Hacer el amor, del verbo hacer con las manos, con el tacto. Hacer, crear, labrar, hacer como cuando siembras dos o tres semillas y obtienes un brote salvaje. Hacer como cuando lo cuidas, cuando lo cosechas y lo engulles. Hacer amigos, hacer familia, hacer el amor.
Ya no hacemos amigos en el parque, porque resulta exhaustivo utilizar las manos para otra cosa que no sea deslizar el dedo y pulsar dos veces sobre las curvas de una mujer en prendas diminutas. Ya no hacemos el amor sin deslizar el dedo, rápido y plácido. Sin pasar la página cuando encontramos un defecto: al final tenía los dientes chuecos, el miembro demasiado corto o demasiado largo, los senos impares o hacía ruido mientras masticaba. El ruido es un aliado preciso para alejarnos de aquel otro al que, en un principio inmediato, deseábamos acercarnos.
No hacemos amigos en el parque y en el café porque es demasiado incómodo estar con alguien que no seas tú. Es desagradable tomar una llamada y escuchar una palabra que no sea la que tú profesas.
Sientes ansias que tachas de valientes, patológicas. Te excusas para no ver a Nadie a los ojos, para no escucharlo hablar, porque duele saber que no es creación de tu cabeza, que está presente. Se ha vuelto cómodo estar solos. Es cómodo inventar que Alguien y Todos nos llamamos Nadie.
No haces amigos en el parque ni en el café, porque sientes que no tienes nada que decir, pero también porque temes que el otro abra el hocico y necesites tolerar lo que su palabra manifiesta.
Porque tienes miedo a la palabra y prefieres que ese ruido, el del escándalo delicioso, la cobije: la petacona más voluptuosa, un tequila adornado con bengalas, aquel que roce el culo pernicioso con el suelo. Esos son buenos prospectos. El objetivo es no escuchar a nadie, que el cuerpo baile, se atosigue y se colme de sí mismo, cuerpo objeto, cuerpo caro, que te contemplen en tu gloria triste, inalcanzable. Que a ti tampoco te escuche Nadie.
Dostoievski describió la soledad del parque en sus Noches Blancas. La soledad que se acompaña en la premura del silencio. Un hombre nocturno que desangra su historia en el discurso, una mujer nerviosa que no tiene dónde ir. Se escuchan, se destajan, ven un hombre, un pájaro, un árbol, sienten frío, se conocen y hacen el amor.
Antes de la pandemia, pero posterior a las Noches Blancas, el aislamiento fue un acto obligatorio de reflexión, cambio y dolor. Ahora mismo, con el culo de la botella hundido en la tráquea y la sórdida urgencia del grito en la noche, negarse a visitar el parque es mera cobardía.
Cerrar los ojos y reventar las venas, llorar tu sangre en el hombro de un amigo, hablar. Oler las flores, los tamales de la esquina y la maleza. Eso sólo ocurre en el parque.
Sin hacer el amor, cubres tu nariz para no oler más allá de lo que te apetece: de la vainilla y el vapor de los cigarrillos electrónicos. No escuchas a nadie porque el ruido es lo suficientemente grotesco para saciar tu gula.
Ya no hacemos amigos en el parque porque ya no vamos al parque. Es doloroso visitar un sitio en el que no te sientes seguro, en el que necesitas ser valiente. Tal vez por eso preferimos el ruido. Reclamar nuestros parques, nuestros cuerpos y nuestros silencios es hacer el amor.
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