Memento mori —acuérdate que te vas a petatear—. Fue el pensamiento y la sensación que me acompañó a Colombia desde México sin saberlo. Desde hace unos cuatro años la muerte ha estado en mi vida más cerca que nunca. No podría estar más agradecida, devastada e inquieta por eso. Quien diría que tenía que estar a más de 3,600 kilómetros para por fin darle muerte a una Paola que se despidió desde hace mucho tiempo.
Fue una sorpresa para mi que tanta gente llegara al aeropuerto para despedirme, casi todos mis seres queridos vieron irse a una Paola, pero estoy segura de que verán regresar otra —como en realidad me pasa desde hace mucho tiempo sin que lo note—. Desde Morelia ya había comenzado mi cambio, cuando la señorita del PrimeraPlus me despidió con una frase para alivianar nuestro viaje: “Hay poco que pedir y mucho que agradecer”. Yo agradecí por mi familia, mis amistades, mi relación amorosa y el viaje que me esperaba en unas horas, me daba cuenta de que tengo en mi vida tantas cosas tan fantabulosas, en medio de tanto caos que también existe.
Esa noche en el aeropuerto estaba sumamente estresada porque muchos no desperdiciaron la oportunidad de decirme qué hacer y qué me podía pasar si no me cuidaba. Ya desde unos días antes empecé a cuestionarme hasta qué grado las personas veían la necesidad de atosigarme con información que no pedí, pero que era su manera de cuidarme. (Nota: si son un familiar o amix de alguien que viaja solx, hagan los comentarios pertinentes para demostrar su afecto y preocupación, de lo contrario, no querremos platicar con ustedes un buen rato).
De cualquier forma, puedo decir que en lo que va de este mes, ya casi acabado, he muerto y renacido varias veces. Ya desde antes de llegar a Bogotá lo hice, y lo seguiré haciendo en el tiempo que me queda aquí.
Y no es que sus advertencias fueran en vano, es el hecho de dar más preocupaciones a la persona que viaja —esa es la persona que se irá sola, ustedes no—. Desde que pisé el país me quedó claro que ya no estaba en mi lugar seguro, que ya no estaba acompañada, que era más vulnerable que nunca y eso, más todas las ideas catastróficas que me cargaron, me hizo no disfrutar mi llegada ni el de por sí angustiante paso por migración. ¿A qué viene?, ¿eres estudiante?, ¿a qué universidad?, ¿por cuánto tiempo? No conformes con eso, me pidieron mostrar la carta de la universidad que me invitaba. Entre los nervios, el cansancio y lo abultada de mi mochila, tardé un poco en encontrarla y el oficial tardó otro poco, en absoluto y desesperante silencio, en encontrarme una categoría dentro de su sistema migratorio.
Incluso ahora es complicado encontrarme a mí una categoría cuando la gente me pregunta si estoy estudiando algo aquí.
—Pues no… bueno, sí… no estoy como tal en clases, doy las clases… pero sí es para estudiar… para hacer una investigación…
Hace poco me lo volvieron a preguntar y ya mejor respondí:
—Sí soy estudiante, siguiente pregunta :).
Era de noche, hacía frío y yo estaba preocupada porque llegaran mis maletas en la banda de equipaje. Llegué a las dos de la madrugada, observé que ahí estaban los perros policía trabajando y yo sólo esperaba que mis maletas recién llegadas no hubieran sido intervenidas o que hubieran estado al lado de otra maleta con restos de droga que contaminaran a la mía, como me contaron —sin pedirlo— que le pasó a una hipotética persona sin nombre ni cara. No ocurrió, y logré atravesar el filtro de los perritos.
Acabé, pagué, agradecí y fue la primera vez que me di cuenta de que comer en México llega a ser groseramente caro
Estaba ahí sin saber absolutamente nada de cómo se movía el lugar, sin que nadie me esperara, sabiendo que mi círculo de confianza estaba dormido y bien lejote. Me quedé sentada frente a un Starbucks del aeropuerto robándome su internet. Ahí estuve casi cuatro horas, pues por descanso mental de mi madre y mía, no salí del aeropuerto en todo ese tiempo.
