Despertar silenciosa, habituada a la maniaca rutina de quitarme los calcetines, ponerme unas bailarinas viejas e ir a lavar los trastes. Abandonar la habitación de una jovencita que procura ahí su placer y duermevela.

Sólo entonces, al terminar de restregar las copas coronadas de labial, un diminuto quiebre en tan vívido sonambulismo: Annie Ernaux ha ganado el Nobel.
Ernaux escribió un libro titulado Passion simple, traducido al español como Pura pasión, que encontré en el carrito de rebajas de una librería universitaria. No es fundamental mencionar el precio, pero lo voy a hacer justo por eso: por puro placer y la sutileza de los fenómenos posteriores al Nobel. Pagué tal vez menos de cincuenta pesos.
Lo leí esa misma tarde, como poseída. La extrañeza de la voz de una mujer lejana a ti, a tu lengua y a esas mañanas dedicadas a la memoria del cuerpo, al cloro y al té de jengibre. Lo leí como se lee un libro cuando no has adormilado tus pestañas con sus respectivas academias intelectuales. Como una mujer que lee a una mujer que escribe.
Pura pasión es, entonces, una mujer que escribe. Me atrevo a pensar que el cuerpo tiene más memoria que la química obsesa del pensamiento. Ernaux narra el cuerpo de una mujer que anhela voraz la pertenencia de otro cuerpo.

La narración sitúa al lector como penitenciario ante la tortuosa confesión del deseo. Una escritura que se resuelve mediante la vulnerabilidad de reconocerse a través de los ojos de aquel otro, y en cuanto este se va, abandonarse a la volatilidad de su memoria.
Desde un inicio, se plantea que no existe manera alguna de hablar del cuerpo sin regresar a sí mismo. De la experiencia del placer y del dolor, de un aborto (apenas mencionado en Pura pasión, pero abordado de forma más extensa en el resto de la obra de Ernaux), y la biografía que escribe el tacto con sus caricias en la piel. Solo mediante el cuerpo y sus resquicios se manifiesta la urgencia de que un dolor termine, y que toda memoria asociada con sus placeres iniciales desaparezca.
Annie escribe lo finito de un tiempo que se permite no ser medido con sus manecillas impertinentes en la pared de la cocina. Pero sí con la templanza del flujo, con los minutos y los años en las líneas del rostro. Con los segundos del semen que coagula en lo profuso de un vientre, deseando pertenecer a algún sitio seguro. Un lugar humano que pudiera ser hogar.
Por supuesto, se escribe de sexo. Pero no según la pornografía que Annie encuentra en un canal francés apenas hojeas la página de presentación.
Es un sexo silencioso, el frenesí, sus curvas y sus acuosos movimientos. Un sexo que se piensa y se abyecta en el instante que descubres que aquel otro no puede vivir siempre dentro de ti. Y una vez sola, como posesa de ti misma, abandonarte al eco de un placer borroso.
Solo así, al hallarse acurrucada y desterrada en las memorias, rendirse: no necesito pertenecer. No habrá caricia, semen, flujos que retengan prisionero a alguien en mi vientre. Hay que limpiar el cuarto, leer, estar en duermevela. Hasta que despierte sola nuevamente: necesito lavar los trastes.
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