, y sobre el presente y futuro de la sociedad que comparo con lo que me va sucediendo en la vida real. Esta columna trata de esas reflexiones pero no desde una percepción personal total, aunque me crucen, si no desde la mirada antropológica de la que no me puedo desprender.

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