A veces sigo reviviendo muertos. Porque es difícil soltarlos, porque da miedo el cambio, porque siguen llegando a mí. Sigo matando vivos y reviviendo muertos en una especie de ritual alrevesado que algunas veces tiene sentido y otras no. Las semanas pasadas no han sido más que el constante recuerdo de que muchas cosas siguen muriendo en el transcurso de este viaje, al mismo tiempo que otras nacen, o, por otro lado, renacen de entre las cenizas como ave fénix a punto de emprender el vuelo de Egipto a Grecia, uniendo lazos simbólicos tan eternos como el mismo animal.
Por otro lado, Paola sigue buscándole algún sentido a su vida y no sabe si lo encontrará. Semanas arduas de trabajo le han quemado el cerebro. Sigue uniendo cabos sobre su tema de tesis, sobre su propia vida. Sigue armando el viejo rompecabezas sobre la mesa de su cuarto ya intestado, ya habitado por alguien que no es ella misma. Los misterios de un desgastado tema familiar del cual ella se ha hecho ‒y la han hecho‒ a un lado, porque le han dicho que así su mente estará más tranquila, ha tenido que dejar ir un hogar del que nunca pudo despedirse.
Así que no le queda de otra más que seguir viviendo en pequeñas habitaciones que le recuerdan todo el tiempo que desde ahí ha empezado todo, siempre, desde su cuarto propio que, al menos, ese sí ha tenido la posibilidad de poseer. Es desde este cuarto que me decido contar su travesía, de atrás hacia delante.
En las clases del taller no he tenido de otra más que usar el ejemplo como recurso didáctico para que los grupos sepan qué hacer. Por consiguiente, he tenido que exponer y destapar sueños que hablan de mis traumas más profundos, todos ellos relacionados con duelos no superados, todavía. Cada clase es fantástica, porque los alumnos hacen grandes historias, pero también ha sido duro enfrentarme a sueños que dejé encerrados por mucho tiempo, pero ¡qué buenos son para hacer historias y mostrarlos como modelo a seguir! Desde entonces, me di cuenta de que mi cama individual me quedaba pequeña, de repente me sentí apretada, me siento apretada en un espacio perfectamente habilitado para el tamaño de mi cuerpo, a veces ni siquiera la uso toda porque en las noches, cuando duermo, no me muevo. Sin embargo, siento que en mis sueños me asfixio, la cama apretuja y delimita sin consideración mi mente.
He soñado otra vez con seres míticos, gigantes que resguardan serpientes emplumadas debajo del mar, pirámides que sólo son la punta del iceberg en donde mi familia está haciendo rituales de despedida, he soñado con hombres tronco, sentimientos enfundados, tiroteos escolares, el origen de la vida, a mi mejor amiga con Pitbull, cajas viejas, casas viejas, una mudanza, un tianguis y un vuelo a España. He querido estar en tantos lugares últimamente y poco tiempo tengo para hacerlo, por eso mi mente se va para allá un rato por las noches, y sí, aún así, la cama me aprieta.
Bogotá se ha convertido en el lugar donde cada día siento lo magnánimo del mundo y, a la par, la soledad del individuo que pretende formarse en él. Colombia se ha mostrado enorme y prometedor frente a mis ojos y detesto no poder dedicarme solamente a recorrerlo, con tiempo, dinero, sin miedo ni inseguridad. Una mañana muy temprano llegué a la Estación de la Sabana para tomar el tren turístico a Zipaquirá, muy sola, muy cómoda, pero con mucho miedo porque, como ya conté antes, la parte central de la ciudad no es precisamente linda ni segura.
Unas semanas atrás ya había ido a la estación para preguntar sobre los pasajes del tren, una vez que el oficial me dijo cuánto costaban y que debía llegar como a las siete y media del sábado, me di la vuelta para regresar, pero hacia mi dirección venía un chico con el brazo ensangrentado, pedía ayuda. A unas cuadras, cerca de la gente y de una estación de trenes llena de policías, alguien lo asaltó y le apuñaló su bracito. Desde que lo vi de lejos ya sabía qué había sucedido, me hice a un lado, para no estorbarle y por el impacto inconsciente de la sangre, realmente me preocupé porque le auxiliaran pronto y de la mejor manera, lo peor de todo: se me hizo muy normal en el momento, tuvieron que pasar unos minutos para llenarme de ansiedad al tener que seguir por esa zona un rato más para tomar el autobús de regreso. Sigo pensando que son una pena las condiciones de vida de ese lugar.