Leí mucho, de corrido como hace mucho no lo hacía. Paola Klug, Elke y Franziska me acompañaron esas cuatro horas, yo sentadita alerta de que nadie se me acercara con intenciones malignas, Paola seguramente en su cama en México, Elke muerta y Francisca en una aventura por Alemania para descubrir su pasado. De alguna manera, todas conectadas a través de las palabras.
Hasta que me harté y preferí llegar un poco antes de lo convenido con la administradora de mi residencia. Me moví para preguntar en dónde podía tomar el Transmilenio, pero el oficial a quien me iba a dirigir me pasó de largo. Detrás de él llegó un hombre extremadamente atento y cuidador, con una sudadera gris y oliendo a loción y café.
—¡Pero no, mi amor! Ahorita es hora pico, y tú con esas maletas. Mira, yo soy taxista aquí, te llevo a tu hospedaje por $50,000.
Y yo pensé: claro, no deja de ser negocio, pero hay algo en usted que me da confianza.
De alguna manera, todas conectadas a través de las palabras.
Luego caí en cuenta que me cobró menos de la tarifa que suelen manejar en el aeropuerto. Entendí que, pesar de todos mis miedos (la mayoría impuestos), habría siempre algo o alguien cubriéndome la espalda. De entrada, yo misma, o una parte de mi psique. Porque pendeja no estoy, bonita sí, y sé que también vulnerable físicamente, pero creo que si una se mueve sola —desde hace años, les recuerdo— una aprende a observar el entorno y a leer los discursos entre líneas de la gente.
Salimos hacia el estacionamiento y todos, todos, tooodos saludaban a mi nuevo amigo el señor Nelson. Que si se compraba un tinto antes de abordar su taxi, que si te ayudo con tu maleta, que si se andaba mandando audios con su esposa, que si las zonas por dónde sí o dónde no debía yo andar sola, que si la ciudad es muy bonita, que si ya desayunaste. Al final, lo que más me preocupó era que nos estrelláramos con algunos motociclistas que se le cruzaban en el camino. Ya sobre la avenida del Dorado olvidé por un momento quién era, y mi mente y ojos se llenaron de la preciosa vista que me recibía: el magnánimo cerro de Monserrate, con su cielo azul y sus nubes acariciándolo.
—¿Y ese cerrote cuál es?
—Es el cerro de Monserrate. Deberías subirlo, hay trolebús y todo. Puedes llegar desde el centro caminando.
Entonces supe que debía ser uno de mis primeros destinos por conocer.
Llegamos a Chapinero, se estacionó delante de la casa y me dijo que, si yo no iba a poder entrar pronto por esperar a la administradora, que me fuera a desayunar ahí mismo, a unos puestos de distancia en una fondita donde todos los taxistas comen a muy buen precio. Él se fue y me dejó una de las mejores primeras impresiones que he tenido de un hombre.
Quien diría que tenía que estar a más de 3,600 kilómetros para por fin darle muerte a una Paola que se despidió desde hace mucho tiempo.
Jalé mis maletas hacía la fonda y me recibió una mujer que representaba la palabra hogar.
—¿Qué le sirvo, mi vida? Hay caldo de costilla, pollo en salsa— y otros varios platos colombianos que no entendí. Le pedí esas dos cosas que fue lo primero que le escuché decir.
No tardó nada en servirme y probé por primera vez en mucho tiempo un caldito tipo de res pero que no ocupaba chile ni casi ninguna yerba o condimento para estar delicioso. Luego llegó el pollo en salsa con arrocito y ensalada, y ahora sí me di cuenta de que esto no era México. Con sabores suaves, cálidos, texturas esponjocitas y mantequillosas, nada fuerte que comprometiera mi debilitada y muy mexicana flora intestinal. Yo estaba sorprendidísima y al borde del llanto por sentirme protegida después del estrés de la inseguridad y los motociclistas locotes.
—Coma, mi niña, coma. — me decía la señora. ¿Habrá visto mi sorpresa o que andaba toda hambreada?, ¿o los dos?
Acabé, pagué, agradecí y fue la primera vez que me di cuenta de que comer en México llega a ser groseramente caro, o de por sí la moneda colombiana está groseramente devaluada, por el equivalente que pagué, allá sólo me hubieran dado el caldo y me hubieran cobrado el vaso extra de jugo.
