Resentida
Resentida
Re-sentir con los vestigios del racismo que se tornan permanentes, pero confío ciegamente en que es posible reparar con ternura y compasión —como declara Yolanda Arroyo— desde el resentimiento, uno bien ennegrecido.

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Resentida

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DOSSIER

RESENTIDA

No habían comenzado los días de confinamiento mundial, cuando Yolanda Arroyo Pizarro―escritora negra boricua― alistaba las letras de un pequeño tratado de afroamor que circularía en distintas pantallas móviles en julio de ese mismo año, en pleno fervor viruliento. Afrofeministamente no es título editorial, es, mejor dicho, el nombre de un botiquín literario para atender y destapar los coágulos de la violencia racial que han atentado contra nuestros corazones. Cuando comencé al leer el libro, creí en el mensaje que la numerología tiene para mí: que soy un alma vieja y errante que arrastra diez vidas pasadas. Le concedí un lugar a la superstición porque me encontré en cada verso lisérgico y poético de Yolanda.

Un punto de comunión entre todos los cuerpos racializados es el deseo de sofocar los remanentes de un desprecio sedimentado, pues pese a que es necesario, nunca es fácil otorgarles una voz a los signos de la deshumanización. Lleva tiempo encontrarlos entre las líneas de la historia propia y la compartida, de ahí la importancia de reconocernos a través de la memoria del dolor para, posteriormente, literaturizar nuestra vida con la dignidad que merecemos.

Cuando leí “Tratado de la auto-afroreparación” —uno de los poemas seminales del libro— me convencí de lo importante que es ahondar en la oralidad del racismo para fraguar otros entendimientos con las iras añejas, y transformar lo inefable en puñitos de tierra fértil para tener la dicha de pulverizarlos. Una de las estrofas trajo consigo una reminiscencia infantil de la que he hablado poco, muy poco, pero que deseo curar con la misma fórmula boricua.

Sanaré la herida
Y afrorepararé con compasión y ternura
Los insultos y la mezquindad clavados en mi corazón
Besaré mis manos negras
Acariciaré mi oscura piel de los hombros
Me abrazaré a mí misma
[…]
Sanaré la herida
Y no permitiré que nunca
Nunca, nunca más alguien me hiera
*

Seguramente mi papá ha borrado esta escena de su memoria, pero yo la recuerdo con mucha claridad por el miedo que sentí. Íbamos juntos en el carro, él conducía. Habíamos pasado un largo rato en el tráfico de la Ciudad de México. La vestimenta de papá siempre ha sido sencilla: camisa con una bolsa en el pecho, pantalón de vestir, zapatos negros y lentes. Hacíamos fila para pasar una caseta hacia el Estado de México, pero el caótico embotellamiento de la Ciudad había comenzado a despertar la histeria de los conductores que, bajo el sol y rodeados de ruido, descargaban su desesperación en el claxon de los autos, provocando un escándalo incontrolable.

Me parezco a Saúl. Le heredé la melanina, la estatura y la pinta de fuereña, eso también ha incluido preguntas y situaciones parecidas que, desde luego, difícilmente compartimos.

Mi papá le cedió el paso a un carro, pero eso provocó que otros más quisieran aprovecharse y se metieron en la fila, para no quedarnos tan atrás y luego de que varios automóviles ya habían avanzado, papá aceleró evitando que otro carro se volviera a colar. El frenón estuvo fuerte. Yo iba acostada en el asiento del copiloto cuando sentí la turbulencia. Me paré para ver qué pasaba, y lo primero que vi fue que el conductor del otro carro —al que mi papá le había obstruido el paso— se aproximaba a nosotros. Corpulento y alto. Las ventanillas del carro iban abiertas y él se dirigió al lado de mi papá. Comenzó a gritarle. Papá no respondió, miraba hacia enfrente. Ante ese desdén, aquel señor le soltó un golpe. De un manotazo le volteó la cara y sus lentes cayeron hacia mí.

¡Bájate pinche negro! Por eso los indios no deberían tener carro.

No hubo respuesta alguna de papá, a pesar del golpe y las palabras. Sorprendida y asustada me sumé al silencio y continuamos el camino sin decir más nada. Lo recuerdo bien porque tuve muchas ganas de llorar y sentí que, en cualquier momento, seríamos atrapados por las manos pesadas de ese desconocido.

**

Siempre han dicho que me parezco a mi papá. Y si, no hay duda. Me parezco a Saúl. Le heredé la melanina, la estatura y la pinta de fuereña, eso también ha incluido preguntas y situaciones parecidas que, desde luego, difícilmente compartimos. Yo no quería ser como él, porque entonces mi mamá tenía que lidiar con los horribles chistes de que “confesara” de donde me había sacado porque a ojos de otras personas, era claro que yo venía de otro vientre.

Negar mi parecido me pareció la forma más sencilla de protegerme

Cuando alguien me decía “negra” con tono despectivo, me inundaba de miedo. El flash del conductor iracundo agrediendo a mi papá en el cuadro más cotidiano de una ciudad sobrepoblada, no tardaba en aparecer. Negar mi parecido me pareció la forma más sencilla de protegerme. Aprendí que el exotismo tiene ecualizaciones, porque cuando intentaban reconocer algo bonito de mi aspecto físico, decían “salió morenita”, en cambio, cuando alguien intentaba marcar una diferencia de clase, una voz ácida arrojaba entre murmullos “la prieta esa”; pero el enojo donde uno se sabe indeseable siempre aparecía con una voz áspera que incitaba al asco, acoplado con la palabra NEGRA.

Perdí la cuenta a las veces que lloré por lo que consideraba la desgracia de andar por el mundo bajo esta carne. No tuve espacios aptos para hablar de esos dolores, porque siempre los sentía inoportunos. El adoctrinamiento del mestizaje cumplió a cabalidad con su objetivo, porque cada ningún tiempo, ni ningún momento, parecían pertinentes para desahogar el shock producido por el miedo de saberse leído como una “otra”.

***

Asumí mi negritud como un espacio íntimo desde el re-sentimiento para exponer la vergüenza, el desarraigo, la ira y la auto repulsión. Sin embargo, el reto más grande estuvo en re-sentir desde lo positivo. Re-sentir corpóreamente no fue fácil, porque las miradas de repulsión fueron lo suficientemente persuasivas para convencerme de que mi vida emocional siempre estaría a la sombra del racismo amoroso. Reivindicar mi negritud me ha convertido en una resentida. Y me alivia saber que es posible habitar los sentidos más figurativos de las palabras. Re-sentir con los vestigios del racismo que se tornan permanentes, pero confío ciegamente en que es posible reparar con ternura y compasión —como declara Yolanda Arroyo— desde el resentimiento, uno bien ennegrecido.

vertederocultural.com

Ana Hurtado

Ana Hurtado

Afromexicaribeña (1994) Egresada de Estudios Latinoamericanos, UNAM. Especialización en Estudios Socioculturales del Caribe Insular. Cronista, periodista y coleccionista de historias. En continúa reinvención.

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