Y, aun así, sabía que me tenía que subir a ese tren, pues era un llamado a la aventura en un transporte que no encuentras tan accesible en México. Afortunadamente a unos pasos está el Transmilenio. Toda una maravilla y preciosura la experiencia, también algo romantizada. Una burbuja reforzada con policías nacionales para proteger al viajero y al turista una vez que ingresan a la estación. La emoción que sentí cuando estuve a salvo fue inexplicable. Por dentro, la estación es también un museo, el museo de la policía colombiana. Con patrullas antiguas, partes viejas del tren y el propio tren que me hicieron sentir de nuevo como viajera de tierras lejanas, maravillosas y mágicas, porque Colombia también es eso sin lugar a duda.

Me senté, la suerte me puso junto a la ventana, y de mi otro lado, una familia francesa de tres, madre, padre e hija. ¿Qué fue lo que me agrado de la chica? Que fue muy amable al tomarme una foto y que su perfume me hizo regresar a mi infancia: mis paseos a la librería del Sótano, a la sección infantil y la imagen de un cartón de El Principito rodeado por varios ejemplares de este. Era un olor de libro emplayado, alfombra y frutas dulces, algo cítricas, muy fuerte y algo hostigante, pero que mi cerebro guardó con mucho cariño todos estos años. Ella olía a Principito.
Un viaje corto que se volvió largo por lo lento del tren, otra mirada a Bogotá y su historia. Las personas que nos veían pasar nos saludaban y grababan, y nosotros a ellas. Era un intercambio tierno y honesto de fascinación, tipo “¡mira, estoy en un tren!”, “¡mira, estás en un tren!”. Infancias, mascotas, adultos, gente en situación de calle… procuré grabar todo porque consideré que todo era merecedor de tener un espacio visual en mi memoria —virtual y mental—. Llegamos a Zipaquirá y de la estación nos trasladaron en autobús a la Catedral de Sal, ahí mi camino comenzaría a trazarse con una buena amiga, quien ya me había visto solita en el autobús, bajó detrás de mí y de forma espontánea y amistosa me adoptó al llegar a la entrada.

Paola (a la guardia de la entrada): Disculpe, ¿el baño?
La guardia: se sigue hasta la estructura de madera y están bajando, señorita.
Paola: ¡Gracias!
Brenda (parada, quietecita detrás de mi): Ay, yo creo que voy contigo c:
Paola: Bueno c:
Y así comenzó nuestro trayecto juntas. (Saludos a Brenda si está leyendo esto). Ese día la quise mucho por acompañarme, yo que en todo este viaje he tenido la personalidad de una roca para hacer amistades. La maravilla de la Catedral de Sal, en el interior de la montaña más salada que he conocido (literal no metafóricamente), con sus cámaras, pasadizos y galerías, con su brillo lúgubre, con su sabor y sus productos caros que sólo me hicieron pensar en lo acogedor que es el interior de la Madre Tierra. Sin pinturas, sin cruces de madera, sin inscripciones en latín, sin flores, sin santos, ni vírgenes ni cristos sufrientes, sólo grandes cruces talladas en la piedra salada, juegos de luces, monolitos simbólicos, una oscuridad profunda, agua salada, esculturas, fe, Dios, arte y consagración. Las manos de cientos o miles de mineros hicieron posible lo sublime. Disfruté la compañía de Brenda, su curiosidad y sentido de aventura me generaban un fuerte brote de alegría interpersonal porque hacía casi dos meses que no convivía con una amistad.
Cuando Esther, nuestra guía, finalizó el recorrido se rompió un poco de la magia que había procurado mantener hasta el final. Y terminó de romperse cuando pasamos por la zona comercial de la Catedral: pequeñas esculturas religiosas, esmeraldas, cuarzos, imanes, llaveritos, joyerías, una sala de cine, un muro de escalar, una ruta del minero, un trenecito que iba a la salida, helados, perros calientes, refrescos, una cafetería muy elegante y una boda, a la que no nos invitaron, planificándose en la sala de convenciones. Todo eso me recordó que estábamos en una maravilla de culto que también era un atractivo turístico del cual viven honestamente muchas personas. Compramos paletas de hielo y preferimos volver a pie, caminamos solas por los pasadizos ahora abandonados del lugar. Se sentía tan acogedor, lúgubre y solemne que no quería salir de ahí.