A partir de ahí mi energía se bajó a los suelos. Ya en la casa, de una arquitectura peculiar, escaleras de madera ruidosísimas y un mural precioso en la sala, dormí apenas hora y cachito. Me desperté como araña pisada y fui a la universidad a conocer a la maestra Jenny que en todo este camino ha sido muy amable y una guía imprescindible en mis primeros días.
Yo sólo esperaba que mis maletas recién llegadas no hubieran sido intervenidas o que hubieran estado al lado de otra maleta con restos de droga
Puedo decir que a partir de este punto todo ha sido un sube y baja de emociones, experiencias y sensaciones. Llegar con la mitad del cerebro funcionando a Santo Tomás fue peculiar. Mi impresión se potenció ante una universidad realmente impresionante, por su historia, sus profesores, alumnes, su sede principal y su biblioteca; pasearme por el centro ha sido una mezcla de asombro, maravilla y desventuroso sentido de peligro a mis espaldas —tampoco muy distinto a México.
Eso es algo que he aprendido, realmente no importa a dónde vayas, al menos como una mujer joven que apenas descubre el mundo más allá de sus narices, el viajar sola es una sensación sobrecogedora. Esa primera semana lo que sentía era mucho miedo de que me pasara algo, pues no estaba familiarizada con el caos propio del país, estoy acostumbrada al caos del mío y al cobijo que ya formé allá.
De cualquier forma, puedo decir que en lo que va de este mes, ya casi acabado, he muerto y renacido varias veces. Ya desde antes de llegar a Bogotá lo hice, y lo seguiré haciendo en el tiempo que me queda aquí. He sentido en múltiples ocasiones cómo casi me vuelvo loca de la melancolía, de la tristeza, del miedo, de la nostalgia, de la despersonalización que me han causado mis crisis veinteañeras, pero también de la esperanza, de la emoción, de la aventura y de mi propio acompañamiento, aunque a veces todavía no sé quién o cómo soy. No queda más que afrontar esa constante metamorfosis de mi vida, esos infinitos procesos complejos, simples, agradables o desagradables a los que ya me voy acostumbrando. No puedo abrir un nuevo ciclo sin cerrar el otro.
Cada experiencia en Colombia es un recuerdo cursi de que un día me voy a morir, literalmente, y quiero que valga la pena.
He conocido a una interesante variedad de personas en estos días, y todas representan algo que logro ver en mí y que expreso en menor o mayor medida. Este inicio del viaje no ha sido más que la constatación de que, al menos mi vida, siempre ha sido y será por un buen tiempo, un continúo vaivén entre lo que es, no es, es a medias o es de otra forma. Mi sol en géminis y mi ascendente en capricornio jamás se habían confrontado tanto. Cada experiencia en Colombia es un recuerdo cursi de que un día me voy a morir, literalmente, y quiero que valga la pena. Pero también de que todas las noches, mientras sueño, tengo la oportunidad de repensar quién quiero ser cuando despierte mientras el tiempo de mi muerte real llega. Tal vez por eso mi tesis se trata de sueños.
Epílogo. En el cerro de Monserrate tuve una acogida espiritual muy bonita por parte de la Virgen de ahí, y eso que ni bautizada estoy; el Museo Nacional es hermoso, los museos de México tienen mucho que aprenderle, ahí también aprendí que Cien años de soledad y yo fuimos publicados el 5 de junio… el Museo Botero me enamoró, ahora tengo un nuevo pintor favorito, jamás una naranja se me había antojado tanto.
He caminado muchísimo y ya casi recupero mis piernotas, ya casi no me inflamo del estómago; ya gasté como $1000 MXN en libros, el paisaje bogotano es precioso y muy frío y amé ver la nueva película de Drácula en el cine de Colombia, empiezo a notar que México es un país caro para vivir, no sólo porque los combos de palomitas están infladísimos, también la despensa de cada semana. ¡Ah! Y aquí casi no hay perritos o gatitos en la calle, pero sí muchas personas en condición de pobreza extrema y sin hogar, eso hace que tenga muchos sentimientos encontrados.
Bueno, ya me voy, adiós.

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