Decir que al Bestiario de Aberdeen le hacen falta algunos folios no es ninguna novedad. Cualquier estudioso sabe que entre los folios 9 y 10, y 15 y 16, hacen falta el antílope, una versión del unicornio, el lince, el grifo, una sección del elefante, la mantícora y el parandro. Pero yo descubrí algo más. En la Biblioteca Nacional de Polonia, buscando documentos que nada tenían que ver con los bestiarios, encontré una carta escrita por William de York al rey de Sicilia. En ese momento me pareció una simple curiosidad y la robé para leerla con comodidad en el estudio de mi casa. Pensé que nadie la extrañaría porque nadie sabía que existía. Esa misma noche me dispuse a leer y traducir. Hubo un fragmento en específico que detonó todos mis descubrimientos. Éste es el producto traducido:
“…He de dejar ya los formalismos para contarte lo siguiente. Me place escribirte que al final me he librado de las conjuras de los cistercienses y me ha sido restituido el cargo de obispo. Sin embargo, mi dicha no durará mucho. Sé que el Císter me quiere muerto, y pronto tendrán el gusto de ver su deseo cumplido, aunque no serán ellos los que acabarán con mi vida. Como tú sabes, llevo años recopilando datos sobre la infinidad de creaciones de Nuestro Señor, de lo que no estás enterado es que antes del exilio mandé copiar e iluminar un libro con datos recopilados de distintas fuentes, sobre todo de Isidoro, y éste me fue entregado al momento de regresar. En la sección de las bestias, tuve la imprudencia de agregar palabras mías sobre un monstruo llamado guluberno, del que tuve noticia por unos pergaminos viejos que compré en Toledo. En los textos se decía que el dicho guluberno era una bestia de apariencia desconocida, que sus miembros estaban hechos de rumores y sospechas. En alguna parte leí que la única manera de conocer la verdadera naturaleza de la criatura era invocándola por medio de la escritura. En primer lugar, pensé que la criatura estaba relacionada con los misterios del Antiguo Testamento, pero no.
Es el propio nombre del guluberno escrito correctamente lo que lo convoca. La curiosidad me sedujo y en mis pocos ratos de ocio indagué más sobre la bestia. Fue un grave error. La criatura existe, pero carga consigo una extraña maldición. Cualquiera que se atreva a escribir correctamente su nombre, recibirá su visita, pero sólo para ser devorado por ella. Descubrí el correcto nombre del monstruo y así lo anoté en el libro. Fue mi condena. Sé que antes que cumpla dos meses en mi regreso al obispado, el guluberno, cuyo verdadero nombre seguiré omitiendo aquí, vendrá una noche por mí, no me queda ninguna duda. Guarda bien esta carta y no la muestres a nadie. Si te he contado estas cosas es porque existe una manera de romper la maldición; pero sólo puede buscar el remedio quien esté dispuesto al riesgo de la muerte. Espero que no seas tú querido amigo quien continúe la búsqueda del guluberno…”
Pasé dos años sin encontrar nada más acerca de la criatura, de mi entusiasmo inicial había pasado a la decepción y luego a la aceptación de que me había topado con una simple curiosidad sin mayor provecho. Pero por algún motivo no le conté a nadie sobre mi descubrimiento ni tuve intenciones de publicar mi precaria traducción. No fue hasta que en una librería de viejo de la ciudad de México me topé con una pila de folios semi destruidos que me volví a topar con el asunto. Revisé los documentos por pura inercia, y me sorprendió distinguir las palabras uluverno, bestia y maldición.
Compré las hojas tratando de disimular mi alegría para que el librero no me cobrara demasiado; me las llevé al hotel, las leí y transcribí lo mejor que pude. El libro trataba de ocultismo y alquimia o eso se podía intuir por los retazos. Seguramente había sido traído de contrabando a la Nueva España. Pese a que no me siento orgulloso de mi dominio del español y a que el texto de los folios no era legible de principio a fin, entendí que hubo en la Nueva España un grupo secreto llamado Societas Novi Orbi cuyo principal objetivo era la investigación de la criatura. Se trataba de una sociedad ultrasecreta, constituida al igual por laicos y por el clero. En el grupo había varios jesuitas, por lo que el mismo nombre que tenía era casi una herejía. Entre muchas excentricidades mencionaba de manera escueta la maldición del uluverno, la condena que la escritura de su verdadero nombre conllevaba y la posibilidad de un gran tesoro para quien consiguiera desatar el maleficio. Al parecer un grupo de hombres había llegado al Nuevo Mundo para estudiar el secreto del uluverno con la esperanza de que en esas tierras la maldición no fuera efectiva o que tardara más en llegar. Por algún motivo sí sufría un retraso considerable en tierra americana, aunque nadie se salvaba de la muerte al descubrir algo importante. En una de las últimas páginas legibles alcancé a distinguir una frase que empezaba diciendo: “yo, Edmundo de Kilmacduagh”, pero que no proporcionaba más información.