Una de las mejores cosas de conocer a Brenda ese día es que me llevó al mejor (y único) restaurante gourmet que he conocido en Colombia. Si pueden vayan a Green Apple Gourmet, (Carrera 10. 7ª 21 Algarra 1, Zipaquirá), para llegar asegúrense de decirle la dirección exacta a su taxista, luego, este procederá a decir que sí lo conoce y, muy seguro de su instinto masculino, las llevará a una frutería con el mismo nombre, ustedes le reclamarán y le cuestionarán, escépticas, de su seguridad, para que después, ahora sí, las lleve al restaurante: este es un buen tour express, accidental y económico por el lugar si no tienen tiempo. Ya en el restaurante, la plática que había comenzado desde el interior de la Catedral se extendió durante la escasa hora libre que tuvimos antes de alcanzar el tren de regreso. Nos acompañaron dos manteles infantiles donde dibujamos y jugamos mientras llegaba nuestra comida y, al final, un helado de cortesía.
La experiencia de Paola en Zipaquirá:
















Fotos de la autora
Conocer a Brenda me hizo conocerme un poquito más a mí misma. Ella se encontraba de viaje en el país por su cumpleaños —un año menos, como dice ella—, y decidió darse ese regalo a sí misma. Me hizo desear tener un trabajo y un sueldo para poder hacer lo mismo que ella. Siendo de la misma universidad, tenemos historias distintas: ella llegó a la facultad mudándose de su ranchito para vivir la experiencia de la gran ciudad; yo, por mi cuenta, escapé de la gran ciudad para vivir en un ranchito. Ella es la primera de su familia en entrar a la universidad, lo que supone un enorme logro y gran admiración, cuenta con un trabajo donde ha aprendido a lidiar con varones de finanzas y le permitió viajar por placer, con sus altibajos, pero yo veo que sus alas están muy abiertas para seguir explorando el mundo. Vengo de una familia que me crio y no me dio otra opción más que asistir a la universidad, no me quejo, pero a veces pienso que fue más por tradición y meritocracia, porque de cualquier forma pude abrir un puesto de Dorilokos y ser emprendedora, o aprender a poner uñas, o a pintar, o coser, o cortar el cabello y me hubiera ido bien, tal vez tendría unos pesos más que ahorita, un trabajo, sin haber olvidado por cuatro años que leía por gusto y no por tareas. Yo sí me imagino a una Paola no profesionista, no tesista ni en la Academia, sin demeritar en absoluto que mi trabajo me ha costado, ni a la gente que hace un buen trabajo dentro de esta y que me ha apoyado en mi camino. Es sólo otra posibilidad, otra vida, distinta, no mejor ni peor, pero que también hubiera estado padre.
En fin, durante ese rato sentí que admiraba mucho a mi interlocutora y también ella me hizo sentir orgullosa de mí misma, pues sabíamos que ambas hemos alcanzado metas, cumplido logros y sueños desde nuestras respectivas historias de vida, salvamos a nuestros contextos y nos salvamos a nosotras en la manera que nos pareció correcta, entonces comprendí que sólo quería sentir más seguido esa paz y admiración cuando me relacionara con las personas. En mí desaparecían muchas inseguridades para permitirme hacer conciencia de cómo es que había llegado hasta ese momento acompañada de otra mujer exitosa.
Regresamos a la estación y cada una a su lugar. Puedo decir que ya he ido al baño de tres medios de transporte: autobús, avión y tren. Me dormí después de leer mi antología de cuentistas colombianas —la nueva joya de mi librero—, justo al lado de la chica francesa con perfume de librería, cabe aclarar que mis habilidades roquescas para socializar me impidieron preguntarle qué perfume usaba, a ver si podía conseguirme algún día uno —mi plan B es ir al Sótano a preguntarles qué aromatizante de ambientes utilizan—. Regresamos como nos fuimos: lento, dando tumbos, viendo mezclarse al paisaje rural y urbano, para finalmente bajarme del tren y alcanzar a Brenda al salir de la estación. Nos despedimos cuando ella se subió al bus directo a su hospedaje y yo al Transmilenio.

