EL SECRETO DE SUS OJOS: EL AYER Y HOY DE LA DICTADURA
Ganadora del premio de la Academia a mejor película extranjera, y del Ariel a mejor cinta iberoamericana, El Secreto de sus Ojos ocupa un lugar entre las obras cinematográficas más destacadas de inicios del siglo XXI. Ambientada en la Argentina dictatorial, la cinta dirigida por Juan José Campanella permite una lectura amplia sobre la justicia y las penas, ya no sólo durante la dictadura, sino en la actual Latinoamérica. Sin duda, se trata de uno de los mejores guiones en español que expone de modo magistral el miedo y la frustración de enfrentar a un sistema penal en pleno militarismo. Un sentimiento que comparte con algunos pueblos latinoamericanos de hoy pues, en días donde los gobernantes se sirven de la fuerza militar y el centralismo, el gobierno dictatorial parece nunca haberse extinguido.
Desarrollada en la época de los setenta, la historia sigue a Benjamín Espósito (Ricardo Larín), quien, a través de un prolongado flashback, hace la remembranza de uno de los asuntos a su cargo referente a la muerte de Liliana Colotto (Carla Quevedo). De ese modo, nos adentramos en el caso, sus elementos y partícipes, que nos muestran una serie de similitudes con el panorama actual sumamente doloroso, donde la justicia parece todo menos pronta y expedita. De hecho, al igual que ocurre en nuestro propio sistema penal, los casos en la oficina de Espósito no son más que carpetas amontonadas a la espera de ser atendidas, salvo, por supuesto, aquellos casos que interesen a las cabezas más altas.
sumerge al espectador en un cuestionamiento difícil de descifrar: después de todo, ¿Qué espera la víctima del sistema penal?
Empeñado en hacer justicia —lo que sea que eso signifique—, el protagonista se adentra en escenarios atravesados por la ironía, romanticismo y burla, con las que el cine latinoamericano ha procurado abrazar sus más trágicas heridas. No obstante, ni la comedia de Sandoval (Guillermo Francella), adjunto de Espósito, logra amortiguar la impunidad que retrata la cinta. Cuando se descubre que el acusado, Isidoro Gómez (Javier Godino) es protegido por el Estado, Espósito no puede sino renunciar al caso, llegando a exiliarse por su propia seguridad. Sin embargo, antes de abandonarlo todo, Espósito se ve marcado por una última conversación con Ricardo Morales (Pablo Rago), pareja de la víctima, y quien desea saber la pena que le correspondía pagar al asesino. “Perpetua” le responde Espósito, lleno de frustración al no poder hacerla cumplir.
Ya en el presente, el ahora aspirante a escritor, retoma todo lo acontecido durante aquella época con el anhelo de convertirla en una novela. Sin embargo, a diferencia del caso, frustrado por la fuerza del Estado, nuestro protagonista se empeña en conocer el verdadero desenlace de la historia. Es por ello que Espósito busca reencontrarse con Morales, quien se muestra mucho más tolerante con la impunidad vivida. Demasiado tranquilo, demasiado conforme. Entonces el instinto de Espósito no falla y decide comprobar por sí mismo la calma en la vida de Morales. Dispuesto a hacer pagar la condena, éste último se ha encargado de ejecutar la pena sobre Gómez, manteniéndolo aislado del mundo y con apenas lo suficiente para sobrevivir. Una escena que va más allá de la propia película, que sumerge al espectador en un cuestionamiento difícil de descifrar: después de todo, ¿Qué espera la víctima del sistema penal?
“¿De qué me sirve a mí meterle cuatro tiros?”, se excusa Morales, señalando que la muerte de una persona no retribuye la de otra.
Al respecto, desde lo jurídico, habría que pensar en la proporcionalidad de las penas y delitos, donde a un crimen de mayor deshumanidad le corresponde una pena de último grado, como lo es la privación de la libertad de manera vitalicia. Luego Beccaria nos hablará de la geometría de las penas, de los valores, de la oscuridad de las acciones humanas, hasta exponer la escala de las penas, que sirve como reflejo de los grados de tiranía y libertad de cada pueblo. De ese modo, una abrumante verdad se revela, que nos hace ver cómo el castigo sufrido por Gómez es directamente proporcional a la dictadura sufrida por Argentina. A este criminal lo ha salvado el Estado de la pena impuesta por el mismo, pero no de la justicia que reclama y hace valer la sociedad.
No cabe duda de que se trata de un pueblo dividido, donde se logran apreciar dos realidades: la del Estado, como ente que absuelve a sus cómplices, y la de la sociedad argentina, que de alguna manera, intenta torcer las leyes a su favor. Claro, la diferencia entre ambas es evidente, pero qué hacer cuando la rabia, la impotencia, y el dolor no son colmados por la autoridad que debería. Sobre esto, valdría la pena recordar a Foucault, quien señala que la moderación de las penas se articula como un discurso del corazón. “¿De qué me sirve a mí meterle cuatro tiros?“, se excusa Morales, señalando que la muerte de una persona no retribuye la de otra. En ese orden de ideas, el filósofo francés apunta, sin equivocarse además, que la humanidad en las penas no responde al criminal, sino a los encargados de hacerle cumplir el castigo.
la humanidad vive en una pena perpetua, donde al tiempo que el criminal castiga al pueblo, el Estado lo revictimiza.
Por ello, nada cuesta abrazar el romanticismo para decir que, la sensibilidad existe para evitar que quien castiga caiga “fuera de la naturaleza”, como lo han hecho las “bestias” que hacen daño a la sociedad. En otras palabras, las penas no deben, ni deberían, rebajar al Estado al mismo nivel que sus criminales. Por supuesto, este principio parece demasiado lejos de la realidad. Cuántas fosas, cuántas muertes, cuánta sangre no pasa por las manos de los más grandes líderes de hoy.
Los países latinos son una desafortunada muestra de ello, pero que aquí tampoco se exima a los de occidente, a los del norte, tan bastos de violencia como otras latitudes. Pensemos en el grado de violencia que se ejerce combatiendo la violencia; el bucle interminable en el que ahora nos desarrollamos. Quizá, sin saberlo, en eso tenía razón Espósito; la humanidad vive en una pena perpetua, donde al tiempo que el criminal castiga al pueblo, el Estado lo revictimiza.
La vigencia de esta película suena alarmante pues, aunque las dictaduras en su expresión más fiel a la doctrina han caído, los pueblos, concretamente los sudamericano, siguen siendo azotados por los mismos dolores. Pareciera que, en realidad, los líderes militares solo se han disfrazado de cuello y corbata, que las operaciones extraoficiales ahora pasan por los escritorios más importantes para ser autorizadas, y que las masas seguimos sin encontrar un verdadero órgano que nos permita hacer frente a estas dolencias. El Secreto de sus Ojos resulta tan conmovedoramente espeluznante por el hecho de reflejar un pasado, un presente y un futuro próximo demasiado fiel. Aunque con elementos de gran valor, como la fotografía y actuación, ninguno resalta tanto como su guion, que se abre como un manual que nos permite entender la operación de una forma temible de Estado.
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