Me di a la labor de buscar en la internet el nombre del sujeto y de la sociedad. Pero no tuve ningún éxito. Sin embargo, un par de noches después sonó el timbre de la casa. Fui a ver quién era y vi a dos hombres que esperaban con placidez a que abriera. La escena me dio un poco de miedo, así que decidí preguntar qué se les ofrecía sin abrir la puerta. Me respondieron que era de la Sociedad del Nuevo Mundo, que sabían cosas de la criatura y que tenían que conversar conmigo.
Me dio un escalofrío y pensé que dejarlos pasar era una pésima idea, pero me ganó, como siempre, la curiosidad. Ellos entraron y se sentaron en mi sala de estar sin el más mínimo atisbo de hostilidad. Por nerviosismo o por costumbre les ofrecí algo de comer y de tomar. Luego de las formalidades hospitalarias, me dijeron sin mayor ceremonia que eran miembros del grupo secreto, o de una rama de él. Ellos habían entendido que nada bueno podía ocurrir al invocar a la criatura mientras que otros habían decido seguir con el propósito original, impulsados por la promesa del tesoro.
Los hombres me dijeron que corría peligro, que ambas facciones están siempre al tanto de gente que busca a la criatura y que la internet es una forma por demás fácil para detectar imprudencias. Me informaron que Edmundo de Kilmacduagh fue un sacerdote disidente, fundador de la Societas. Me preguntaron cómo es que me había enterado del asunto y les conté cada detalle. Como ellos me habían revelado tantas cosas, creí que les debía el gesto. Les mostré la carta que lo inició todo y quedaron fascinados.
Luego, uno de ellos me informó que si me habían revelado tantos secretos era porque no me permitirían seguir con mi vida como hasta entonces. A ellos no les agradaba matar, pero no dudaban en hacerlo cuando debían. Mientras uno hablaba, el otro había salido por una tercera persona, a manera de refuerzo. Así que mis dos únicas opciones eran unirme a ellos o dejar de existir. Los acompañé, por supuesto, a una locación secreta.
De un día para otro me volví parte del grupo. Ahí me enteré de que los miembros de la sociedad habían decidido tiempo atrás que era más seguro almacenar sus documentos únicamente con el poder de la memoria. Después de todo, la maldición sólo implicaba la escritura. Crearon todo un acervo de sabiduría oral y un sistema para su transmisión. No todos sabían todo y sólo compartían su fragmento de conocimiento cuando era necesario. Aun así, la bestia siempre acababa por atraparlos pues por alguna razón se veían en la necesidad o en la tentación de dejar algún registro escrito.
Toda nuestra búsqueda se basa más en la curiosidad y el morbo, y en el hecho de que se siente bien pertenecer a un grupo exclusivo, que en la buena voluntad de aprender a usar los poderes del monstruo para beneficio de la humanidad. No obstante, considero que el otro grupo que busca al Gulbern (así es como es llamado de manera usual entre los iniciados) tiene una visión mucho más radical (Por ejemplo, he sabido de algunos hombres que han querido difundir el secreto masivamente para registrar más casos de estudio, o simplemente para exterminar de manera barata a la gente).
Creo que he encontrado la manera de hacer llamar a la bestia y de tener un contacto no fatal con ella. Si he escrito estas páginas ha sido para dejar constancia de mi intento y de mi posible fracaso. Como he dicho antes, muchos miembros de la Sociedad caemos en la tentación de la fría inmortalidad que produce la palabra escrita. Este texto está pensado para permanecer en los archivos de la Sociedad, y sólo para que algunos pocos puedan leerlo durante los primeros años posteriores a mi muerte; si es que el Gulbern llegara a atraparme. Si quien leyere esto fuese un lector accidental, más le valdría quemar el documento y esperar a que, pasados los meses, las posibles pesadillas vayan mermando (el nombre, aún mal escrito o leído, mantiene atisbos de la maldición). No recomiendo a nadie que no esté ya inmiscuido continuar la empresa para capturar a la bestia.
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