Días antes, hice otro amix, Juan Felipe, el primero de mis estudiantes en ofrecerse a una entrevista para el proyecto. Muy escorpio de su parte fue contarme lo fascinante y místico de su vida mientras me llevó a la aventura de cruzar veinte calles para llegar a la otra sede de la universidad. Me iba platique y platique de él, su familia, su vida en Bogotá y en la uni. Me acompañó por mi credencial y me dio mucha pena que viera el desorden de mi habitación y de la casa en general, pues acababan de arreglar el cuarto de enfrente y realmente todo era un desastre, pero ni modo, así vive una joven maestra también. Su imitación de acento paisa me atrapó, el chisme estuvo bueno, el tour padrísimo y su presencia muy conmovedora. Una gran persona que me hizo preguntarme si algún día mi vida sería tan intensa como la de él. Claro, después de mi viaje a Zipaquirá, comprendí que ya lo era.
Sin embargo, un par de días después de conocer parte de la vida de Juan Felipe, reapareció la pieza que anclaba mi júbilo con mi nostalgia.
Primero: México cumplía años, el México lindo y querido, el narcomenudista y feminicida, el de la gastronomía que es patrimonio cultural, el que construye fraccionamientos privados en vez de cuidar el ambiente, el que me ha dado parte de mi identidad y ha violentado a la otra, el que amo, pero a veces me lastima. Para bien y para mal, ese día no pude evitar buscar con desesperación restaurantes mexicanos(que no faltan en Bogotá) para irme a festejar en silencio, con un pozole, unas enchiladas y un agua de horchata. Fue bonito saber que a 10 minutos de la universidad y a 15 de mi hospedaje existe La Fonda Mexicana, que me hizo regresar a mi casa por casi una hora. Comida deliciosa, música ranchera y decoración mexa, bellísimo, tal vez algo folklórico, sí, pero bello. Cuando salí fue un golpe a mi corazón ver taxis amarillos, calles amplias y arquitectura con influencia de la colonia inglesa.
Experiencia gastronómica mexicana de Paola en Bogotá.




Fotos de la autora.
Segundo: ese día también recibí la noticia de la muerte de Fernando Botero, el mismo que hace unas semanas me cautivó con sus naranjas, cuerpos y gatos voluminosos. Vida, muerte, vida…

¿Me sorprendió y entristeció? Naturalmente. ¿Me hizo sentido la coincidencia de fechas? También. ¿Este texto tendrá parte dos porque ya se hizo muy largo y así mi querido editor lo pueda tener a tiempo? Efectivamente.
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